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Crítica: 'Ariodante' del Teatro Campoamor de Oviedo

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Autor: Aurelio M. Seco
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 La Voz de Asturias (16/12/09)

ARIODANTE ALUCINANTE

Ariodante, de Haendel, se presentó como cuarto título de la 62ª Temporada de Ópera del Campoamor, con  un montaje bastante espectacular, ideado en su día por David Alden para la English National Opera, una Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias ligeramente retocada y adaptada al repertorio barroco y un elenco de notable interés lírico. La producción resultó ser el mayor éxito de la actual temporada; primero, por la deliciosa dirección de Andrea Marcon y la sorprendente interpretación de la OSPA, que obtuvo una feliz participación. El conjunto pareció sentirse como pez en el agua, en parte gracias a la sabia dirección de Marcon, pero también por el gran trabajo desarrollado por los propios músicos. Al lado de la versión musical, e incluso un peldaño más arriba, estuvo la inolvidable participación de la mezzo Alice Coote, que interpretando el papel de Ariodante ofreció uno de los fragmentos líricos más bellos de la historia reciente del Campoamor. Su Scherza infida fue inolvidable y monumental, de hecho, uno de esos momentos de valor histórico para la Temporada, que a uno le hubiera gustado poder guardar para su propio deleite personal. Es posible que a su voz le falte la tersura y morbidez necesaria para hacer del fragmento un manjar de dioses, pero en absoluto un instinto artístico y dramático de primera categoría. Fue difícil de entender cómo el público, realmente extasiado por su interpretación, no pidió bisar una pieza de belleza realmente sublime, puesta en pie por una artista de dotes dramáticas extraordinarias, que si no puede jactarse de tener la voz más bella del mundo, sí de generar una empatía artística envidiable, capaz de estremecer, de verdad, al oyente. Es poco lo que podamos decir del momento, de lo emotivo que resultó. La interpretación del aria fue el punto hacia el que se dirigió y del que se alejó una obra que nadie en su sano juicio debería perderse. Fue una pena que, tras la pieza, Andrea Marcon se diese tanta prisa en proseguir, como si incluso él mismo, quizás demasiado acostumbrado a la obra y su calidad, y metido en el ritmo de la interpretación, no acabase de darse cuenta del privilegio. En un más que honroso segundo lugar hay que poner los otros dos aspectos de la producción: la dirección de escena y el resto del reparto que, sin llegar a la altura artística de Coote, estuvieron realmente bien.

David Alden realizó una construcción de la obra sorprendente, una especie de fantasía ecléctica gótico-macabro-vampírica, o algo parecido, refundida con ciertos toques escénicos de Los otros o del Drácula de Francis Ford Coppola.  Incluso se pudo ver algún destiltraje al estilo Dune. Además de resultar muy atractiva estéticamente, el director pareció alucinar literalmente con la versión. Introdujo en la obra todo lo que su incontenible fantasía reunió para la ocasión, puesta en escena con una atmósfera macabra, bastante inquietante y oscura, llevada de la mano de alguna que otra obscenidad que no parecía venir demasiado a cuento, algún desnudo que otro empapado en agua al estilo de La Fura, y un baile de cortesanos a medio camino entre El Baile de de los vampiros, Thriller y La "manzana" mecánica. Tantas cosas sucedieron en escena que no pudo remediarse la sensación de que existía una cierta inconsistencia de fondo, pero muy bien enmarcada por un contexto escenográfico colorista y espectacular. La gestualidad de bailarines y cantantes, de una artificialidad inquietante, como sacada de una película japonesa de fantasmas, siguió la misma idea. La versión parecía estar pensada para dilatar la pupila constantemente, como queriendo satisfacer los anhelos estéticos de aquella parte de los asistentes que no se conformaría sólo con degustar la música de Haendel. Tanta estética lúgubre  por fuerza tenía que influir en la propia percepción de la obra, hasta el punto de que en arias como Voli colla sua tromba  Joan Martín-Rollo parecía estar tocando temas de lo más sórdidos cuando en realidad se trataba de un fragmento en el que el Rey expresaba su regocijo por la inminente boda. Esto restó elegancia y galantería a la historia. Pero sopesados los contras, hay que decir que la producción tuvo a su favor una estética enormemente atractiva, original y entretenida, que es con lo que hay que quedarse.

Joan Martin-Royo encarnó a El rey de Escocia con indudable talento. En realidad fue un padre que, por edad, casi parecía el hijo, pero como estamos hablando de vampiros, la edad no importaba demasiado. El barítono venía de encandilar con su Masetto del Don Giovanni, y aquí volvió a hacerlo bien, porque sabe como cantar con notable gusto, incluso cuando le falta algo de profundidad para perfilar el papel en el registro grave. En escena estuvo soberbio.  Verónica Cangemi resultó ser una Ginevra de quilates, a la que únicamente le faltó un registro agudo más refinado, menos arisco. Fue de lo poco que se que se echó de menos de su gran participación, porque su recreación dramática fue admirable y uno de los alicientes de la noche. Marina Rodríguez-Cusí es una mezzo de calidad contrastada en el Campoamor, aunque las dificultades líricas del papel de Polinesso pasaron factura a su rendimiento, que no estuvo del todo mal, pero que dejó bastante que desear. Paul Nilon fue bastante aplaudido en su diligente interpretación de Lurcanio, que desarrolló con seguridad de gran cantante, pero sin pasar de ahí. Javier Galán fue un correcto Odoardo, y Sarah Tynan una tierna y eficaz Dalinda. El Coro de la Ópera de Oviedo tuvo una pequeña pero acertada participación. Andrea Marcon dirigió la obra con auténtica mano maestra, aunque en el primer acto, la  rapidez con que llevó algunos fragmentos como Apri le luci e mira o Prendi da questa mano parecían hacerles perder parte de su encanto. Pero fue una sensación puntual y residual de un contexto musical que tardará en olvidarse. Marcon se trajo su propio concertino y tiorbista para guiar a la OSPA hacia una interpretación de gran nivel instrumental.

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