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Crítica: Víctor Pablo Pérez debuta al frente de la Real Filharmonía de Galicia con Schumann y Cherubini

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Autor: Beatriz Cancela
20 de noviembre de 2017

BENDITA CAUSALIDAD

   Por Beatriz Cancela |@beacancela
Santiago de Compostela. 16-XI-17. Auditorio de Galicia. Concierto de temporada. Real Filharmonía de Galicia. Dirección: Víctor Pablo Pérez. Obras de Schumann y Cherubini.

   Todo pasa por una razón. Aunque resulta a lo menos curioso el hecho de haber tenido que esperar tanto tiempo para disfrutar de Víctor Pablo Pérez al frente de la Real Filharmonía de Galicia (RFG). Tras más de veinte años como director titular de la Orquesta Sinfónica de Galicia (OSG) (1993-2013), a la que sigue ligado como director honorario, la atestada platea del Auditorio de Galicia esperaba ansiosa el turno del gran maestro burgalés. Una participación más que notable que se está convirtiendo en tónica habitual en esta temporada de la RFG y que esperamos siga manteniéndose como prueba irrefutable del carácter atrayente de la programación.

   Al maestro de referencia lo acompañaba el Coro de la Orquesta Sinfónica de Galicia. Dirigido por Joan Company prácticamente desde sus orígenes, ochenta voces configuran esta sólida agrupación sobre la que subyace un ambicioso proyecto artístico que abraza desde la música a capella, a la producción lírica y sinfónica asociado a la OSG. Suma y sigue: el segundo de los ingredientes cautivadores de la velada. La versatilidad de repertorios que ofrece el tener agregado un coro es algo que también se echa en falta en Santiago o, por lo menos, el poder contar de forma más asidua con este tipo de agrupaciones y las obras que ello propicia.

   El tercero de los elementos residía en la singularidad del programa: un Schumann sinfónico y rupturista y un Cherubini plenamente coral y dramático. Ambas obras encuadradas en la primera mitad del siglo XIX destacan especialmente por ser significativas y originales en su planteamiento y no estar excesivamente presentes en los programas habituales.

   Tres ingredientes que pueden darse casualmente en cualquier concierto de temporada pero que en el caso del director burgalés, formado en Madrid con Enrique García Asensio en lo que infiere a Escuela Celibidachiana y posteriormente en Munich con Acher en fenomenología, adquieren mayor relevancia al saber que son tratados desde el escrupuloso análisis de los componentes constitutivos de la obra en sí misma pero también en su concepción del concierto como un instante vivencial que pretende provocar emociones en el espectador.

   Desde este prisma, la interpretación de la Sinfonía núm. 4 en re menor, op. 120 (1841) de Schumann en su versión de 1851 fue una auténtica exhibición de matices y pinceladas. Con gesto sereno y preciso, exento de redundancias y en total sintonía dirigió una orquesta que se mostró plástica y flexible a la hora de afrontar tensiones y distensiones que no hicieron más que hacer brillar al conjunto. De qué manera hilvanó la sucesión de breves temas que se iban alternando y desarrollando, y en los que enfatizó el elemento tímbrico y colorista de la agrupación en su conjunto. Una orquesta, por cierto, que hizo gala de concordancia y unidad. Las cuerdas especialmente, discurrieron pulcras y nítidas en un ejercicio continuo de agilidades, manteniendo un alto nivel a lo largo de toda la composición. A ello se unen las trompas y los metales en general, que aportaron el brillo e intensidad. Destacaría, asimismo, la aportación del concertino con un tema descendente en el segundo movimiento, Romanze: Ziemlich langsam. Este cuidado y meticulosidad fluyeron a lo largo de toda la ejecución, sin estar reñidos con los cambios que los cinco movimientos ininterrumpidos e interrelacionados nos iban dejando a su paso. Se trata, esta, de una obra racionalmente estructurada y llena de contrastes diferenciados en la que director y orquesta ofrecieron una interpretación celosa y sensible.

   Sin lugar a duda, la demostración del buen hacer por parte de la orquesta de la primera parte, dejaba paso a la participación del coro en el Réquiem núm. 1 en do menor de Cherubini (1816), donde la parte vocal ganaba en protagonismo. Doscientos años después de su estreno, esta obra no deja indiferente. Tras un tenue inicio orquestal se alzó el coro que, de un modo más tímido al comienzo, fue cogiendo cuerpo y unidad hasta brillar en el Kyrie, alcanzando cotas altas a medida que crecía en intensidad. Brilló la sección femenina del coro, especialmente la cuerda de las sopranos, con delicada precisión, quizá debido también al reducido número de tenores con respecto a los demás papeles. Este hecho puede que influyese a la hora de ejecutar las notas graves en el Ofertorio, aunque en el Agnus Dei los bajos suplieron dicha carencia con creces, y junto a los contrabajos discurrieron cuidadosamente afinados. En lo que respecta a la orquesta, realzamos el efecto colorista de fagot y la cuerda grave en el Kyrie, los contrabajos fueron especialmente precisos en el Graduale, al igual que efectivo fue el papel de metales y percusión en el Ofertorio. En general fue un alarde de buen gusto en la interpretación con momentos deliciosos y un final especialmente delicado. Sobre una nota tenida y sin perder solidez, el sonido se fue desvaneciendo hasta alcanzar un aletargado silencio que Víctor Pablo Pérez sostuvo unos segundos. Un silencio que dejó paso al estruendoso aplauso del venerable, que acogió fervorosamente ambas obras.

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