
Crítica de Alba María Yago Mora del concierto de la Orquesta de Valencia dirigida por Alexander Liebreich, con la Novena sinfonía de Mahler en el programa
Una despedida sin reposo
Por Alba María Yago Mora
Valencia, Palau de la Música. 20-VI-2025. Orquesta de Valancia. Alexander Liebreich, director. Sinfonía núm. 9 en re mayor, Gustav Mahler.
La Novena de Mahler no se conquista: se habita. Es una obra que exige tiempo, madurez y una entrega colectiva que va más allá de la perfección técnica. En este último concierto de temporada en el Palau de la Música, la Orquesta de València, bajo la dirección de Alexander Liebreich, abordó este Everest sinfónico con muchas ideas sobre la mesa, aunque sin lograr siempre la unidad emocional y sonora para sostenerlas.
El primer movimiento, Andante comodo, vasto como un pensamiento que no llega a formularse, comenzó con una tímida promesa: en los primeros compases, los violines dejaron entrever fugazmente una cierta cohesión, una voluntad de respirar juntos. Pero esa sensación no llegó a consolidarse. Las entradas de arpa, trompa y cuerdas —que suelen aportar un juego delicado de planos— no encontraron aquí la transparencia necesaria. Pronto, el discurso empezó a dispersarse: cada sección parecía tener algo valioso que decir, pero lo hacía a destiempo, sin una escucha coral suficiente. La dirección de Liebreich, precisa y sensible, marcaba el camino con claridad, y se percibía la intención de construir un relato sonoro complejo, pero el cuerpo instrumental no siempre respondía con la cohesión deseada.
El segundo movimiento, Im Tempo eines gemächlichen Ländlers, funciona como una parodia amable de las danzas populares. En esta interpretación, ese vals deformado, de alma campesina y espíritu grotesco, se convirtió en una sucesión de gestos a medio camino entre la caricatura y la inercia. Faltó mordacidad y teatralidad, aunque algunas intervenciones de viento —particularmente en el clarinete bajo— ofrecieron pasajes de color y frescura. El tempo era el adecuado, la intención estaba, pero la ejecución no terminó de activar esa sátira juguetona y amarga que Mahler teje con tanta maestría. Aun así, se agradece el intento de preservar el equilibrio entre ligereza rítmica y densidad orquestal, una de las tensiones más difíciles del movimiento.
En el tercer movimiento, Rondo-Burleske, Mahler se vuelve más fiero y desafiante, con una escritura fugal que exige máxima precisión y control del sarcasmo. Aquí, la orquesta afrontó uno de los pasajes más complejos de toda la sinfonía, y aunque se evidenció cierta descoordinación entre secciones —en especial entre el viento madera y las cuerdas—, también hubo momentos de impulso y convicción. La fuga inicial no logró articularse con toda la claridad necesaria, y el contraste lírico del episodio central perdió algo de definición. Sin embargo, algunos ataques certeros y un gesto decidido en la percusión dejaban entrever lo que la esta orquesta puede ofrecer cuando encuentra su centro. La música parecía a veces correr más rápido de lo que podía sostenerse, pero el intento por no dejarla escapar es, en sí mismo, admirable.
El cuarto y último movimiento, Adagio, quizá el más esperado de la noche, fue sin duda el más logrado de la velada. Este final, en el que la música se va apagando lentamente hasta desaparecer, necesita un clima de entendimiento colectivo que no siempre es fácil de alcanzar. Y, sin embargo, aquí la orquesta pareció encontrar algo de ese centro compartido. La tuba de David Llácer firmó una intervención memorable, llena de calidez y elegancia, y la viola solista Pilar Marín aportó momentos de gran lirismo y sobriedad, especialmente en los pasajes más íntimos de la partitura. Las cuerdas supieron mantener una atmósfera contenida, sin caer en el sentimentalismo. La dirección de Liebreich resultó especialmente inspirada, cuidando el fraseo y el pulso con respeto absoluto a los silencios, y aunque no alcanzó la extrema tensión que justifica una pausa tan larga antes de los aplausos, supo crear una atmósfera de cierre, de despedida íntima.
Resulta comprensible cierta fatiga: no se puede obviar que este era el último concierto de la temporada. La Novena es una partitura monumental, de extrema complejidad técnica y emocional, que incluso grandes orquestas con décadas de trayectoria abordan con cautela. No fue una interpretación redonda, pero sí honesta, valiente y cargada de intención. Quizá la maduración de la obra no pudo culminarse, cosa que no desmerece el esfuerzo de la plantilla ni la dirección inteligente de Liebreich, sino que pone de manifiesto cómo Mahler, en su última sinfonía acabada, exige algo más que profesionalidad: pide comunión.
A pesar de todo, la propuesta tuvo momentos de belleza sincera, y no se le puede negar el coraje a la Orquesta de Valencia por cerrar así la temporada: con una obra que mira a la muerte sin miedo y que deja flotando en el aire una pregunta sin respuesta. Y eso, en tiempos de prisa y de ruido, ya es mucho.
Foto: Foto Live Music Valencia.
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