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Libro: «Al son de la utopía. Los músicos en tiempos de Stalin» de Michel Krielaars. Por Aurelio M. Seco

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Autor: Aurelio M. Seco
14 de septiembre de 2025

Aurelio M. Seco escribe sobre el libro Al son de la utopía. Los músicos en tiempos de Stalin, de Michel Krielaars

«Al son de la utopía» de Michel Krielaars

De miedo

Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
«Al son de la utopía. Los músicos en tiempos de Stalin». Michel Krielaars. Galaxia Gutenberg, 2025.

    Al son de la utopía. Los músicos en tiempos de Stalin se puede explicar como una serie de apasionantes relatos centrados en músicos soviéticos conocidos por la sustantividad de su arte, Idea que alcanza en estos extremos vitales fuerza, claridad y distinción. Un libro de historia en tiempos de Stalin y la Unión Soviética, período oscuro, terrorífico, donde vivir el día a día era una labor heroica. De esta forma, detrás del sonido contundente, siempre presente y aparentemente distante de David Oistrakh, uno de los más relevantes violinistas que han existido, se esconde una profundidad estoica más emotiva que la emana hoy de un sentimentalismo fogoso, vaporoso, sofisticado pueril y, en fin, superficialísimo. Hay, detrás de una nota de Oistrakh, todo un mundo conectado de Ideas inmortales, ofrecidas desde la perspectiva de un gigante inimitable de cualquier tiempo.

   Michel Krielaars nos regala esta serie de narraciones con talento de notable literato, sobre Sviatoslav Richter, Serguei Prokofiev, Vsevolov Zaderatski, Klavdia Shulzhenko, Mseczyslaw Weinberg, Shostakóvich, Aleksanr Mosólov, Mariya Yudina y Rostropovich, entre otros. 

   En todas ellas se palpa el miedo, el terror, la censura y la autocensura, el cuidado constante en el uso de cada palabra, la angustia por la incertidumbre y la espera.... Los músicos en tiempos de Stalin nos suenan a gulaj, a dacha y a represión, a falta de libertad, a historia de ayer y hoy contada con mano maestra. Es fascinante el relato, por ejemplo, de la gran pianista Mariya Yudina, artista mística y mítica. Krielaars pone en duda la famosa historia del Concierto para piano y orquesta nº 23 de Mozart. Todo el mundo, embaucado por el atractivo del mito fantasioso piensa que Stalin solicitó a la radio de Moscú una grabación de la misma, que la versión se tuvo que repetir con premura para poder tenerla y que cuando se le hizo llegar a Stalin, Yudina la acompañó de una carta con mensaje duro hacia el dictador, que habría muerto esa misma noche impresionado. Así lo cuentan las películas pero no Krielaars. Y qué decir de Sviatoslav Richter, cuyo padre fue ejecutado por los servicios de seguridad del Estado de Stalin y que tuvo que esconder su homosexualidad ante el dictador. Uno no sale de su asombro página tras página, al ver a estos héroes artistas temblar como hombres ante la perspectiva política del gran zar bolchevique que murió el mismo día que Prokofiev, para desgracia del compositor, tachado de fascista por su música formalista y poco folclórica. Eran los preceptos del «realismo socialista». La música debía ser eufónica para los oídos de un bolchevique masificado. Es también la «cultura de masas» en ciernes, la apoteosis de «la música democrática» y el mundo de la autocensura. Lina Codina, mujer de Prokofiev, detenida por espionaje al transferir dinero a su madre a España, fue condenada a 20 años de trabajos forzados en Siberia y liberada tras 8 de condena. La música de Zaderatski, prohibida hasta después de su muerte. Leonid Kogan, marido por cierto de la hermana de Emil Guilels, se nos muestra como un informante de la KGB. Y así una historia tras otra para abrirnos los ojos a los del siglo XXI, para quien quiera y pueda ver.

   «Me están matando. Mira cómo me tiemblan las manos. ¿Cómo quieren que dé un concierto en este estado?», explicaba Emil Guilels, según Uri Segal, que afirmaba que la KGB acosaba sin tregua al genial pianista ruso. Krielaars nos cuenta que Leonid Kogan y Emil Guilels «murieron en extrañas circunstancias en la década de 1980. Kogan sufrió un infarto en el tren de Moscú a Yaroslavl a los 58 años, en tanto que Guilels murió tres años después, a los 68, durante una visita al cardiólogo en Moscú». En una calle de París, David Oistrakh le confeso a Rostropóvich: «Admiro tu pureza, tu audacia, todo lo que haces. Pero mañana leerás en Pravda una carta firmada por mí en la que te condeno. Te suplico que encuentres la fuerza necesaria para perdonarme».

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