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Crítica: «Anna Bolena» en el Palau de les Arts «Reina Sofía» de Valencia

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Autor: Antonio Gascó
8 de octubre de 2022

Maurizio Benini dirige la ópera Anna Bolena de Donizetti en el Palacio de las Artes valenciano, con dirección escénica de Jetske Mijnssen

«Anna Bolena» en el Palau de les Arts de Valencia

Bolena reina en la apertura de la temporada de Les Arts

Por Antonio Gascó
Valencia, 4-X-2022. Palau de les Arts «Reina Sofía». Anna Bolena, Donizetti. Alex Esposito, Eleonora Buratto, Silvia Tro Santafé, Ismael Jordi, Jorge Granco, Nadezhda Karyazina, Gerard Farreras. Coro de la Generalitat Valenciana. Oquesta de la Comunidad Valenciana. Mauricio Benini, dirección musicao. Jetske Mijnssen, dirección de escena.


   No fue abundante la parroquia para presenciar la segunda representación de la donizettiana Anna Bolena. Pero lo peor fue que, tras el descanso, más de un tercio de la asistencia «tomó las de Villadiego». Incomprensible en una producción de tanto fuste y tanto nivel canoro, como artístico. Cada vez entiendo menos estas situaciones. Y me duelen más. 

   A fuer de ser sincero, el único inconveniente reseñable, que tampoco es que fuera para tanto, fue el atropellado preludio orquestal. Todo lo demás en lo musical fueron aciertos con un director, señor de las sutilezas, entendiendo el fraseo belcantista, siguiendo a los cantantes con extrema propiedad y permitiendo gozar de las bellas melodías de Donizetti, así como los raptos dramáticos, de los que tan frondosa es la partitura, rica, por otra parte, de sensitivas melodías que significarán, a posteriori, la marca de la casa. De estos aciertos es responsable Mauricio Benini, que se enquimeró muy bien con el acento sustancial de una partitura belcantista en grado sumo.

   La voz de Eleonora Buratto parecía más que idónea para interpretar a la segunda esposa del carnicero de los Tudor. Recordaba, mucho, en el registro central, en la belleza y en las muy abundantes smorzature a Tebaldi, pero sobre la mítica cantante de Pesaro, poseía un agudo estratosférico, emitido sin la menor vacilación. Su emisión era poderosa, al par que exquisita, luciendo siempre una esmerada sensibilidad en el decir, siendo perpetuamente sus frases, de toda índole, un referente de expresión. Momentos estelares pudieron ser el aria del perdón y la exquisitez del dúo de Anna y Seymour, llevado a cuatro muy bien subdividido y, por supuesto, el aria de la locura del postrer acto, pletórica de lirismo, y acompañada por una trompa litúrgica. Ella fue la triunfadora de la noche, sin lugar a dudas, y eso que el resto del elenco le fue a la zaga. 

   Silvia Tro, no pudo estar más convincente en Giovanna Seymour. Voz amplia, consistente y bella, supo concebir una amante regia, de talante candoroso, idealista y complaciente, muy cercana de lo que históricamente fue la comedida manceba y esposa del soberano. La valenciana, cantó con encanto, con exquisitez, con delicadeza. Hizo bien entender como Enrique VIII ya se había prendado de ella cuando estaba casado con Catalina de Aragón. Sin duda fue la contrincante más oportuna para la Buratto, ante la que no desmereció en ningún momento. 

«Anna Bolena» en el Palau de les Arts de Valencia

   Voz generosa, amplia, noble y un cantar autoritario, decidido, dominador, poderoso y solemne, fue el del bajo Alex Esposito. Muy convincente al tiempo como actor. Su personalización de Enrique VIII no pudo ser más caracterizada en la labor actoral y en la canora. Encarnó un monarca en el que pudieron verse desde su autoritarismo, a su mendacidad cínica y también, por el contrario, su sentido galante frente a Silvia Tro.

   Ismael Jordi tiene una gran facilidad en el agudo, pero por contra posee una voz leñosa, que, bien es cierto, se fue diluyendo, a medida que trascurría la obra. Nunca se arredró con sus ascensiones en el registro superlativo del tenor, antes bien, compitió con la soprano en sus muchas intervenciones a dúo en firmeza y timbr,e atacando notas de la segunda línea adicional superior en clave de sol. Tuvo nobleza en su decir y ello se agradeció en sobremanera. 

   El resto del elenco funcionó al mismo gran nivel que los protagonistas, ofreciendo una versión redonda en todos los sentidos que merecería competir videográficamente con el mejor referente comercial de Anna Netrebko y Elina Garanca.

   El coro del maestro Francesc Perales, ya desde su primera intervención, tras levantarse el telón, fue, como siempre, un prodigio de afinación, dicción, elegancia, musicalidad, diversidad, entidad actoral, intensos contrastes interpretativos, demostrando una vez más que es la mejor agrupación de España en su género. De la orquesta cabe decir que no hay tampoco otra que se le iguale en la geografía ibérica. Lo hemos repertorio muchas veces. Se acomodó muy bien a las exigencias de la batuta y supo ser tan belcantista como lo fueron los que ocupaban el escenario.  

  Al margen de lo meramente canoro, cabe ocuparse de todo cuanto significa el referente escénico, que para un historiador siempre es interesante. El componente simbolista de decorados y presencias humanas no pudo ser más imaginativo, ni más perspicaz, añadiendo detalles que obligaron a quien esto escribe a exprimirse no poco el caletre.

  Un recinto único acogió el desarrollo argumental. Una contrastante y poderosa cornisa blanca novecentista, situaba los hechos no en el siglo XVI sino en el final del XIX. Los vestuarios femeninos sí estaban en época, y también los jubones masculinos, no así los pantalones que podían haberse traído de su casa. Se trataba, como el lector comprenderá, de intemporalizar el argumento. La gama de tonos del vestuario, muy bien ambientada, con predominio de negros y aturquesados foscos, actualizaba el ideario de las situaciones. 

  El negro foro del decorado, se desplazaba lateralmente y cuando convenía aparecían hasta siete puertas. Bien pensado. Número cabalístico el siete, donde los haya, desde los días de la creación a Blancanieves y los siete enanitos (valga la guasa). Pues bien, esas siete puertas hacen referencia a un relato que, sin duda, tuvo como precedente la figura del uxoricida Enrique VIII. Ese relato no es otro que el de Barba Azul, que diera a la imprenta Charles Perrault, a fines del siglo XVII. Fue especialmente significativa, la utilización de muñecos como homólogas de los principales protagonistas. Esos títeres. Sin duda, en el concepto directorial aparecen movidos por el capricho dictatorial del segundo de los Tudor, en una manifestación del poder omnímodo de la monarquía más absoluta y prepotente de Europa en el siglo XVI. Es decir, son títeres del tiberio que monta el urdidor de la trama, para deslegitimar a su esposa Anna y justificar su himeneo (pues de eso se trata) con Juana Seymour.

Eleonora Buratto es «Anna Bolena» en el Palau de les Arts de Valencia

   Especialmente interesante fue la presencia de una niña, vestida de blanco (como pormenor de la que posteriormente sería la reina del rostro blanco de ceruse de Venecia) encarnando a Isabel la hija de Anna Bolena y el rey Enrique. Su presencia hacía correr el tiempo de la historia y mostrar nexos, de toda guisa, del regio matrimonio inglés y, en último extremo, la enmarañada situación de la que ella saldrá triunfante, tras la muerte de su hermanastra María. Todo parecía ser alentado, antes y después, por su sanguinario progenitor. Jetske Mijnssen demostró tener talento, sagacidad, imaginación y un espíritu icónico lleno de simbologías. La psicología pareció adueñarse de la acción y del entorno y su valoración merece ser resaltada por cuanto de novedoso, intelectual, potente sensitivo y renovador se reveló en el escenario de Les Arts.

   Tal vez fue gratuito, en exceso, el presentar un ciervo de prolija cornamenta en la regia habitación de la reina, para justificar la pretérita cacería y, al tiempo, guiñar un ojo de cómplice y calificativo (es apreciación personal de este comentarista) respecto de los infieles amores concupiscentes del soberano, ante su desventurada segunda esposa.

Fotos: Palau de les Arts «Reina Sofía» de Valencia

«Anna Bolena» en el Palau de les Arts «Reina Sofía» de Valencia
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