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Crítica: Alexander Liebreich y la Orquesta de Valencia interpretan la «Tercera sinfonía» de Mahler

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Autor: Alba María Yago Mora
22 de diciembre de 2025

Crítica de Alba María Yago Mora del concierto de la Orquesta de Valencia interpretando la Tercera sinfonía de Mahler, bajo la dirección de Alexander Liebreich 

Alexander Liebreich y la Orquesta de Valencia interpretan la «Tercera sinfonía» de Mahler

De lo telúrico a la reconciliación

Por Alba María Yago Mora
València, 19-XII-2025. Palau de la Música (Sala Iturbi). Orquestra de València. Alexander Liebreich, director. Fleur Barron, mezzosoprano. Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats y Coral Catedralícia de València. Gustav Mahler: Simfonia núm. 3.

   Mahler escribió que una sinfonía era, para él, “construir un mundo” con todos los medios a su alcance. Y pocas obras justifican esa frase con tanta contundencia como la Tercera: un itinerario desmesurado que arranca en lo telúrico y desemboca —si todo funciona— en una forma de reconciliación sonora. En el Palau, la impresión general fue inequívoca: un concierto muy bueno, sólido en lo estructural y, en momentos decisivos, francamente espectacular. Hubo excelencia de plantilla (solistas inspirados, secciones muy concentradas) y una sensación continuidad y sostén, culminada por un final donde la precisión y la belleza se volvieron también visuales, con unos timbales que parecían coreografiar el clímax desde una coordinación casi danzada.

   El primer movimiento, gigantesco y fundacional, es el lugar donde Mahler hace emerger la materia: esa mezcla de marcha, naturaleza y violencia organizada que, en términos narrativos, equivale a “poner el mundo en marcha”. La lectura de Liebreich se sintió segura y bien ensamblada, con una orquesta que respondió con músculo y claridad en la arquitectura general: aquí no basta con el volumen; hace falta hacer inteligible el conflicto entre bloques, y ese conflicto se escuchó. En el corazón de ese engranaje destacó con fuerza un punto de referencia obligado en cualquier Tercera: el gran solo de trombón, uno de los más célebres del repertorio sinfónico. Rubén Toribio lo abordó con autoridad, proyección y un fraseo que ordenaba el relato musical. El único lunar, muy puntual y precisamente por eso audible, llegó en la tuba, expuesta en pasajes donde la escritura mahleriana la deja peligrosamente al descubierto: alguna afinación no terminó de asentarse cuando el instrumento quedaba muy en primer plano. Resultó llamativo precisamente porque se trata de un solista de enorme solvencia, habitualmente impecable, y porque el desajuste fue esporádico dentro de un primer movimiento convincente, pero lo bastante perceptible como para anotarlo sin dramatismos.

   Después del coloso inicial, Mahler cambia de escala: el segundo movimiento funciona como una miniatura con memoria de danza, y las notas del programa –excelentemente elaboradas por José Miguel Sanz– recuerdan una frase preciosa del propio compositor: “la página más despreocupada que he compuesto, despreocupada como solo las flores saben serlo”. Esa despreocupación no es frivolidad: es un arte de la ligereza difícil, porque exige transparencia, respiración y una elegancia que no caiga en lo decorativo. Aquí la orquesta ofreció un clima especialmente bien entendido, y en ese entendimiento brilló de forma natural la flauta de María Dolores Vivó, que tocó con una elegancia muy mahleriana, justo en ese punto donde el solo no busca lucirse, sino sugerir. Fue una de esas intervenciones que no “interrumpen” el discurso, sino que lo afinan, como si el aire mismo se volviera frase.

   El tercer movimiento introduce un scherzo de mundo animal, irónico, cambiante, lleno de oposiciones de timbre y carácter. Y, en medio de ese bullicio, Mahler abre una grieta poética: el célebre solo fuera de escena (originalmente asociado al posthorn), que funciona como distancia, nostalgia y recuerdo. En esta interpretación, ese instante tuvo algo rarísimo en el mejor de los sentidos: uno de los trompetas solistas, Javier Barberá, desde fuera del escenario, logró un sonido de lejanía verdaderamente conmovedor. No fue un “efecto” espacial, sino un cambio de estado: de pronto, el scherzo dejó de ser solo movimiento y se convirtió en perspectiva, como si la música mirara desde lejos lo que acababa de narrar. Fue, sin duda, uno de los momentos más especiales de la noche.

   Con el cuarto movimiento entra la voz y cambia el eje: Mahler se apoya en Nietzsche (Also sprach Zarathustra) para formular una pregunta radicalmente humana —¿qué dice la profunda medianoche?, ¿qué revela el mundo cuando calla el día?—, una interrogación sobre el dolor, el deseo y la aspiración a la eternidad. Este tramo exige contención y una integración delicadísima entre palabra y tejido orquestal, porque el misterio se quiebra en cuanto la música se vuelve demasiado explícita. La orquesta supo crear ese espacio de penumbra necesario, y Fleur Barron firmó una intervención muy lograda, con una emisión oscura y recogida, haciendo que la voz surgiera como una conciencia interior más que como un elemento solista añadido, justo en la línea expresiva que reclama este movimiento.

   El quinto movimiento (con texto de Des Knaben Wunderhorn) introduce el color del coro femenino y el coro infantil: campanas, inocencia, una alegría que Mahler sabe hacer ambigua. El riesgo aquí suele ser doble: o la música se vuelve ingenua de forma plana, o se vuelve pesada y pierde su carácter de resplandor. La Escolania y la Coral aportaron luminosidad y empaste, con un equilibrio que permitió que el episodio funcionara como lo que es: no un final, sino un puente hacia algo más alto.

   El Adagio final es el lugar donde la sinfonía se juega su verdad: después de tanto mundo, tanta ironía y tanto contraste, queda la pregunta de si la música sabe callar y sostener un arco larguísimo sin perder sentido. En las notas al programa se recuerda que el propio Mahler llegó a decir que podría llamar a este movimiento “Lo que Dios me dice, en el sentido de que Dios solo puede ser comprendido como amor”. Y este movimiento es, precisamente, el intento de acercarse a esa idea sin apoyo de palabras, confiándolo todo a la respiración del arco y a la paciencia del sonido. Aquí llegó el gran golpe de la velada. La construcción del clímax fue creciendo con firmeza, sin precipitar la emoción, y el final alcanzó esa rara mezcla de monumentalidad y pureza que no se impone: convoca. En ese desenlace, los timbales de Javier Eguillor y Lluís Osca fueron decisivos: precisión absoluta, potencia controlada y, además, un componente visual inesperadamente hipnótico y coreográfico, que convertía la coordinación en una forma de belleza añadida. Fue de esos finales que no solo se escuchan: se recuerdan con el cuerpo.

   La Tercera de Mahler es una obra que no perdona la dispersión: puede volverse episódica, hipertrofiada, o quedarse en el despliegue de medios. Esta vez, en el Palau, la sensación fue la contraria: un mundo construido con convicción, sostenido por una plantilla inspirada (con solistas particularmente brillantes), una sección de trompas liderada por Santiago Pla de manera firme y un final que rozó lo memorable. Con algún detalle aislado, sí, pero dentro de un recorrido que confirmó algo esencial: cuando Mahler funciona, no es solo música grande; es música que, de algún modo, nos implica por completo.

Foto: Foto Live Music Valencia

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