Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 30-IV-2021. Teatro Monumental. Bajo el epígrafe de «Revoluciones Musicales». Concierto A/19. Misa de Réquiem en re menor, K. 626, de W. A. Mozart (1756-1791). Orquesta Sinfónica y Coro de RTVE. Carmen Solis (soprano), Nancy Fabiola Herrera (mezzosoprano) José Luis Sola (tenor), Riccardo Zanellato (bajo). Lorenzo Ramos, director del Coro de RTVE. Pablo González, director.
En el concierto que nos ocupa no nos ubicamos en nuestro sitio habitual -primera fila del anfiteatro-, sino en el patio de butacas, lugar con una acústica mucho menos favorecida del Teatro Monumental, debido a que había instrumentistas -en concreto, profesores de la sección de metales- en nuestra ubicación de siempre. Por lo que diremos después, queremos insistir en este preámbulo sobre la desmerecida acústica en la platea que, además, ahora se ve muy mermada en la circulación del sonido en el escenario, con multitud de pantallas de metacrilato en la zona de la sección de viento y -sobre todo- entre los solistas. Por todo lo que comentamos, el sonido enseguida vuela hacia el anfiteatro dejando en zona de «sombra» sonora gran parte de la platea.
Desde luego, nos pareció muy adecuado dotar y enriquecer este Réquiem de un vector espacial cenital, de música que llegaba desde las alturas (entendida como desde los cielos) y muy por detrás de la posición del director, Pablo González, lo que le obligaba a girarse para dirigirles en ciertas partes y lograr así ese delicado equilibrio -en el que se deben gestionar los pianos o los pianísimos o de prestar acompañamiento a los solistas- para balancear el resultado, logrando el efecto deseado: escuchar claramente, algo que surge desde ningún sitio, como el comienzo del Tuba mirum, encomendado al trombón. Como apunte general, respecto de las prestaciones del Coro de RTVE, compuesto por 24 integrantes -6 por cuerda-, lo encontramos francamente desequilibrado, en volumen e intención, con un sonido apagado y apocado, sin presencia, en la cuerda de sopranos, lo que deslució claramente la interpretación de toda la obra.
Es sin duda el Réquiem de Mozart una de las obras más famosas de la historia, no sólo porque guarde para sí el misterio que rodeó al último año de la vida de su compositor, y que por esa razón, terminara por quedar inacabado, sino porque ha sido una de las obras más ampliamente abordadas por todo tipo de directores y grabado en múltiples ocasiones. La obra denota su carácter netamente coral incluso si nos fijamos en las partes solistas, en las que no hay claramente solos protagonistas -o son muy cortos-, sino que sirven más bien para inducir las correspondientes atmósferas a ciertos números clave. A cualquier Réquiem de Mozart se le debería pedir que fuera, como mínimo, un vuelco descarnado, intenso, y a la vez emotivo y desgarrado, con fuertes e impactantes contrastes, con tempi más bien lentos en los números que así se plantean, acordes -a nuestro entender- con versiones más historicistas.
Poco de todo esto, que esperamos siempre de esta obra, encontramos en la versión firmada por Pablo González, que podemos denotar -y para resumir- como insustancial, un tanto «hueca» de dramatismo, si bien inició con un Introitus que sí que estuvo muy bien planteado, surgiendo de la nada desde un notable pianísimo orquestal que se fue desarrollando con vigor hasta la entrada del coro. Como hemos comentado, enseguida detectamos un vacío sonoro en la cuerda de sopranos que se mantuvo perenne durante todo el concierto (desgraciadamente, muy acusado en el Rex tremendae). No acertamos a encontrar la razón, dado que siendo seis cantantes, al igual que en el resto de cuerdas, las sopranos algunas veces eran bastante menos audibles que sus compañeras mezzos. En el Kyrie, tenores, mezzos y bajos brillaron adecuadamente en las agilidades, manteniendo un tempi y una dicción muy encomiables y ajustadas al allegro requerido. En el Dies irae, encontramos desmedidos volúmenes de voces «solistas» entre los tenores que, aunque mantuvieron la conjunción, pecaron de forma indeseada en la emisión de distintos colores y timbres.
En el Tuba mirum, encontramos a un discreto Riccardo Zanellato, de voz poco adecuada -su timbre es demasiado baritonal y su volumen no dio para demasiados alardes- para esta lucida parte. A continuación, escuchamos al tenor José Luis Sola, cuya voz creemos que le va como anillo al dedo a esta obra, por el estilo adecuado a Mozart y con meritorias cualidades para el fraseo y la ajustada dicción proyectada que hizo perfectamente inteligibles todos los textos. Lo mismo podemos decir tanto de la soprano Carmen Solis y sus dos intervenciones solistas, al principio y al final de la obra (Introitus y Communio), como de la mezzo Nancy Fabiola Herrera en el Benedictus, aunque en general tuvieron que esforzarse y «sufrir» -cuando debían cantar en cuarteto, sobre todo en el Benedictus- para oírse, debido a los parapetos de metacrilato que servían de separación entre ellos.
Continuando con las partes corales, podemos destacar, como de apropiada interpretación, el Recordare y el Confutatis, que fueron reinado de mezzos y bajos. Asimismo, asistimos a un espléndido Lacrimosa, muy equilibrado, con un tratamiento camerístico tanto en orquesta -la cuerda en estado de gracia- como en masa coral, aplicando adecuadamente los sotto voce escritos y perfilando las dinámicas ascendentes. Desde luego, una versión para enmarcar que bien puede valer por un Réquiem escaso de trascendencia como fue el que nos ocupa. Las partes fugadas del Offertorium fueron claramente expuestas y resolutivas, si bien su expresividad resultó excesivamente ‘mecanizada’. Agnus Dei y, sobre todo, el Communio retoman el carácter inicial de la obra y, por tanto, todo se encauzó de alguna forma para poder acabar y dejar en suspenso esos segundos «mágicos» que hay entre que se apaga el último acorde y el director baja los brazos.
En resumen, un Réquiem que debido a diversos factores como la frialdad / desangelo del público, la mala acústica reinante, la falta de una densidad sonora en la cuerda de sopranos, las mascarillas en los solistas y coro, y las pantallas de metacrilato, etc., dieron como resultado una obra que Pablo González entendió viva en los tempi, pero con carencias en la emotividad necesaria para comunicar el dolor y la calma, o presentar a las claras la riqueza en los contrastes con una prestación orquestal, en general, alejada de la excelencia y con unos solistas que sobre el papel pudieron haber tenido en su mano todos los triunfos para haber logrado una versión excelsa. Es verdad que en el mencionado Lacrimosa, llegamos a entender -que no es poco- y sentir los conceptos de espiritualidad, serenidad y dolor.
Foto: Benjamin Ealovega