CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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Crítica: Zubin Mehta se despide en España, para Ibermúsica, de la Israel Philharmonic Orchestra

24 de septiembre de 2019

El legendario director indio dirigió a la orquesta «de su vida» por última en España, dentro de su gira de despedida de los escenarios, ofreciendo un concierto escaso de emoción musical, aunque muy emotivo en lo personal.

Leyendas, sinergias, pasividades

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 19-IX-2019. Auditorio Nacional de Música. Ibermúsica [Serie Arriaga, A.1]. Obras de Ödön Pártos, Franz Joseph Haydn y Hector Berlioz. David Radzynski [violín], Emanuele Silvestri [violonchelo], Christopher Bouwman [oboe], Daniel Mazaki [fagot] • Israel Phiharmonic Orchestra | Zubin Mehta.

Estoy a favor de la música libre. Sí, libre, salvaje y soberana; quiero que lo conquiste todo, que lo asimile todo para sí misma.

Hector Berlioz [1856].

   No es habitual encontrarse hoy día con esta estirpe de directores legendarios que continúan sus carreras casi a pleno funcionamiento, a pesar de los correspondientes problemas de salud y achaques físicos que provoca en ellos su provecta edad. Hace pocos días, Bernard Haitink –otros de esos maestros «de los de antes»– se retiraba de los escenarios nada menos que a los 90 años, en un concierto al frente de la no menos célebre Wiener Philharmoniker celebrado en el marco del Lucerne Festival. En esta ocasión pisaba suelo madrileño Zubin Mehta, leyenda de la dirección orquestal y una de las batutas más respetadas y mediáticas de las últimas cinco décadas, y lo hacía nada menos que ante la que ha sido la gran orquesta de su vida, el proyecto quizá más personal y querido del maestro indio, la Israel Philharmonic Orchestra, de la que se despide al fin, tras casi 50 años al frente de la misma. La ocasión, desde luego, tenía mucho de especial, lo que sin duda se atisbaba en el ambiente. No podía ser otra entidad musical española que Ibermúsica –institución para la que ha actuado en más de 100 ocasiones previamente– la encargada de albergar esta cita para la historia, que en cualquier caso no supone la despedida definitiva de Mehta de los escenarios madrileños, pues regresará en unos meses para despedirse definitivamente de la mano de la filarmónica vienesa –orquesta que parece se ha ganado el honor de ir despidiendo uno tras otro a los grandes de la dirección–. Por lo demás, Ibermúsica presentaba el inicio de la primera temporada programada para celebrar sus 50 años de existencia, una circunstancia que no hizo sino añadir calidez a la velada, así como un variopinto despliegue de la más granado de la vida social madrileña, reina emérita incluida –buena amiga personal de Mehta–.

   Construido en torno a una gran obra, como la Symphonie fantastique, de Hector Berlioz (1803-1869), la primera parte de esta velada estuvo protagonizada por dos obras notablemente distintas. Se abrió el concierto con una obra de estreno en España, el Concertino para cuerda del violinista, compositor y profesor húngaro-israelí Ödön Pártos (1907-1977), composición muy emotiva por estar tan ligado su autor a la propia orquesta israelí, de la cual formó parte desde 1938, cuando fue invitado por Bronislaw Huberman a convertirse en el primer violín de la por entonces denominada Palestine Symphony Orchestra, puesto que ocupó hasta 1956. Cuando Pártos llegó a Palestina, el país se encontraba impregnado de tradiciones europeas contemporáneas –especialmente Bartók y Kodály–, maestros y tradiciones de las que aprendió a prestar una importante atención al folclore como una fuente de inspiración, desarrollando un estilo personal que buscaba ampliar la tonalidad occidental a través de una mixtura de elementos modales, orientales y cromáticos, como se aprecia de forma evidente en la obra interpretada, de 1932, quizá su mejor ejemplo de todas estas influencias y de su estilo previo a su salto al dodecafonismo y al interés por otras estéticas dentro de la atonalidad. Una muy nutrida sección de cuerda de la orquesta isrealí interpretó con esmero sonoro y un pulimentado trabajo una obra que conocen bien y que asumen como muy suya, a pesar de que la expresividad no fue la cualidad más desarrollada en esta velada. Buen diálogo entre las diferentes subsecciones, con los violines especialmente imponentes, especialmente en el registro agudo.

   Amplio salto en el tiempo para acometer la interpretación de una composición de puro Clasicismo, la Sinfonía concertante en Si bemol mayor, Hob: I/105, protagonizada por un cuarteto solista realmente vívido e interesante: violín, violonchelo, clarinete y fagot. «[Se interpretó] un nuevo concertante de Haydn, combinado con todas las excelencias de la música; fue profundo, aireado, afectuoso y original, y la interpretación coincidió con el mérito de la composición. Salomon se esforzó especialmente en esta ocasión, haciendo justicia a la música de su amigo Haydn». Así habó el London Morning Herald del estreno de esta composición, que tuvo lugar en la capital londinense el 9 de marzo de 1792. Haydn, que había estrenado recientemente dos sinfonías allí, dentro de la serie de conciertos organizados por el empresario Johann Peter Salomon, se encontraba en aquel momento en medio de una exitosa vorágine sinfónica en la capital inglesa. La inspiración no fue otra, según parece, que el ansia de superar a su antiguo alumno, Ignaz Pleyel, que estaba demostrando notables habilidades dentro en el género del «concierto sinfónico». Es una obra repleta de la elegancia de ese Clasicismo tan puro y notablemente tan vienés, que Haydn dominaba en aquel momento como pocos, aunado a un lenguaje sinfónico tan refinado como era habitual en él, al que añade una escritura concertante realmente lograda, con diálogos excepcionales entre el cuarteto solista, en el que contrapone e imbrica por igual –y con evidente inteligencia– los dúos instrumentales, tanto por tesitura [violín y clarinete vs. violonchelo y fagot], como por familia [violín y violonchelo vs. clarinete y fagot]. Inspirada y bien trabajada la versión ofrecida aquí por el cuarteto solista conformado por el violín de David Radzynski, el chelo de Emanuele Silvestri, el oboe de Christopher Bouwman y el fagot de Daniel Mazaki, con buenas dosis de afinación en la cuerda –especialmente solvente el violinista, que tiene además pasajes de notable exigencia– y un hermoso trabajo tímbrico y de dinámicas en las maderas. A pesar de la calidad solística y el interesante empaque orquestal, se antojó una lectura un tanto plomiza, con una línea general bastante plana y muy distante en lo expresivo. No es música teatral, qué duda cabe, ni siquiera dramática, pero una cosa es plasmar un Clasicismo con perspectiva y otra distinta hacerlo con un hieratismo nórdico.

   Para la segunda parte quedó la imponente y monumental Symphonie fantastique: Épisode de la vie d'un artiste ... en cinq parties, Op. 14, una obra en la que sin duda se exige del director un conocimiento profundo y una implicación musical mucho mayor de la desplegada en el resto del programa. De lo primero hubo en Mehta a raudales, tanto es así que la dirigió sin partitura, de principio a fin, lo cual en una obra de esta envergadura –que se aproxima a la hora de duración y que presenta una plantilla orquestal ingente– exige una lucidez notable. De lo segundo, quizá menos, dado que el director indio minimizó al máximo su gesto –casi hasta la pasividad en ciertos momentos–, quizá por una cuestión puramente física, aunque no por ello permaneció ajeno a ciertos detalles. Hubo poco o casi nada de emoción en lo puramente musical, merced a una versión que privilegió la opulenta sonoridad general frente al trazo fino, obviando deleitarse en los magníficos solos que presenta de forma permanente la partitura, más allá de la propia calidad interpretativa de aquellos que se hicieran cargo de los mismos –espectacular el concurso de las maderas en este aspecto–. El movimiento inicial [Rêveries - Passions] paso casi inadvertido, muy plano en cuanto a concepción y dinámicas, algo que sin embargo fue cambiando conforme avanzó la obra. El movimiento subsiguiente [Un bal] iluminó la enorme sala sinfónica del auditorio madrileño con certezas rítmicas y un gran trabajo de la filigrana orquestal. Con Scène aux champs regresó la discreción, un remanso de paz antes de la impactante atmósfera creada en los dos movimientos finales [Marche au supplice y Songe d'une nuit du sabbat]. Especialmente subyugante resultó la célebre cita del Dies iræ, uno de las únicas cuatro secuencias del misal romano que han llegado hasta hoy día –el resto fueron eliminadas por el Concilio de Trento–, que Berlioz introduce de forma brillante y absolutamente genial, con un gran trabajo de los metales, que aquí cumplieron, pero no brillaron. El trabajo general de la orquesta rindió a un nivel alto, aunque quizá la falta de expresividad hizo demasiada mella en una composición eminentemente dramática, casi teatral si me apuran.

   Sea como fuere, la calidez emitida desde el escenario por los músicos y desde las butacas por los espectadores hicieron de esta una velada en la que el cariño hacia una misma persona pocas veces se ve irradiado de tal forma. Realmente emotivo resultó el pataleo ofrecido por los músicos al maestro Mehta al ingresar al escenario tras el final de esta sinfonía. Ese calor era puro, honesto, y esto, sin duda, se nota. Mehta, ostensiblemente cansado, aunque siempre elegante en su porte, respondió a la ovación de gala rendida por el público con un par de piezas extra: la obertura de La nozze di Figaro mozatiana –elegante, un tanto desajustada entre secciones, pero en general muy solvente– y una festiva y celebrativa polca de Strauss II, Bajo truenos y relámpagos, como un fin de fiesta un tanto deslavazado, aunque eso en realidad ya no importase. Con todo lo que ha tenido encima Mehta en los últimos años, el mero hecho de que se suba todavía a un escenario, y lo haga con garantías musicales notables, aunque alejadas de lo que un día fue, resultó sin duda lo más destacable de esta cita para la historia...

Fotografía: José Luis Pindado/Ibermúsica.

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