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Opinión

Opinión: «Los hilos de la marioneta». Por Juan José Silguero

27 de abril de 2020

Los hilos de la marioneta

Por Juan José Silguero

   Periodismo es publicar lo que no quieren que publiques. Lo demás son relaciones públicas.

     G. Orwell

    Cuando comencé a ser publicado, me sorprendió mucho la polémica que parecía suscitar cada uno de mis artículos, sobre todo porque yo tenía la impresión de estar diciendo obviedades, cosas de esas que todo el mundo piensa. Me suelen tener por un tipo tranquilo y pacífico, y estoy de acuerdo con la apreciación, así que pronto me asaltaron dudas sobre mí mismo. ¿Por qué esa aparente contradicción entre el mundo real y el mundo «virtual», por así decir? ¿Por qué un concepto sobre mí tan diferente en uno y otro lugar? ¿Sería un hipócrita?

   Pero lo que yo hacía, pensaba, era justo lo contrario a ser un hipócrita… contar lo mismo en un sitio y en otro.

   Me llevó algún tiempo entenderlo.

   La gente no tiene especial interés en conocer la verdad. Aún menos en verla publicada.

   Prefiere ser entretenida.

   Comienzo señalando esto porque mucho se habla, especialmente en estos días, de la manipulación de los medios, pero no tanto sobre esta actitud generalizada. Existe una sorprendente falta de correspondencia entre lo que la gente piensa y lo que dice, o lo que publica en sus redes, ya sea por motivos de imagen, cuestiones laborales o simple vanidad, poco importa, lo que da lugar a esa suerte de ambigüedad permanente en la que navegamos todos.

   Si esto sucede a nivel «doméstico»… calcúlese a otros niveles, donde esos mismos intereses, y muchos otros, condicionan y determinan decisivamente el devenir de toda una sociedad.

   El periodismo está introducido en todo, controla todo, y su poder, en efecto, es extraordinario. Es más, ostenta todo el poder. Pero lo hace desde la sombra, renunciando a su propio protagonismo y ocultando todos sus hilos, lo que hace de su influencia algo mucho más peligroso y de mayor alcance. Es el medio favorito, como todos sabemos, de los que dependen de la opinión de los demás, y también ellos saben que nosotros lo sabemos.

   La consecuencia de todo esto es que lo que llamamos habitualmente el «mundo real» no deja de ser aquello que nos ponen delante de los ojos… esto es, una interpretación.

   Y si hay algo por lo que se definen las interpretaciones, al menos las buenas, es por su maleabilidad.

   El cinismo se ha convertido en norma de un modo tristemente muy real, como una suerte de oxímoron deleznable pero tácitamente asumido por todos: decir mentiras descaradas creyendo sinceramente en ellas, «olvidar» cualquier hecho inolvidable que se haya vuelto incómodo, manipular sin escrúpulos la información en nombre de la libertad de prensa… Todo esto es posible y se traga con todo, limitándose a señalar de cuando en cuando que «es una vergüenza».

   En efecto lo es, aunque no tanto como ser cómplice de ello.

   No deja de ser irónico. Ahora que, supuestamente, la libertad es mayor que nunca, la gente parece no saber qué hacer con ella. Padece vértigo a las alturas. Si no hay nadie que les censure, ya se censuran ellos solitos, sea estableciendo temas prohibidos en sus cenas de Navidad, acotando sus grupos de WhatsApp donde «se malinterpreta todo», o pidiendo directamente a sus amigos del Facebook que dejen de serlo, dado que su ideología política no coincide con la suya.

   Es obvio que existe un barniz mínimo imprescindible a la hora de mantener cualquier tipo de relación social. Pero ese barniz ha degenerado en un espeso manto de cemento. Hace ya demasiado tiempo que tener una opinión diferente y ofender a los demás se ha convertido en una misma cosa. Estar de acuerdo con alguien o no estarlo constituye una inconfundible declaración de intenciones: el deseo de estimarse mutuamente, o una singular afrenta personal. Se opta por mostrarse aséptico en todo, lo que no es sino otra forma de falsedad –una de las peores por cierto, pues presupone de antemano la mentira en quien la ejerce, dado que nadie es en realidad «aséptico» en nada–, y se simplifica la cuestión tomando como «verdad» aquello que más se acerca al punto de vista de cada uno.

   A eso lo llaman «periodismo objetivo».

   Pero el periodismo objetivo no existe… por el sencillo motivo de que somos sujetos, y no objetos. Lo que sí existe y ha existido siempre, tanto en los medios de comunicación como en la vida real, es la honestidad.

   En cambio, la verdad es tomada como algo invasivo por la nueva generación, algo bárbaro (ya no digamos por la generación que viene), un elemento prescindible con el que la propia convivencia parece volverse más complicada. Así que se prefiere diseñar y confeccionar un traje a medida, cuya consigna principal es la de que no dañe la vista de nadie.

   Y a eso lo llaman «civilización».

   Existe algo aún más poderoso que el periodismo… y es la propia actitud de la gente. Pero la masa ya no se comporta como tal, sino que cada uno se ha desvinculado de los demás para invertir sus energías y su escaso tiempo libre en hacerse protagonista de su propia película; esa que solo se estrena en sus redes… y cuyo público está formado por los cuatro gatos que acuden a verla y que se vacían, igual que ellos, en hacer exactamente lo mismo.

   Es difícil imaginar una época más frívola que la que nos ocupa. La hipercomunicación ha conseguido que estemos menos comunicados que nunca, esto es, más solos que nunca. Pues no hay soledad como la de estar rodeados de gente. Vivimos hipnotizados, anestesiados con esa distracción perpetua, con ese nuevo «horror vacui» predominante. Y la verdad no tiene cabida en el país de las maravillas. ¿Quién va a desfondarse persiguiendo al conejo blanco teniendo Netflix y Facebook en casa? Solo estos dos ya sirven para ocupar toda una vida.

   Lo único que importa es estar distraídos.

   Todo esto lo saben bien los que manejan los hilos, claro está, y lo favorecen cuanto pueden. La masa entretenida no constituye ninguna amenaza, y se apacigua por sí sola. No hay que hacer nada. Basta con dejarlos despotricar en sus redes sociales, convencidos de que tiene alguna trascendencia lo que dicen, para que su famélico impulso de rebelión quede así saciado, y acudan el lunes a su currito algo más relajados. Ese arma temible que es la libertad de expresión adopta de esta manera y por iniciativa propia la apacible forma de un atizador de chimenea, cuya estólida función no es otra que la de remover un poquito las ascuas de su brasero.

   A eso lo llaman «sublevarse».

   El entretenimiento perpetuo ha convertido a los adultos en niños. Pero su pataleta rara vez alcanza una mínima altura intelectual, así que se ofusca y se desintegra sola, como las rabietas de mi hija de seis años. Basta recordar que la media de edad de las referencias actuales oscila entre los dieciséis y los veinticinco años.

   Los «influencers», dicen ser.

   Detrás de todo este disparate lo que habita es una falta de humildad sorprendente, la soberbia de la ignorancia. No hace tanto que aquel que admitía no leer nunca lo hacía con un deje de disculpa. Ahora, esas mismas palabras se pronuncian con un cierto tono de suficiencia. Y cuanto menos se lee, menos elásticos se vuelven los conocimientos, y más sólidos los prejuicios. La falta de cultura hace del pensamiento algo romo, de corto alcance, de forma que su influencia no se prolonga más allá de su reducido círculo, donde se limita a dar unas cuantas vueltas, como el ratoncito en su rueda. Porque en eso consiste precisamente el hecho de adquirir cultura: en no conformarse con uno mismo, en admitir la necesidad de ser esculpido.

   La cultura siempre ha sido el grito de socorro de los que padecen, de los que se abrasan…

   Pero ahora ya nadie se quema.

   O eso dicen.

   Entretanto, los escasos intelectuales que todavía quedan se dedican a navegar en mar abierto. Libres, pero invisibles.

   El resultado de toda esta frivolidad es, como no puede ser de otra forma, el de una espantosa uniformidad.

   Uniformidad de valores, uniformidad de opiniones…

   Una sola generación nos separa de esa sórdida igualdad que tanto se anhela. Pero no existe nada tan peligroso, ni tan retrógrado, como la igualdad de criterio.

   Porque esa es la pasta que mejor se manipula de todas.

   A todo esto hay que añadir que cualquier cambio de posición es mirado por los demás con abierta condescendencia, como una lastimosa muestra de debilidad. Ya no digamos referido a temas «de peso»… por ejemplo, un cambio de opinión en cuestiones políticas. Quien se atreve a hacer algo así no es de fiar, carece evidentemente de principios y así es como es entendido por todos, con ese instintivo concepto de firmeza que se asocia a la seriedad, a la honradez.

   Teniendo en cuenta que todo el mundo se toma a sí mismo completamente en serio… el estancamiento se encuentra garantizado.

   Pero resulta que existe un estadio más elevado que todo eso…

   Es soberano, no necesita justificarse a cada momento y su única condición es la de mantenerse fiel a sí mismo.

   Un lugar en el que cada palabra resplandece, cada libro brilla con luz propia…

   El pensamiento siempre es provisional, se construye generación a generación y se transmite mediante los más nobles instrumentos de los que disponemos. Nos hermana a todos, prosiguiendo la labor de unos pocos desde el mismo lugar en el que la dejaron, y nos impulsa en virtud del legado que recibirán los que aún están por llegar.

   Su influencia es muy superior a la de cualquiera de esos titiriteros.

   Es la verdad… la insobornable, irreductible verdad, herencia aún visible de un tiempo en el que no todo valía, y donde hasta el semblante de las personas poseía una dignidad diferente.

   La estamos perdiendo. La hemos perdido ya, y nos confina a todos a un lugar mucho más reducido que el de nuestro ámbito más cotidiano.

   Nos confina a galeras… allí donde bregan todos los ofendiditos bien juntos, con sus lacitos puestos, todos esos que pretenden salvarse limitándose a remar con más brío que los demás.

Opinión Juan José Silguero