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WILLY DECKER, director de escena: 'La provocación es hoy algo anticuado'

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Autor: Alejandro Martínez
3 de diciembre de 2014

WILLY DECKER, director de escena: “La provocación es hoy algo anticuado”

Por Alejandro Martínez

Willy Decker, nacido en Alemania en 1950, es uno de los directores de escena más reconocidos del panorama internacional. Mañana se estrena en el Teatro Real su celebrada producción de Death in Venice de Benjamin Britten que ya se viera en el Liceo de Barcelona en 2008. Decker se revela como un conversador afable, sereno y reflexivo. Codalario ha compartido una extensa charla con él.

No es esta su primera vez en Madrid, pero sí es la primera vez que dispone de tiempo suficiente para estar en este teatro, ya que antes sólo había estado aquí de hecho un par de días. ¿Cuáles han sido sus sensaciones trabajando aquí este tiempo?

   Verá, conozco muchos teatros, en todo el mundo, y tengo que decir con total sinceridad que me he encontrado con un ambiente de trabajo fantástico en el Teatro Real. La atmosfera aquí es magnífica, hay una gran organización, todo el mundo se dedica con devoción a su trabajo.

¿Qué relación tiene con Joan Matabosch, que dirigía el Liceo cuando esta producción se estrenó allí? ¿Y qué relación tenía con Gerard Mortier, el anterior director artístico del Real?

   Conozco a Joan Matabosch desde hace mucho tiempo. He trabajado muchas veces en Barcelona con él, en más ocasiones que en Madrid. Tenemos no sólo una estrecha relación profesional sino también una gran amistad. Él conoce muy bien mi trabajo. Gerard Mortier ha sido una persona muy importante en mi vida. Cuando yo era todavía muy joven, la primera oportunidad importante para dirigir una producción me la dio precisamente él en Bruselas, en la Monnaie, con Le nozze di Figaro con Sylvain Cambreling a la batuta, creo que allá por 1984. Considero a Gerard como uno de los promotores o impulsores de mi trayectoria como director de escena. Y obviamente, la suya ha sido una de las aportaciones artísticas más importantes al desarrollo de la ópera en las últimas décadas. Le echo mucho de menos.

Mortier no quería programar sin embargo esta producción de Muerte en Venecia. Seguramente no porque le disgustase su trabajo sino por falta de afinidad con la obra de Britten. ¿Cuál es su punto de vista al respecto?

   Así es. Britten nunca le entusiasmó. De hecho, si repasa la programación de los teatros donde él fue director artístico, desde Bruselas a Madrid pasando por Salzburgo y París, nunca programó un título de Britten, si no me equivoco. Obviamente, no era un compositor de su predilección.

No es ese no obstante su caso. Usted ha dirigido prácticamente todas las óperas que Britten compuso. ¿Qué significa su obra para usted?

   Es difícil de explicar. Tan difícil como explicar la relación que tienes con un gran amigo, podríamos decir. Siento que él y yo tenemos los mismos sentimientos, una misma perspectiva sobre algunas cuestiones. Britten fue además un compositor con una teatralidad muy singular. Me siento especialmente cómodo trabajando con sus obras. He puesto en escena seis de sus obras. De todas sus principales óperas sólo me falta The Rape of Lucretia. Me sigo sintiendo especialmente próximo a Britten.

Es una pregunta quizá demasiado general, pero ¿cómo definirá su trabajo?

   No es fácil definirse a uno mismo, por supuesto. Creo no obstante que si algo ha definido mi trabajo durante todos estos años, y si por algo sigo disfrutando con ello, es por la tentación o la ambición de ir cada vez aproximando más y más la esencia de la obra que tengo entre manos. Esto significa aspirar a una mayor sencillez, una mayor limpieza, un trabajo más estricto y preciso, dejando a un lado todo lo accesorio y superficial, todo lo que realmente no hace falta. Cada vez más intento responder a esa pregunta: ¿de qué puedo prescindir para llegar más cerca de la esencia de esta ópera?

Cada vez más se ha instalado un tópico acerca de la personalidad con la que los directores de escena se imponen por encima de la autoridad del compositor y del director musical. ¿Cuál es a su juicio la relación ideal entre todos estos vértices?

   Somos y tenemos que ser verdaderos socios, compañeros de trabajo en un sentido estricto. Cada uno en su rol, en su papel, con un gran respeto por el trabajo de los demás. A decir verdad, en todas mis producciones he intentado aproximar una relación muy estrecha con el resto de personas implicadas. Creo que es ridículo y realmente vano perder el tiempo intentando imponer una personalidad por encima de las demás, como si se tratase de dejar claro que uno es más importante que los demás. Una producción sólo funciona cuando todos trabajamos a un mismo nivel, sin egos y con una relación casi fraternal. En este sentido también le debo decir que intento trabajar únicamente con directores musicales con quienes siento esta afinidad y que comparten este planteamiento. Cualquier otro planteamiento es contraproductivo, destructivo y no da buenos resultados.

¿La provocación tiene algún sentido hoy en día?

   No, en absoluto. Hubo en tiempo en el que probablemente una determinada dosis de provocación fue necesaria, para adentrarnos en una dimensión casi inexplorada del teatro musical. Pero hoy en día eso es agua pasada. Todavía en la actualidad sin embargo es cierto que hay quien piensa con convencimiento que la provocación es un signo de contemporaneidad. Eso es una tontería. Ninguna producción funciona cuando tiene la provocación como aspiración central. Ese es un planteamiento muy pobre, sin ningún interés. Creo que debemos y podemos ir mucho más allá. La provocación es hoy algo anticuado.

Es curioso porque no pocos jóvenes directores de escena, y algunos no tan jóvenes, siguen poniendo el acento en la provocación, a menudo gratuita, como un rasgo definitorio de sus propuestas.

   Sin duda. Verá, yo también soy profesor de dirección de escena. Cuando trato con mis estudiantes trato siempre de encontrar el balance entre dar rienda suelta a su libertad creativa, dar cauce a lo que realmente les nace de dentro, por un lado, y lo que realmente es importante y esencial en cualquier propuesta escénica. Y no es fácil. Porque en el fondo tiene que ver con el momento personal de cada uno. Yo soy ya un director de escena veterano, podríamos decir, y probablemente haya algunas cuestiones caducas para mí, como la provocación, que se me antoja por lo general gratuita y sin interés. Pero es cierto que todavía hoy un joven director de escena siente probablemente esa necesidad de destruir de algún modo la herencia que se le presenta ante los ojos. No es menos cierto, por otro lado, que hay un cierto tipo de provocación, muy esencial, más recóndita y estudiada, que puede todavía hoy tener una cierta justificación. Pero la provocación por la provocación, no funciona ni funcionó nunca, debo decir. En última instancia se trata tan sólo de preguntarse si va a funcionar o no, si tiene sentido o no. Recuerdo una producción de Traviata a cargo de un joven director, no hace mucho, en un pequeño teatro alemán. Su propuesta ponía únicamente en escena a Violetta. Tan sólo ella. Eso es una idea interesante, un buen punto de partida, algo por lo que apostar y en lo que un director de escena puede y debe creer, al margen de que finalmente pueda ser un éxito o no. La cuestión es esa: se trata de hacer justicia a la obra, de profundizar en ella, o simplemente es un recurso para decir “aquí estoy, soy un joven director de escena, mírenme todos”.

Es usted obviamente de una generación anterior a la de Warlikowski o Tcherniakov, algunos de los nombres más descollantes de la dirección de escena en nuestros días. ¿Cómo cree que ha cambiado el mundo de la dirección de escena entre su generación y la siguiente?

   Tengo que admitir una cosa: no voy a la ópera. Realmente no conozco el trabajo de mis colegas. Y esto es así por dos razones fundamentalmente. En primer lugar, porque paso la mayor parte de mi tiempo trabajando con la ópera y el resto del tiempo necesito ver otras cosas, para cambiar de aires. Y en segundo lugar, no me gusta alimentar mi imaginación con demasiadas imágenes, y desde luego no con las referencias del trabajo de otros colegas. Cuando me enfrento a una ópera por vez primera me gusta no haberla visto nunca antes, partir de cero, casi con la mente en blanco.

¿Y cómo ha cambiado el mundo de la ópera como tal, entendido como negocio, digamos?

   La ópera, como cualquier otro aspecto de nuestras vidas, ha devenido mucho más internacional y global. Cuando yo empecé lo habitual era estar vinculado a un único teatro, donde tenías una residencia estable como director artístico. Hoy en día sucede todo lo contrario y la gente más joven por lo general prefiere una mayor movilidad. Lo que sucedía en mis comienzos permitía quizá una mayor experimentación, desde la confianza y seguridad que daba esa estabilidad en un teatro pequeño donde había margen para ir probándose a uno mismo. Pero es inevitable la internacionalización que vivimos hoy en día. Esto ha traído consigo también un trasiego continuo de producciones. Ya no sucede lo que hace apenas unas décadas, cuando cada teatro tenía sus propias producciones y era difícil ver en un extremo de Europa lo que se hacía en el otro. La globalización de este negocio ha traído consigo esa consecuencia también, nos guste o no.

Es de hecho su caso. La mayor parte de sus producciones se reponen una y otra vez en diversos teatros. Algunas, como su Billy Budd, llevan girando dos décadas por todo el mundo. Obviamente, usted no puede estar en todos esos teatros donde se escenifican sus producciones para supervisarlas. ¿Cómo se siente con esto?

   Me siento mal con esto, francamente. Me incomoda, es algo problemático. La ópera da lugar a este fenómeno, que no sucede con el teatro hablado. Y eso da lugar a que una misma producción se vea en otro teatro distinto del que la estrenó, con otros cantantes, que no han trabajado la propuesta con la misma intensidad con que se hizo para su estreno, etc. Lo cierto es que el único trabajo auténtico es el que se produce cuando una producción se estrena por vez primera. Las repeticiones y reposiciones son algo parecido, y soy premeditadamente provocativo al decir esto, como si a un pintor le dijésemos que volviera a pintar un cuadro una y otra vez. Lo puede hacer, pero no será lo mismo. Hay no obstante algunos matices y excepciones a todo esto. Aquí por ejemplo en Madrid, se repone una producción ya estrenada en el Liceo, y además con cantantes diferentes. Pero hemos tenido tiempo suficiente para trabajar casi desde cero con ellos. Y eso ha sido muy productivo porque he intentado buscar nuevos aspectos para la producción con ellos. Quiero decir: no hemos buscado simplemente que los cantantes que tenemos en Madrid calcasen lo que otros hicieron en Barcelona. Eso implica una total apertura por mi parte, pero con la confianza de que es posible así encontrar algo nuevo, en lugar de forzar las costuras para volver a hacer lo que otros hicieron. Esta es una alternativa interesante a la mera reposición que se hace en otras ocasiones.

Creo que su producción para el Anillo de Wagner tan sólo se puso en escena en Dresde y en Madrid, los dos teatros que la coproducían. No se ha vuelto a reponer. ¿Por qué?

   No lo se (risas). Lo cierto es que una producción técnicamente muy compleja, muy exigente, difícil de llevar a cabo, tan sólo en determinados teatros con determinada maquinaria, etc. A veces se dan estas coincidencias: Madrid y Dresde ofrecían unos medios técnicos y concebimos un Anillo de algún modo partiendo de esa certeza, lo que dificultad que esta producción se pueda poner en pie en cualquier otro teatro. Y por otro lado, si no se ha repuesto siquiera en Madrid y Dresde, seguramente sea por otra razón: quizá no es un trabajo tan bueno como para ponerse de nuevo en escena.

¿Usted quedó satisfecho con su trabajo para ese Anillo?

   No. En realidad creo que nadie puede llegar a estar satisfecho con una producción para el Anillo. Es una obra tan compleja, tan extensa… creo que es imposible quedar plenamente satisfecho con cualquier propuesta que se haga para escenificarlo. De hecho, creo que todos las producciones que se han puesto en escena tienen mayor o menor fortuna en alguna de las jornadas, pero todas adolecen asimismo de flaquezas en otras. Es muy difícil satisfacer una por una a las cuatro óperas que componen el ciclo y al mismo tiempo ofrecer algo más, que satisfaga al ciclo en su conjunto. Ese es el caso también de mi trabajo para el Anillo.

Creo que no ha puesto en escena demasiadas obras de Wagner.

   Bueno, quizá no demasiadas pero sí unas cuantas. Tristan, por ejemplo, que es curiosamente una de las pocas obras que he puesto en escena varias veces, con distintas producciones. Tan sólo he hecho lo mismo con Don Giovanni. Tristan, como el Anillo, es una obra inacabable. La pones en escena y siempre te queda la sensación de que falta algo, de que queda algo todavía por explorar. Por eso lo voy a hacer de nuevo en Nueva York, con Rattle, en 2017. Volviendo a su pregunta, he escenificado también El holandés errante, pero no he puesto nunca en escena Tannhäuser, Parsifal y Lohengrin, eso es cierto. Y debo decir también que son obras que tiendo a evitar.

¿Por qué?

   Parsifal es una obra con la que no me identifico. Con Lohengrin pasa algo parecido. Cancelé mi producción prevista en Bayreuth, de hecho. Algunos periodistas me dicen a veces, a este respecto, que soy más famoso por no haber hecho algo en Bayreuth que algunos que aspiran a ser reconocidos por haber hecho algo allí (risas). Bromas aparte, fue una experiencia muy particular. Trabajé muy duro en ello, pero llego un punto en el que reconocí que no creía en la obra que tenía entre manos y que todo aquello no iba a salir bien. No podía seguir adelante sin identificarme con lo que tenía entre manos. Especialmente el tercer acto de Lohengrin es algo que me desasosiega y me desconcierta. Wagner es un compositor con el que me identifico mucho, pero no con toda su producción, es cierto.

Uno de sus trabajos más populares y reconocidos es su producción para La ciudad muerta de Korngold, que también vimos en el Teatro Real. ¿Fue también un trabajo especial para usted?

   Es extraño. Hay obras que me emocionan y conmueven mucho más. Y hay producciones con las que he disfrutado más o con la que he sentido una conexión más intensa. Es cierto que la obra de Korngold es brillante y ofrece unas enormes posibilidad para un director. Tiene un perfume único, reconocible, y es compleja desde muchos puntos de vista, pero no recuerdo haberme conmovido verdaderamente con esa partitura, como sí me ha sucedido con otras. La ciudad muerta es una obra fantástica, hermosa, interesante, por momentos virtuosa, pero… le falta algo más para llegar a ser conmovedora.

Los cantantes, ahora que no nos oye ninguno, son ciertamente una especie singular. ¿Cuán fácil o difícil le resulta el trabajo con ellos?

   No he tenido problemas nunca con los cantantes. Quizá un par de episodios en el pasado, cosas muy puntuales, pero por lo general intento establecer una relación realmente próxima y profunda con ellos. Y es que en realidad, si nos tomamos en serio este trabajo, estamos tratando con cosas muy intimas, con sentimientos muy importantes, y los cantantes son los que en última instancia, digamos, dan la cara por esos sentimientos en escena, con su cuerpo, con su voz, etc. De nuevo se trata de dejar a un lado todas las tentaciones de egocentrismo. Un director de escena se equivoca si piensa que tiene que ser autoritario para imponer a cada cantante lo que debe hacer aquí y ahora. Las cosas funcionan mucho mejor desde una aproximación dialogante y respetuosa. Se trata en última instancia de generar confianza en el cantante para que crea verdaderamente en lo que está haciendo. Adoro a los cantantes, se lo digo con sinceridad. Creo que es admirable lo que hacen. Es algo único: estar en escena, manteniendo una determinada situación emocional, y al mismo tiempo manteniendo la concentración y precisión para controlar su emisión, recordar el texto y atender a las indicaciones del director desde el foso. Sumar todo ello en un trabajo convincente y complejo es algo francamente admirable. Por eso hay que trabajar con ellos desde un gran respeto. Cuando se hace así se alcanza en ocasiones una intensidad e intimidad en el vínculo con ellos que es sin duda una de las mejores cosas que me he podido encontrar en mi trabajo en esta profesión. Muy a menudo durante una producción se llega a formar entre los cantantes y el equipo escénico una suerte de familia. Y en ocasiones es algo genial y esporádico, que desaparece una vez terminan las funciones.

Usted nunca ha trabajado con teatro, al margen de la ópera.

   No, aunque siempre me ha tentado mucho poder hacerlo. De hecho me han llegado abundantes propuestas pero hay un problema de agenda importante, ya que en el caso de la ópera se programa a cuatro o cinco años vista, a diferencia de los teatros que suelen hacerlo año a año, por lo que mi agenda suele estar ya completa cuando llegan estas propuestas. En todo caso, hay que decir algo importante: el teatro hablado es algo completamente distinto de la ópera. No es una garantía necesaria al respecto el hecho de tener una trayectoria más o menos consolidada como director de escena en ópera, como es mi caso. Pero precisamente por eso me interesa, porque lo ve como un reto

¿En qué está trabajando ahora? ¿Qué hay en su agenda para los próximos meses y años?

   Estas semanas que vienen estaré en Nueva York para la reposición de mi Traviata allí. Lo siguiente que viene después es Katia Kabanova de Janacek, un compositor que me interesa mucho, cada vez más. Llegará luego el Tristan con Rattle en Nueva York que le decía. También en 2017, si no recuerdo mal, haré una obra que llevaba mucho tiempo esperando y que verdaderamente me fascina, Madama Butterfly, en Zúrich. Al principio de 2014 hice mi primer Monteverdi con Ulisse y fue una experiencia increíble. Qué música tan fascinante y qué maravillosas posibilidades teatrales. Por eso haré también L´incoronazione di Poppea. Hay dos teatros que me lo han propuesto y tengo que decir todavía con cuál hacerlo.

¿A qué obras todavía no se ha acercado pero le gustaría poder hacerlo no tardando mucho?

   He escenificado ya prácticamente todo el repertorio y no es fácil pensar en esto. Como le decía ahora mismo me apetece mucho continuar con Monteverdi. Pero no hay muchos más deseos que pueda formular, francamente.

No ha trabajado demasiado, creo, con ópera barroca.

   No demasiado, sí, aunque he hecho algunas cosas. Sólo hice un Haendel y me encantó. Me gustaría hacer algo más en este sentido, sí.

Foto: Neumann

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