CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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EL CASO VOGT

16 de octubre de 2012
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             EL CASO VOGT

           

            Sin duda una de las grandes figuras actuales dentro de la cuerda de tenor es el alemán Klaus Florian Vogt, que junto a su compatriota Jonas Kaufmann -del que también habrá que hablar en algún momento- y del peruano Juan Diego Flórez compone la tríada puntera de la especialidad. Respecto al primero resulta más claramente lírico. En relación con el segundo, posee una mayor amplitud y una emisión más abierta, algo que también lo diferencia de aquél, por definición, con el tiempo, una voz más cupa y oscura.

            Es sorprendente que Vogt, con ese color casi blanquecino y esa técnica muy natural, poco elaborada, haya conseguido encaramarse a la cima en los papeles wagnerianos de corte menos dramático. Y triunfa gracias a una buena respiración, a un legato bien entendido y a una extraña habilidad para fabricar medias voces, que sabe regular con inteligencia. El volumen es relativo, pero la proyección es buena y la penetración aceptable. Algo sucede con su timbre, que no es brillante, no es rico, no aparece cargado de armónicos ni de substancia y que es más bien linfático, como en ocasiones la expresión. Sin embargo, lo hemos comprobado varias veces, llega y suele traspasar la orquesta en pasajes en forte o fortissimo o en complejos conjuntos en los que participan más voces. Se le escucha con bastante facilidad, lo que, teniendo en cuenta sus características, se nos antoja misterioso.

            Raro estilo el de este tenor, que a veces da la impresión de no apoyar, de cantar en el aire, sin una base diafragmática firme y de ser candidato a perder fuelle, a emitir con participación de la gola, a rozar notas y calar. No obstante, por lo común, la voz se expele nítida, los sonidos son muy puros, redondos y plenos, con frecuencia tersos, sin que por ello dejen de tener esa apariencia blancuzca, a veces un tanto desagradable, vecina a lo descarnado, aunque esto último no suele darse porque en último término el cantante da cuerpo y solidez a las notas, en trance peligroso de perder toda tersura.

            Con todo, escuchando a Vogt algunos sufrimos lo indecible por cuanto, al llegar a la zona del pasaje de registro, allá por el mi, el fa o el fa sostenido agudos, la voz prospera pero no gira, se proyecta pero no resuena de manera ortodoxa en las cavidades superiores, sino que queda alojada en tierra de nadie. Lo curioso es que, entonces, como sí le suele suceder a Kaufmann, el sonido no es engolado, sino libre y gana una cierta amplitud, una contundencia inesperada, bien que puede quedar en el límite de lo canónico y sonar desabrido, tirante, poco musical. En compromisos como los que, por ejemplo, coloca al tenor el primer número de La canción de la tierra de Mahler, a nuestro artista se le ven los flecos; o el plumero, si se prefiere. Y Ahí sí asistimos a un proceso nada edificante porque lo que oímos es un sonido en el extremo de la tensión. Esos la naturales y si bemol agudos mantenidos en una tesitura muy incómoda no son para él. Como tampoco la endiablada aria de Florestán de Fidelio de Beethoven.

           En partes en los que el dramatismo ha de aflorar de forma natural, aun dentro de una escritura generalmente lírica, como en algunos del segundo acto de Parsifal -el doliente recuerdo de la herida de Amfortas-, Vogt queda en evidencia, sin recursos porque su timbre, ayuno de claroscuros -¿falta de técnica para los reguladores?-, no da para más y entonces la interpretación es plana y esforzada. Sucede algo parecido, no igual porque aquí la tensión expresiva es menor, en la famosa despedida In fernem Land de Lohengrin, a cuyo protagonista el cantante otorga un lustre singular en la que quizá es su mejor aproximación a Wagner, dicha con finura extrema, con gusto, con delicadeza, con un legato muy sano, con sonidos angelicales que convienen a la figura celestial de el caballero del cisne. Pero en la parte final, cuando la voz ha de desplegarse, crecer y densificarse en busca de la entusiasta afirmación, la interpretación no prospera. Ya no hay resuello.

            Las cualidades del artista encajan bien con el personaje de Paul de La ciudad muerta de Korngold. La famosa secuencia del dúo con Marietta le sirve para lucir sus habilidades en el canto ligado, de un lirismo encendido y ultraterreno, traspuesto, evocador de delicias sin cuento; nos atrapa entonces con ese discurso entre nostálgico y sensual, que ofrece excelentes resultados en el excelso Canto a la primavera de La walkiria. Las frases largas y bien perfiladas son delineadas con musicalidad sin tacha, con refinamiento. Claro que en el momento en el que el entusiasta cierre, antes de la entrada de Sieglinde, requiere de mayor dinamita vocal nos quedamos un poco a verlas venir.

            La falta de musculatura de Vogt, esos problemas de emisión, lo convierten en un cantante imperfecto, un poco cojo, que no llega a colmar muchas de las demandas que plantea la escritura wagneriana. Sin embargo, esa manera de decir, de exponer, de acariciar a veces las notas, de seguir una línea blanda y angélica tiene muchos adeptos y defensores, pese a las deficiencias apuntadas. Tampoco puede extrañar cuando la mayoría de los tenores wagnerianos de hoy dan mucho menos juego. Así que quedémonos con lo que de bueno posee el tenor alemán y no pidamos peras al olmo. Olvidémonos de lo que en Lohengrin hacía décadas atrás un Franz Völker: lo que conseguía en Parsifal un Rosvaenge; lo que proponían en Walther un Tauber o un Anders; lo que apuntaba en Erik un Windgassen; lo que obtenía en Siegmund un Lorenz.

            ¿Debería Klaus Florian limitarse a un repertorio más decididamente lírico, distinto al wagneriano que cultiva fundamentalmente, el propio de partes de un tenor de sus atributos? ¿Mozart, Nicolai, Lortzing, Flotow, cosas italianas de este carácter, aunque no suela cantar en la lengua de Dante? Admitamos en todo caso su desembarco en algunos de esos cometidos wagnerianos a los que en bastantes puntos dota de vida, de musicalidad y de calor. Tiene a su favor -acordémonos de que estamos hablando de cantantes de ópera, que eventualmente, claro, pueden acceder al lied (ignoramos las actividades del tenor en este campo)- un físico envidiable: es alto, bien parecido, posee una hermosa cabellera rubia y tiene buen tipo. En escena es una bomba y se maneja discreta y suficientemente como actor. Probablemente algunas jóvenes y no tan jóvenes seguidoras se sentirán impresionadas por su figura y apostura. Unida la voz, con las características señaladas, a esa dimensión exterior, habrá quien crea que es, en efecto, un enviado del cielo.

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