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Crítica: Trilogía de Tonadillas de Blas de Laserna en la Fundación Juan March

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Autor: Arturo Reverter
10 de enero de 2016

AFORTUNADA PUESTA AL DÍA

Por Arturo Reverter
Madrid. Fundación Juan March. 8/1/16. Teatro Musical de Cámara. Trilogía de Tonadillas de Blas de Laserna: La España antiguaEl sochantre y su hijaLa España moderna. Ruth Iniesta, Juan Manuel Padrón y Manuel Mas Dirección musical, Aarón Zapico. Dirección de escena: Pablo Viar. Escenógrafo: Ricardo Sánchez Cuerda. Forma Antiqva. 

    Gracias a la labor que en los años veinte y treinta del pasado siglo llevaron a cabo estudiosos como el compositor Julio Gómez y el musicólogo José Subirá y a la atención que en estos días prestan a la materia investigadoras como Elisabeth Leguin o María Cáceres-Piñuel, la llamada tonadilla escénica no ha sido olvidada y, en los tiempos más recientes, después de largos periodos de ausencia, parece que vuelve a interesar; como género representativo de la música popular, de la denuncia social, de la ligereza vocal y de la espumosidad expresiva conectadas con las tendencias estéticas vigentes a lo largo del siglo XVIII y con las apetencias del oyente espectador de la época. Y, en ciertos casos, como reacción a la dominación exterior.

   Conocida es la relación y aún el parentesco que esta breve y cada vez más autónoma forma músico-escénica, mantuvo en sus modestos orígenes con la zarzuela, que no llegaría ser un género perfectamente conformado, moderno, hasta mediados del XIX y que heredaría formulaciones, técnicas, desarrollos y tratamientos musicales y argumentales de esas piezas sandungueras y populares, tan importantes durante más de setenta años y clave para la configuración de la denominada escuela española de canto, que, como se sabe, tuvo su máximo impulsor y creador en Manuel García, que se nutrió en un principio, como cantante y actor de tonadillas y géneros vecinos, de la veta tradicional española, que supo más tarde, luego de sus experiencias parisinas y su preocupación por estudiar directamente en Nápoles los fundamentos del belcantismo, sintetizar en una poderosa escuela los conocimientos aprendidos y aprehendidos.

   La tonadilla había evolucionado desde la canción suelta, a solo, con acompañamiento de guitarra, a la pieza representada, en la que intervenían habitualmente uno o dos cantantes, en este caso generalmente hombre y mujer. La temática era muy española, con aires de signo popular. Sucedió que, paulatinamente, estas piezas fueron abriéndose a las influencias italianas, que llegaban a la península de la mano de los cantantes, directores y compositores transalpinos. La estructura de los números, la línea melódica y a veces los asuntos estaban con frecuencia impregnados de esas influencias. Luis de Misón, Pablo Esteve y Blas de Laserna crearon multitud de obras de este tipo.

   El citado Subirá la definía así la tonadilla: “Producción literario-musical que comenzó a fructificar hacia 1750 y durante medio siglo floreció esplendorosamente para caer pronto en el olvido profundo. Las tonadillas se caracterizaban por ocupar buena parte de la totalidad de los intermedios teatrales en las representaciones de comedias y por tener vida propia e independiente, a la vez que una extensión relativamente considerable, debido a la diversidad de piezas musicales que integraban cada obra. En sus albores apenas es otra cosa que un número de poca longitud, que aparecía intercalado en el sainete o servía de conclusión; se cantaba acompañado a la guitarra y carecía de acción. Bien pronto dilata la tonadilla escénica su amplitud y durante los postreros años puede ser considerada una breve ópera cómica en un acto, con acción teatral y desarrollo casi siempre libre de complejidades. Seguidillas finales, con amplio desarrollo en la parte central, en forma de polaca o desarrollo libre.”

   Un buen ejemplo de este tipo de obras, ya de estructura algo compleja, es El majo y la italiana fingida de Laserna de 1778. En ella se advierten esas influencias foráneas comentadas. No olvidemos que para esas fechas ya hacía mucho que habían desembarcado en nuestro territorio los italianos. La primera compañía que visita oficialmente la corte lo hace en 1703. El marqués de Scotti adquiere una relevancia enorme en la política programadora y selectora de obras e intérpretes. Se habían abierto ya los teatros del Buen Retiro y de Los Caños del Peral (1708).

   Es evidente que el género hispano, por muy influido que estuviera por lo italiano, necesitaba de unas condiciones interpretativas muy especiales y muy españolas. Los servidores de estas piezas eran más actores -que tenían que hablar y mucho- que cantantes, pero, ante la necesidad que se les planteaba, cantaban, en principio como dios les daba a entender y más tarde con técnicas aprendidas a su modo de los maestros italianos. Nace así la importante figura del actor de cantado, de estilo muy español; artistas cómicos, excelentes actores de verso, expresivos y desgarrados, que poseían al tiempo facultades vocales sobresalientes, bien que su técnica no fuera en ocasiones mucho más allá de poder servir con cierto decoro y dignidad los solos cantados, las coplas o canciones con las que se construían musicalmente las tonadillas o las posteriores y evolucionadas zarzuelas. Tengamos en cuenta, cara al futuro del género, que personajes que frecuentemente se interpretan por cantantes, no actores, tienen un origen que se remonta precisamente a esa tradición tan española. Ahí está el ejemplo impar de Don Hilarión, el rijoso boticario de La verbena de la Paloma de Bretón, una zarzuela chica de finales del XIX. Ha de ser justamente eso: un actor que canta; aunque lo haga con voz insuficiente o ajada; aunque desafine un poco. Es un característico; como tantos tenores cómicos de zarzuela. Actores que siguieron, a veces a su pesar, los procedimientos de estilización de los enemigos italianos y que acabarían triunfando también, con los años, en la ópera. Naturalmente fue muy importante la venida a Madrid de algunos de los divos de la época, los castrati en primer lugar, como Caffarelli y, sobre todo, Farinelli.

   Artistas como La Caramba, Briñoles o Garrido arrasaban ante los públicos, que los seguía calurosamente. Debían de poseer, en efecto, una muy ajustada técnica de canto, más o menos ruda, pero eficaz. Tomas Bretón opinaba en su conferencia Orientación de nuestro arte lírico, pronunciada muchos años más tarde en el Ateneo madrileño, que el hecho de que las tonadillas, tan españolas, “en punto a dificultad vocal cedan muy poco a algunas de las afamadas óperas italianas del tiempo, revela que la enseñanza debía de estar muy cultivada.” Y decía luego el compositor: “No conozco hoy ningún cantor español capaz de cantar bien lo que cantaban los mejores tonadilleros de aquella época.” Nuestros cantantes, en definitiva, como se ha apuntado, se unieron a los extranjeros en el río único de la pureza del canto y en la búsqueda del mayor brillo y claridad de emisión.

   Y a que esa pureza canora se acrecentara contribuyó no poco Blas de Laserna, quien en 1776 obtuvo el cargo de “músico” en la compañía de Eusebio Rivera, sucediendo en el puesto a Antonio Guerrero y, que por un salario de nueve reales diarios, tenía que ocuparse de enseñar a los cantantes, ensayar las obras y dirigir en las representaciones. No cabe duda de que esa labor le obligaría a estudiar y a penetrar en mayor medida en los misterios de la voz y a comunicar sus conocimientos a esos tonadilleros ayunos de técnica a la hora de enfrentarse a líneas vocales nada fáciles, en muchos de los casos tomadas, como se ha apuntado, de la práctica italiana. Algo que queda meridianamente  expuesto en las tres tonadillas de este autor que hemos tenido ocasión de ver y escuchar en la Fundación March de Madrid a lo largo de un espectáculo coproducido con el Teatro de la Zarzuela, en ese loable tacto de codos ya iniciado la temporada pasada.

   Se han elegido para la ocasión y con buen acierto tres tonadillas muy significativas. Por un lado el díptico La España antigua, de 1784; por otro, La España moderna, de 1785, dos caras de la misma moneda, podría decirse. Alegóricas y críticas de una realidad circundante. Un canto a las virtudes y bondades del pasado frente a los vicios del presente en aquella composición; una loa a lo actual en ésta. Hay diferencias en cuanto a la música, más seca y decidida en la última; aunque en ambos casos se parte de parecidas premisas creativas y se culmina con las típicas seguidillas manchegas, que tienen un doble signo en La España antigua: lo folklórico en primer lugar, lo galante en segundo término. Siempre de la mano de una escritura firme, estilizada y grácil, que los números anteriores ha desplegado hermosas cantilenas y trazado ágiles volutas belcantistas.

   En La España moderna, de líneas más secas y cortantes, el compositor, apunta Le Guin, parece querer plasmar una suerte de parodia de lo galante. Aunque, no podía faltar, el cierre se organiza de nuevo sobre el compás ternario de la seguidilla. A la postre, todo se remata con unas seguidillas pastoriles, a semejanza de lo sucedido en la tonadilla precedente. Laserna fue poroso aquí al estilo más cosmopolita del momento, con pasajes virtuosos, llenos de ligereza, con divertidos contrastes. Al final, lo que queda, tras escuchar las dos obritas, es la sensación de que la discusión entre antigüedad y modernidad se resuelve a través del mestizaje.

   Muy diferente es la tercera seguidilla, El sochantre y su hija, de 1779, que en estas representaciones de la Fundación March se sitúa en medio, lo que quizá reste fuerza a la contraposición antigüedad-modernidad. Es una obra bien distinta que requiere la presencia de tres cantantes y que discurre sobre un tejido instrumental y vocal constituido por breves episodios. Demuestra el dominio de Laserna sobre los estilos cómicos en boga. Una crítica abierta a la institución matrimonial, con guiños metateatrales y un furor bufo casi destructivo. Los diálogos, las construcciones formales, los pequeños cánones, el entramado vocal-instrumental están delineados con sapiencia, soltura y desparpajo. Las seguidillas que coronan la tonadilla sí tienen que ver con el asunto debatido.

   La estrella de la función fue, sin duda ninguna, la soprano lírico-ligera Ruth Iniesta, dueña de una voz muy clara, de centro frágil y agradable y de agudo sonoro, restallante, luminoso. No sabemos qué semejanzas tendría con su antecesora de siglos, la célebre en su época Joaquina Arteaga, creadora de las tonadillas a solo, dueña, según se cuenta, de una voz flexible y extensa y de un arte de canto singular, superior a la media de las tonadilleras del momento. Las diversas florituras, las agilidades, la línea gentil, sinuosa, spianato o concitato, no tuvieron problemas para Iniesta, que incorporó asimismo a la traviesa y pícara hija del sochantre. Éste personaje fue cantado y sobreactuado por Manuel Mas, un barítono de tinte oscuro y opaco, tonante y vigoroso, aunque no siempre afinado y cuadrado. Algo que figura también el debe del tenor Juan Manuel Padrón, en la parte del barbero pretendiente. Timbre pálido y emisión dudosa, en una interpretación a la que no le faltó el oportuno gracejo.

   En esta producción todo se desarrolla en un salón decimonónico, de paredes enteladas, dentro del que se suceden los acontecimientos, bien movidos por el regista Pablo Viar, que perfila una triple acción continua iniciada en la época de composición y cerrada en la actual. Un único espacio escénico creado por Ricardo Sánchez Cuerda, con bien manejada iluminación (de Viar y Fer Lázaro), con bellos y alusivos figurines de Gabriela Salaverri y con la presencia dominante, y un algo facilona, al fondo del escenario, de un perfil de la parte superior del mapa de España, que se recorta y se adorna de luces en ciertos estratégicos instantes.

   Todo funcionó bastante engrasado, esa es la verdad. También, claro, gracias a la labor musical de primer orden de Aarón Zapico, autor de la revisión de las partituras y conductor desde el clave del espectáculo. Las distintas formulaciones vocales e instrumentales fueron perfectamente ahormadas por su mano, que supo distinguir e imprimir con su personal sello los distintos metros que animan las obras. Ese dominio de la agógica, ese control del discurso alla breve, ese saber respirar con las voces sin dejar que el latido continuo de la música cese es unos de sus patrimonios. Como lo es aquí la idea de entreverar algunos momentos de las tres tonadillas de músicas instrumentales de otros autores, entre ellas tres piezas del hoy muy reconocido violinista y compositor del XVIII Vicente Basset, y un Adagio primoroso, de maravilloso lirismo e intenso colorido, del alemán Karl Friedrich Abel, no recogido en el programa.

   Todo lo dicho redundó en beneficio del resultado final, al que, naturalmente, contribuyó la elección de un excelente plantel de músicos, constitutivos del eventual conjunto barroco Forma Antiqua, de sonoridades frescas y agrestes. Merecen que citemos, en esta ya larguísima crónica, sus nombres: Guillermo Peñalver y Antonio Campillo, traversos; Ricardo Rodríguez y Jairo Gimeno, trompas; Daniel Pinteño y Pablo Prieto, violines; Guillermo Martínez, violonchelo, y Pablo Zapico, guitarra barroca. Una última cosa: programa de mano modélico, con mucha información e importantes artículos de la mencionada Elisabeth Le Guin y María Cáceres-Piñuel. Y con los textos cantados.

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