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Crítica: Anna Caterina Antonacci en el Liceo de Cámara XXI del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM)

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Autor: Raúl Chamorro Mena
11 de marzo de 2016

UNA GRAN ARTISTA

Por Raúl Chamorro Mena

9-3 2016 Madrid, Auditorio Nacional, Sala de Cámara. Ciclo Liceo de Cámara. Francis Poulenc: La Dame de Monte-Carlo (FP 180). La Voix Humaine (FP 171). Versión con acompañamiento de piano. Anna Caterina Antonacci, soprano. Donald Sulzen, piano.

   Muy intensos los 45 minutos que duró este evento dedicado a Francis Poulenc y su retrato apoyado en textos de Jean Cocteau, de dos mujeres desesperadas, al límite de la angustia y la desolación. Unas composiciones dedicadas a una actriz-cantante, que no pudieron tener mejor traductora que la gran Anna Caterina Antonacci, una artista con todas las letras, que reúne destacadas virtudes tanto vocales como dramáticas.

   En primer lugar, la vieja dama que asume difícilmente el paso de los años y solitaria, harta y sin perspectivas, termina arruinada en el casino y no ve otra salida que arrojarse a las aguas del Mediterráneo. La breve pieza La Dama de Monte-Carlo, cuyo patetismo fue perfectamente expresado por la Antonacci, intensa, contrastada sin perder nunca un ápice de su elegancia y empaque.

   Francis Poulenc creó la tragedia lírica en un acto La voix humaine (La voz Humana) basándose en la obra homónima de Jean Cocteau, que pretendía realizar un alegato sobre la “comunicación deshumanizada”. Una mujer abandonada habla por teléfono con su ex amante que va a casarse con otra. Esa falta de contacto físico con el interlocutor aumenta su sufrimiento, a la vez que facilita las cosas al hombre que le ha sido infiel.  

   Ciertamente, en esta versión con acompañamiento de piano (y con reducción de parte del texto) se pierde el colorido, las tímbricas y la enorme sensualidad de la orquestación de Poulenc, aunque todo ello se vió perfectamente compensado por la magnífica interpretación de la soprano ferraresa. La creadora del papel fue la recientemente fallecida Denise Duval, soprano-fetiche del músico parisino, que basaba su arte en el sentido del decir, su inmenso dramatismo combinado con la suprema elegancia, eso sí, con unos medios vocales modestos. La Antonacci, por su parte, posee una voz ancha, carnosa, redonda en el centro, con un esmalte atractivísimo y una excelente proyección al agudo, franja en la que ya se atisba cierto declive en alguna nota extrema algo dura. Con un sillón, una mesilla y un teléfono como elementos escénicos más que suficientes, la soprano italiana tradujo todos los estados de ánimo de la protagonista, que vienen perfectamente subrayados mediante las precisas y abundantes indicaciones del compositor. La angustia, la desolación, los leves momentos de esperanza, ternura y resignación, los muchos de agitación, de ironía, y ante todo, el inmenso dolor y desesperación fueron expresados mediante un sinfín de matices, una impecable pronunciación del francés y esa expresividad intensa, pero siempre plena de fascino, de distinción, que caracterizan a la Antonacci, que jamás cae en ningún exceso, ni carga las tintas.

   Donald Sulzen resultó un fiel acompañante, a la par que refinado, siempre en total e incondicional servicio de la artista. Gran éxito.

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