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Crítica: «Alexina B» en el Teatro del Liceu

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Autor: Xavier Borja Bucar
28 de marzo de 2023

Crítica de Alexina B de Raquel García-Tomás en el Teatro del Liceo de Barcelona

«Alexina B» en el Liceu de Barcelona

Soy la sed y el agua

Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona, 22-III-2023. Gran Teatre del Liceo. Raquel García-Tomás: Alexina B. Libreto: Irène Gayraud. Lidia Vinyes-Curtis (Alexina Barbin / Abel Barbin); Alicia Amo (Sara); Elena Copons (El policía / Madame P. / Madre de Alexina / Sor Marie des Anges); Xavier Sabata (Doctor Goujon / El doctor / Doctor H. / El abate / Monseñor / El juez); Mar Esteve (Alexina joven / Léa / Pupila del convento / Alumna del internado), Coro Vivaldi-Pequeños cantores de Cataluña (Pupilas del internado). Dirección coral: Òscar Boada. Orquesta Sinfónica del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Ernest Martínez Izquierdo. Dirección escénica: Marta Pazos. 

   Ya se atenuaban las luces de la sala –casi llena– cuando desde algún piso superior alguien arrojó un enardecido «Visca Carreras!» –«¡Viva Carreras!» en catalán– que sorprendió a propios y extraños y que alguien profundamente desconcertado respondió con un «¿Qué?». Y debe uno confesar que escenas así son un hilarante latigazo de vida en un teatro de ópera, lugar que siempre tiene algo de sarcófago y de espectral (habrá quien me siga sin mala intención). Migajas eléctricas del absurdo que atragantan los gaznates del acomodado sentido común y que estallan en una carcajada, ahogada, eso sí, de inmediato. Por favor, guardemos las formas, que estamos donde estamos. Además, tampoco fue tan absurdo lo absurdo. Aquel intempestivo alarido había vindicado, en el nombre de [Josep] Carreras, el bello pasado inmediatamente antes de que empezara una celebración del porvenir. Profética proximidad del ayer y el mañana que esta nueva, novísima Alexina B. a punto estaba de unir. 

   En los anales del Gran Teatre del Liceu tampoco hemos de remontarnos demasiado para encontrar el estreno absoluto de una ópera: solo hasta 2019, cuando se presentó L’enigma di Lea, de Benet Casablancas. Ahora bien, que eso no nos lleve a engaño. Ni cada día, ni siquiera cada año se estrena una ópera, y menos una escrita por una mujer. A esa regla, el Liceu es más fiel. Hasta ahora, Matilde Salvador había sido, con su Vinatea, la última mujer en estrenar, en 1974, una ópera en el teatro barcelonés. También fue la primera, y han tenido que pasar casi cincuenta años para que Raquel García-Tomás retomara el hilo de esa historia y se convirtiera, además, en la primera compositora catalana en estrenar una ópera en el Liceu.

   Nadie debería negar a estas circunstancias su triste significado sociopolítico. Nadie debería emplearlas tampoco como reclamo para esta Alexina B., pues la ópera de Raquel García-Tomás se justifica por sí misma plenamente, al margen de las circunstancias que la han precedido. Circunstancias que, eso sí, ojalá cobren a partir de ahora el valor de un impulso, de un aliento entusiasta que subvierta de verdad el estado mortecino de las cosas, porque este estreno ha sido, por encima de todo, un jarro de agua fresca.

   Alexina B. cuenta la historia real de Adélaïde Herculine Barbin (1838-1868), una persona que al nacer fue identificada como mujer y, en consecuencia, educada como tal, pero que ya adulta, mediante examen médico, fue redefinida como hombre. Un cambio que le obligó, por un lado, a renunciar a su desempeño profesional como institutriz en un internado –actividad reservada a mujeres– y, por otro lado, a romper la relación sentimental que había iniciado con la hija de la directora del internado y evitar, así, el escándalo. Truncada por completo su vida, Herculine Barbin no encontró otra salida que la de un suicidio prematuro. 

   La historia no es desconocida. Barbin propiamente la recogió en unas memorias –Mes souvenirs– que, más allá de la prematura publicación de algunos extractos, permanecieron en la penumbra de los archivos de la seguridad social francesa hasta que Michel Foucault las descubrió y las reveló en el libro titulado Herculine Barbin dite Alexina B. (1985). Desde entonces, la historia de Barbin ha conocido la celebridad como uno de los primeros testimonios de intersexualidad, una condición que hoy día, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX, la ciencia reconoce y describe, pero que sigue sin encontrar un acomodo en la estructura social. Quizás, en primera instancia, porque la condición intersexual representa precisamente lo opuesto a la comodidad de las definiciones unívocas. Las personas intersex participan genéticamente, en distintos grados y formas, de las dos categorías sexuales –la masculina y la femenina–, pero sin llegar a pertenecer positivamente a ninguna. En consecuencia, reconocer la intersexualidad supone iluminar un espacio de indefinición o, cuanto menos, a la espera de una definición que difícilmente puede encontrarse dentro de un orden binario como el que componen las categorías de lo femenino y lo masculino. Además, aunque toda hibridación suponga desmentir o cuestionar categorías, no es tan sencillo llevar la teoría a la praxis, donde la costumbre se hace fuerte, y menos aún si la estadística no juega a favor. Si la intersexualidad es una condición genética minoritaria, las personas intersexuales quedan relegadas a ser margen de un sistema binario en el que la mayoría, mal que bien, sigue encontrando encaje ontológico, de manera que ese sistema, hoy por hoy, no parece correr un peligro real de ser desmantelado. Queda, sin embargo, ese margen –cada vez más visible, sí– como lugar desde el que pensar un nuevo orden, un nuevo paradigma no excluyente, pero ese pensar en el margen es librar la batalla necesariamente larga, dolorosa, traumática por la significación.

   La ópera de Raquel García-Tomás no menoscaba la complejidad de este conflicto y, además, lo aborda con una capacidad de síntesis prodigiosa que en gran medida se debe al libreto en francés de Irène Gayraud. Un libreto en el que, en primer lugar, se revela decisiva la elección del caso de Herculine Barbin, en cuyo contexto histórico aparecen con claridad todos los aspectos del conflicto. El siglo XIX es el siglo del positivismo, del convencimiento de que la ciencia –industrializada– puede explicarlo todo y asignar, así, a cada cual su función –de ahí la división del trabajo y la consolidación de estructuras burocráticas– y, en última instancia, su identidad, reducida a categoría. Si a todo esto le añadimos que Francia es el centro de ese siglo, lo que nos queda es una realidad sin espacio para la indefinición y que, por tanto, no puede ser más opresiva para alguien como Herculine Barbin, es decir, Alexina. 

«Alexina B» en el Liceu

   En la ópera de García-Tomás, esa realidad queda bien definida desde el inicio. En la primera escena, vemos a una Alexina joven con otras niñas, en el convento donde pasó su infancia. La vemos caracterizada como un ángel, con sus correspondientes alas, porque no cabe, en ese entorno, otra identidad para ella. En el espacio religioso del convento, la indefinición sexual queda forzosamente resuelta en la asexualidad angelical. A continuación, la segunda escena nos presenta el cuerpo muerto ya no de Alexina, sino de Abel sobre un camilla y a continuación aparecen un policía y un médico, el doctor Goujon, para inspeccionar el cadáver. El policía encuentra dos documentos de Abel: una carta que confirma su suicidio y unas memorias que quieren ser –y serán– testimonio de su sufrimiento. El médico, por su parte, explora el cadáver con una curiosidad casi obscena y determina, con petulancia, que se trata de una persona hermafrodita, categoría que se asignaba a las personas intersex en el siglo XIX, cosa que no sorprende. Hermafrodita es el que tiene dos sexos, el que es positivamente dos cosas a la vez y, por tanto, no plantea ningún problema de definición. De ahí la actitud triunfal de este doctor Goujon, la misma que veremos en los otros dos médicos que, en el transcurso de la ópera, exploran el cuerpo vivo de Alexina. Los tres médicos definen positivamente a Alexina/Abel en los mismos términos de hermafroditismo, sin problematizar su identidad. Una identidad que todos reducen a la de una rareza que solo inspira un interés puramente morboso, especialmente en el doctor Goujon en esta segunda escena de la ópera, en la medida en que podrá disponer del cadáver de Abel para estudiarlo. 

   Esta segunda escena es determinante en la medida en que revela los recursos que la ópera empleará en lo sucesivo para representar el clima de opresión en el que vive Alexina/Abel y las instancias y agentes en los que se materializa esa opresión. En primer lugar, aparece por vez primera el color verde, que en esta ocasión lo tiñe todo: verde es el espacio, que remite a la aséptica frialdad de un laboratorio o de una estancia hospitalaria; verde es el uniforme de ferroviario que –así lo entendemos de inmediato– aprisiona a Abel en una identidad masculina; verde es el color del atuendo del policía –agente de la autoridad– y del médico –agente de otra autoridad, la científica–. Verde será, en adelante, el color que identifique a los representantes de todo tipo de autoridad, necesariamente opresiva para Alexina/Abel: así los otros dos médicos que la exploran; Madame P., la directora del internado donde Alexina ejerce de institutriz; el juez que resuelve el cambio de identidad sexual, y, por supuesto, todos los representantes de la Iglesia, junto a la comunidad científica, la otra gran instancia opresora: así Sor Marie des Anges, la abadesa del convento donde Alexina pasa su infancia; el abate confesor en el internado, y el monseñor que facilita a Alexina la exploración médica definitiva, a cargo del Doctor H. 

 El verde que representa a todos estos personajes es siempre el mismo, un verde tenue, frío, pero en la obra también aparecen otros tonos de este mismo color, que de un modo muy sutil aluden a otras manifestaciones, menos explícitas, de la opresión. Así, las niñas del internado, que inicialmente vemos vestidas con camisón blanco, aparecen más tarde con un vestido verde oliváceo, una vez han delatado al abate la estrecha relación entre Alexina y Sara, la hija de la directora del internado. Es el verde de un acto inquisitorial, pero no desprovisto completamente de inocencia, puesto que las niñas evidentemente no ocupan una posición de autoridad. Su acto es un ejemplo de aquello que Hannah Arendt definió como la banalidad del mal, se enmarca en la inercia moral de su entorno y, así, el verde que lo representa es más cálido. Como también lo es el otro verde que aparece en escena, el que identifica a Alexina, pero aquí la significación es más compleja.

   Para Alexina, la identidad femenina, a diferencia de la masculina, no supone una prisión. Desde su nacimiento, ha sido tratada y educada como mujer y esa es la identidad que ha asimilado. Vive y siente como mujer, y de esa identificación da cuenta su precioso vestido aterciopelado, que representa exactamente lo contrario al aspecto ridículo del uniforme de ferroviario de Abel. El vestido preserva, con su elegancia, la respetabilidad de Alexina a ojos de los demás, pero no solo eso. Este vestido, largo hasta el suelo, arraiga a Alexina a la tierra, sugiere una identidad orgánica para el personaje, y así parecen confirmarlo las florecillas que brotan en el bajo. En otras palabras, el vestido desmiente la identificación positivista de Alexina como sujeto contranatural o monstruoso. Con todo, el verde es aquí una ambivalencia: alusión a la naturaleza, pero, al mismo tiempo, recordatorio del conflicto identitario de Alexina y de su destino trágico.

   Este empleo del color verde es solo un detalle de la admirable propuesta escénica dirigida por Marta Pazos, estupendamente secundada por los responsables de la escenografía y del vestuario, pero Alexina B. es una creación eminentemente coral, en la que cada parte interviene en todas. A este tenor, vale insistir todavía en la segunda escena, donde advertimos otro recurso no propiamente escenográfico, pero que contribuye la puesta en escena de la opresión, de la que hemos venido tratando hasta aquí. Así, en esa segunda escena aparecen dos cantantes, la soprano Elena Copons y el contratenor Xavier Sabata, que aquí encarnan respectivamente al policía y al doctor Goujon, pero que, en adelante, asumirán la representación todos los personajes identificables como autoridad opresiva, es decir, todos los personajes de verde frío. Este es un recurso que García-Tomás ya había utilizado antes y de manera muy sugerente en la ópera bufa Je suis narcissiste, pero aquí cobra mucha más intensidad y poder de sugestión. Por un lado, subraya el fatalismo que se cierne sobre Alexina, de un modo que evoca, por cierto, a otra ópera, Les contes d’Hoffmann, cuando un único intérprete encarna a los distintos antagonistas, sucesivas variaciones del mal. Por otro lado, el que todos los personajes de signo opresor estén representados por dos únicos cantantes –una misma voz para todas las mujeres; una misma voz para todos los hombres– sugiere la desindividualización de esos personajes. En otras palabras, los que no toleran la identidad en conflicto de Alexina se revelan paradójicamente vacíos de identidad personal, y eso es algo que la partitura de García-Tomás evidencia especialmente a propósito de los personajes masculinos. La música se vuelve disonante para crear la misma atmósfera de abyección siempre que aparece en escena un doctor o alguno de los religiosos, y no deja de llamar la atención que García-Tomás haya elegido a un contratenor para dar voz a todos estos personajes, aunque sería aventurado sacar conclusiones de esto último. El caso es que la masculinidad siempre es representada con un mismo y bien justificado sesgo. La autoridad decimonónica es manifiestamente masculina y acaso eso explique, en contraste, ciertos matices en la representación de la autoridad femenina en la obra: por ejemplo, a la directora del internado no se la identifica musicalmente siempre de manera desagradable; y también en función de la hegemonía masculina deba entenderse, tal vez, que Elena Copons encarne igualmente a la madre de Alexina, que, como tal, podría ser otra figura de autoridad. Sin embargo, la madre se muestra como un personaje piadoso, y ese significado viene aquí señalado escénicamente una vez más por el atuendo, que no es verde, sino negro, acaso un luto premonitorio.

«Alexina B» en el Liceu

   En contraste con los personajes de signo autoritario, iconográficamente homogeneizados y, en consecuencia, despersonalizados, quedan dos personajes. Uno, por supuesto, es el de Alexina, en cuya representación ya nos hemos detenido. El otro es Sara, la hija de la directora del internado. Alexina y Sara son los únicos personajes inocentes de la historia y no es casual que sean los únicos que no comparten cantante. Lidia Vinyes-Curtis y Alicia Amo los encarnan respectivamente y en exclusiva. Ese detalle confirma la plenitud individual de Alexina y Sara frente a la vacuidad personal de los demás personajes. La otredad de Alexina significa, al mismo tiempo, su singularidad frente a esos otros personajes siniestramente intercambiables. Sara, por su parte, significa para Alexina conocer el amor y el deseo, ambos, además, correspondidos. Sara es, pues, el personaje puramente cálido y a ello bien puede responder su identificación con el color rojo de su vestido.

   Hasta aquí, el planteamiento dramatúrgico de la ópera es admirablemente coherente y admirablemente realizado. Sin embargo, la coherencia se resquebraja, siquiera mínimamente, a propósito de una tercera serie de personajes asignados a una sola cantante. Así, la mezzosoprano Mar Esteve encarna a Alexina joven; a Léa, compañera y amiga de Alexina en la escuela; a una pupila del convento, y a una alumna del internado. Cuatro personajes que no son prescindibles, pero que parece difícil armonizar bajo un mismo signo. En pocas palabras, si las series de personajes interpretadas respectivamente por Xavier Sabata y Elena Copons tenían un pleno sentido dramatúrgico, esta tercera serie, en cambio, parece más bien una solución para abaratar costes de producción, lo cual, vale decir, no supone un problema grave que empañe la ópera. Más bien sorprende como presunta gratuidad en una obra pensada con tantísimo detalle.

   La ópera es un género multidisciplinar, pero solo cobra pleno sentido cuando se articula en función de una dramaturgia. Así lo había entendido Raquel García-Tomás en ocasión de Je suis narcissiste, y ahora, con Alexina B, ha vuelto a demostrar que concibe la ópera como una expresión eminentemente teatral. Así, García-Tomás ha creado una partitura que realmente vehicula la historia que se cuenta sobre las tablas y que, para ello, se sirve sin complejos de la tradición. Eso queda claro en una escritura que privilegia la melodía recordable, que adopta, en términos generales, un estilo abiertamente impresionista y de marcada influencia debussyniana, y que incluso se vuelve propiamente romántica en algunos pasajes. Elementos que bastarían para acusar de conservadurismo al trabajo de García-Tomás, pero esta cuestión merece que nos detengamos –¿todavía más?, se preguntará algún lector desesperado–.

   Urge desvelar un secreto: no existe ningún código penal que sancione la composición en tonalidad de Do mayor, y tampoco se conoce ninguna ley divina que lo prohíba. En consecuencia, también urge desbaratar el lugar común de que toda nueva obra musical debe expresarse en los términos de lo que convenimos en llamar «música contemporánea», pues ese lugar común ha despojado precisamente a la «música contemporánea» de su modernidad y la ha convertido más bien en cliché, en el cliché de la disonancia, de la desjerarquización tonal, etc. Un cliché que, sin embargo, no ha dejado de capitalizar la idea de modernidad, de vanguardismo o sofisticada novedad. Así, una ópera importante y abrumadora como Lessons in Love and Violence (2018), de George Benjamin, alude, a grandes rasgos, al mismo universo sonoro que una obra estrenada en 1922, como es Wozzeck, pero nadie levantará contra Benjamin una acusación de conservadurismo. Una acusación que sería tan injusta como levantarla contra la propuesta de García-Tomás, que evidentemente camina en una dirección contraria a la de Benjamin.

   A este tenor, vale la pena rescatar un fragmento de la entrevista a la compositora incluida en el programa de mano. Cuando le preguntan qué cree que puede aportar el mundo de la ópera, García-Tomás responde: «Ni Marta [Pazos] ni yo somos expertas, y creo que esto puede aportar un frescor y un nuevo punto de vista, porque no tenemos miedo de tomar decisiones, porque no sentimos el peso de la tradición sobre nuestras espaldas». Se trata de la confesión de una libertad creativa que no se fundamenta en trabajar al margen de la tradición, sino en disponer libremente de ella, sin rendirle vasallaje. Es la misma idea que Borges resumió en la metáfora de la escritura desde las orillas, y García-Tomás desde las orillas bebe de la tradición y la reelabora al servicio de la historia que quiere contar, y en esa reelaboración delata inspiración e inteligencia.

   Inspiración en una escritura rica en texturas y que, por tanto, no esconde un minucioso trabajo de orquestación con el que García-Tomás sabe crear una amplia gama de efectos expresivos. Pero también la inspiración de la compositora se traduce en algo menos habitual, como es un tratamiento de las voces que permite el lucimiento de los cantantes sin menoscabo de la expresividad de los personajes. De ello son hermoso ejemplo algunas escenas de intimidad, como el paseo por el bosque en que Alexina le confiesa a Sara su amor y se besan por primera vez, o, sobre todo, la escena en que las dos se acuestan y, finalmente, se aman. Cuesta imaginar una representación musical más veraz, sensual y, al mismo tiempo, más delicada, elegante y conmovedora de esa escena íntima. Ese solo momento justifica el trabajo de García-Tomás.

   Por su parte, la inteligencia del trabajo de la compositora se advierte en el planteamiento musical, que más directamente tiene que ver con el empleo de la tradición. En la partitura de García-Tomás ocurre algo análogo a lo que ocurre en la literatura fantástica del siglo XIX. Esta, mediante una narración realista, había de crear una atmósfera gobernada por la razón para que la aparición de lo sobrenatural tuviera un efecto sorpresivo, desconcertante o siniestro. García-Tomás hace lo propio en términos musicales. Estilísticamente, lo hemos apuntado ya, se asienta en un impresionismo cuya ligereza y característica difuminación tonal se condice con la híbrida identidad de Alexina, pero también con todo lo que supone la relación con Sara, es decir, el descubrimiento espontáneo de la sensualidad, del deseo, e incluso cierta promesa de emancipación. Ese impresionismo se convierte, así, en el contexto musical de la obra, de manera que la irrupción de las escenas de opresiva inquisición es enormemente violenta y desagradable, pues para esas escenas García-Tomás emplea una música completamente distinta, insidiosamente disonante. Eso es, al fin y al cabo, rescatar la disonancia de las garras del cliché y otorgarle una función narrativa.

«Alexina B» en el Liceu

   Otro aspecto revelador de la inteligente relación con la tradición planteada por García-Tomás es el de las puntuales reapropiaciones de algunas obras ajenas, especialmente dos piezas de Liszt: el “Sposalizio”, que la compositora emplea en la escena de Alexina y Sara en el bosque y da cuenta de la proyección de un compromiso, de un proyecto común por parte de las dos; y la “Bénédiction de Dieu dans la solitude”, que García-Tomás incorpora oportunamente en la escena donde Sara lee la carta de despedida que ha recibido de Alexina. Por otra parte, la alusión a Liszt también alude al marco histórico en el que se ambienta la historia, de manera que este, como los demás recursos comentados, demuestran cómo García-Tomás, lejos de incurrir en un conservadurismo, sigue el ejemplo pucciniano y, por cierto, posmoderno avant la lettre, de tomar la tradición como una paleta infinita que ha de servir para crear el mayor efecto teatral, para contar una historia de la mejor manera posible, lo cual implica contar con –y por tanto, buscar– la complicidad del público.

   Ahora bien, dentro de ese gran acierto que es Alexina B, hay una cuestión enormemente controvertida, y es la decisión de amplificar el sonido de todo: cantantes y orquesta. Al parecer, García-Tomás justifica esa decisión por dos razones: por un lado, para compensar la inclusión de efectos de sonido necesariamente amplificados; por otra parte, para recoger hasta los más mínimos detalles de por parte de los cantantes, por ejemplo, en la escena de cama con Alexina y Sara, las respiraciones, los besos y demás. Esta última razón es discutible, pero no carece de interés en su intención de dotar a la escena de la máxima autenticidad. La primera razón, en cambio, parece difícil de sostener. Los efectos de sonido grabado no aparecen constantemente, a lo largo de la obra, de manera que podrían coexistir con el sonido acústico de las voces y de la orquesta, cosa que ocurre, de hecho, en algunas producciones operísticas. 

   Huelga añadir, por otra parte, que amplificar enteramente una ópera supone contravenir la esencia del propio género operístico, si entendemos que la ópera se distingue de otros géneros similares principalmente porque prescinde de amplificación, cosa que, por cierto, justifica, en los cantantes líricos, una técnica vocal pensada, entre otras cosas, para proyectar la voz en espacios más o menos amplios sin necesidad de amplificación. De todos modos, el verdadero problema no está en discutir si Alexina B. es ópera o no. Quizá, además, esa hibridez ontológica sea la metáfora definitiva de aquello que cuenta esta obra de Raquel García-Tomás. Más allá de esto, el verdadero problema de la amplificación es mucho más sencillo, es que neutraliza notablemente las dinámicas de los cantantes y la orquesta, quedando todo en un mismo plano sonoro de achatado relieve, y eso, como es lógico, impide hacer una valoración realmente completa de la actuación de la orquesta y mucho menos de los cantantes, cuya emisión y proyección vocal, sin ir más lejos, no puede uno valorar. Por otra parte, la homogeneización de la amplificación tampoco juega a favor de la propuesta orquestal de García-Tomás. La compositora no emplea a un conjunto sinfónico completo, sino a una orquesta de cámara que prescinde, por ejemplo, de varia percusión. Así, la amplificación, con su neutralización del relieve dinámico, propicia, en algunos pasajes, una caída en cierta monotonía.

   En cualquier caso, con todas las salvedades, uno no puede más que aplaudir el trabajo de todo el elenco vocal, y justo es empezar por la actuación portentosa de Lídia Vinyes-Curtis. Raquel García-Tomás le ha regalado un personaje maravilloso, pero que lleva el peso de toda la obra y, que por tanto, es un todo un desafío vocal e interpretativo que ha puesto al descubierto el enorme talento de la mezzo catalana. Vinyes-Curtis se adueñó por completo del escenario, con una voz bella al servicio de un canto siempre distinguido, de dicción diáfana y acentos incisivos cuando fueron necesarios. Vocal y escénicamente, su interpretación fue una lección de intensidad, a veces latente, otras veces extrovertida. Todo el dolor, la angustia, el miedo, pero también el deseo y la sensualidad de Alexina/Abel encontraron en Vinyes-Curtis una plena y memorable encarnación.

   Al lado de la mezzosoprano catalana, Alicia Amo completó un estupendo debut en el Liceu. La soprano burgalesa, con una bella voz lírica y un cuidado y elegante fraseo, encarnó a una Sara llena de candor y de sensualidad, a lo que también contribuyó una presencia escénica contagiosamente jovial, si bien la soprano también supo cambiar de registro en la dramática escena de la lectura de la carta de Alexina.

   De Elena Copons y Xavier Sabata no pueden escatimarse los elogios. Su labor era la menos agradecida y la llevaron a cabo de manera plenamente convincente, ya en lo vocal como en lo escénico. En la medida en que sus personajes lo permitían, Elena Copons pudo exhibir, además, un pleno acomodo en registros distintos, como el de la madre. Sabata, por su parte, imprimió malignidad a todos sus personajes, variaciones del mismo, y mostró solvencia técnica ante la complejidad musical que le reserva la partitura de García-Tomás. Por su parte, Mar Esteve, quien también debutaba en el Liceu, completó el reparto sin desaprovechar las intervenciones –más testimoniales– de sus personajes y exhibiendo un timbre bruñido y una solidez técnica que ojalá podamos ver en roles más extensos. Por lo demás, cabe resaltar la bien conjuntada intervención del coro infantil (Cor Vivaldi), bajo la dirección de Òscar Boada.

   Finalmente, el éxito de esta Alexina B. no habría sido posible sin la dirección musical de Ernest Martínez-Izquierdo, quien supo extraer de la orquesta del teatro un sonido pulcro, nítido de parte de todas las secciones, y que tradujo fielmente toda la riqueza y hallazgos de la escritura de Raquel García-Tomás, así como hizo lo posible, habida cuenta de las circunstancias, para imprimir relieve dinámico. 

   Toda obra verdaderamente relevante es una puerta abierta al comentario sin fin, y las palabras exhaustivas –y seguramente extenuantes para el lector– que preceden no agotan ni mucho menos esta Alexina B., admirable y controvertida a un tiempo, o como dice en la obra la propia Alexina, «sed y agua». Sed y agua es también el Liceu, al que hay que agradecer la apuesta por la nueva creación operística, pero al que hay también que recriminar la poca confianza en esta apuesta, que se ha materializado en no más de tres funciones, muy pocas, y menos al lado de las once que se ofrecieron del Macbeth de Jaume Plensa. Quizás un silencio elocuente sea, aquí, el único final posible de estas líneas morosas. Mejor la esperanza de ver revivir esta Alexina B.

Fotos: Bofill

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