Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera Carmen, en el Teatro Real de Madrid, bajo la dirección musical de Eun Sun Kim y escénica de Damiano Michieletto
Sopor
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 10-XII-2025, Teatro Real. Carmen (Georges Bizet). Aigul Akhmetshina (Carmen), Charles Castronovo (Don José), Adriana González (Micaëla), Lucas Meachem (Escamillo), David Lagares (Zúñiga), Toni Marsol (Morales), Marie-Claude Chappuis (Mercedes), Natalia Labourdette (Frasquita), Mikeldi Atxalandabaso (El remendado), Lluís Calvet (El Dancairo). Orquesta y Coro titulares del Teatro Real. Dirección musical: Eun Sun Kim. Dirección de escena: Damiano Michieletto
Como es habitual en los últimos años, el Teatro Real presenta en fechas navideñas obras de gran repertorio, especialmente queridas por el público, con el objetivo -legítimo- de hacer caja. El problema es que estas obras maestras indiscutibles exigen altas prestaciones interpretativas en todos los aspectos. La edad de hojalata del canto no es la más propicia para estas creaciones, que demandan cantantes excepcionales. Los pocos que existen actualmente no están, normalmente, al alcance del Teatro Real, las batutas tampoco y a ello hay que sumar dos elementos. La poco disimulada aversión por parte de la dirección del coliseo de la Plaza de Oriente por ofrecer de la mejor forma posible estos títulos señeros, pues piensa que “se venden solos”. Otro problema se centra en que estas óperas, tan interpretadas, son territorio fértil para las diversas ocurrencias, cuando no delirios, de los directores de escena, verdaderos dueños y señores del cotarro operístico actual.
Si se habla de óperas más populares y representadas, que llegan a simbolizar el género operístico y que contienen motivos y melodías que hasta conocen o les “suenan” a personas que nunca pisarán un teatro de ópera, la Carmen de Bizet es paradigmática. Una obra maestra importantísima en la historia del teatro lírico. La última vez que se había escuchado la obra de Bizet en la sala del coliseo de la Plaza de Oriente fue el pasado año con René Jacobs oficiando en forma semiescenificada la pretendída versión “original” de la ópera.
En esta ocasión no se encontraban, prácticamente los diálogos hablados, ni los recitativos musicados por Ernst Giraud, sin que se pudiera evitar en diversos momentos la sensación de una consecución de números musicales a modo de selección de pasajes escogidos.
Desde luego, el resultado artístico de esta Carmen fue en opinión de quien firma, muy pobre, aburridísimo, definitivamente tedioso.
En buena medida contribuyó a ello la plúmbea, más que anodina, mortecina y letárgíca, dirección musical de Eun Sun Kim, que planteó un discurso musical gris en lo sonoro, con una orquesta desempastada, descolorida y con una cuerda raquítica, además de plano, sin asomo de aristas y contrastes. Hablar de fantasía sería una quimera, pues es difícil imaginar una dirección musical más caída, destensionada y nulamente teatral que la escuchada. El coro tampoco se lució especialmente en una de las obras en que le corresponde una participación más emblemática. Salió airoso, pero poco más.
Poco ilusionante el resultado canoro ofrecido por un reparto digno en el apartado femenino e insalvable en el masculino. La mejor del elenco fue Aigul Akhmetshina, que compuso una Carmen comprometida en escena, desenvuelta y que demostró sus buenas dotes de actriz. Si bien, ayuna de carisma y una mayor sensualidad, fue perjudicada por la puesta en escena que, como sucede tantas veces y es un error clamoroso, caracteriza a Carmen como una especie de prostituta. Es un lamentable desconocimiento. Se trata de una mujer libre, independiente, que obra libremente y simboliza la femme fatale o “mujer diabólica” en concepto decimonónico, que se opone a la dulce, devota y sumisa en el ideal burgués, que encarna Micaëla. En lo vocal, la Akhmetshina exhibió su voz suntuosa en el centro y primer agudo, pero con unos extremos que no terminan de resultar asentados ni resueltos, pues el grave es trabajoso y algo desguarnecido y al agudo extremo le falta “giro”, punta y expansión. Su canto es de escuela, aunque queda camino por recorrer en cuanto a aquilatamiento del fraseo y acentos. Es muy joven y seguro que irá perfilando y rematando su Carmen. Buen material también el de Adriana González, soprano lírica de centro corposo y bello timbre, sin problemas para ir al agudo, aunque en las notas más extremas el sonido se abre un tanto. Canto cuidado y musical el de la soprano guatemalteca, con algunos filados interesantes, pero el fraseo no terminó de levantar el vuelo, ni por variedad ni por especial clase, y prueba de ello fue que su gran aria “Je dis que rien me n’epouvante” no terminó de cautivar. Muy sosota en escena la González, pero obligada a defender una Micaëla con gafitas de Pitagorín, crucifijo en pecho y vestida por su enemigo, que parece una gazmoña trastornada y obsesionada por Don José.
Sonido que surge del “cogote” el del tenor Charles Castronovo, que lució una emisión errática y desigual en la que da la sensación de que cada sonido está colocado en un sitio. Agudos esforzados y duros, canto vulgar, fraseo deslavazado y sólo un arrojo genérico para un Don José totalmente olvidable por parte del tenor neoyorquino.
Rivalizó con él en cuanto a emisión engoladísima, canto rudo y agudos lanzados a la buena de Dios -se debió ahorrar el alarido con el que concluyó la canción del toreador-, el barítono Lucas Meachem en un Escamillo burdo, presentado por la dirección de escena, con ánimos claramente ridiculizadores, con un traje ¡¡¡amarillo!!! y una bolsa de caddy de golf donde portaba las banderillas. Sin comentarios. En el último acto se paseó con un traje de luces que le quedaba como a un Cristo dos pistolas.
Entre los secundarios, tampoco encontré flores en este poco recomendable vergel, que, sin duda, poca alegría concitó al gran Georges Bizet allá donde se encuentre.
A destacar el siempre fiable y consolidadísimo como tenor comprimario en cualquier repertorio, Mikeldi Atxalandabaso, como un Remendado en plan líder siniestro de banda de poca monta. La pareja Mercedes y Frasquita se movió entre la muy discreta Marie-Claude Chappuis y la vocecilla pequeña y petulante de Natalia Labourdette, que al menos, se redimió por su desenvoltura y buen hacer escénico. Oscilante y tosco Toni Marsol como Morales; sonoro, pero fuera de estilo David Lagares como Zúñiga.
La puesta en escena de Damiano Michieletto con escenografía de su habitual colaborador Paolo Fantin y espantoso vestuario de Carla Teti se adscribe, sin aparente sonrojo y con todos los honores, al feísmo tan presente en la escena operística actual. Con un comienzo, que recuerda a la playa de su Elisir d’amore visto en el Teatro Real, pero sin ese colorido y menos grato a la vista, el regista veneciano encuadra la acción en los años setenta del pasado siglo. Eso sí, ¡oh sorpresa!, en lugar de encontrarnos el habitual alegato ultrafeminista contra el machismo visceral, los celos cerriles y la lacra de la violencia contra la mujer, el montaje “justifica” -en cierto modo- la actitud y comportamiento de Don José en ser un mero pelele en manos de una madre posesiva y tiránica. Esta madre es la protagonista de esta propuesta, pues aparece constantemente en el escenario vestida de negro con mantilla y peineta, como símbolo de la España finisecular y con la carta de la muerte en ristre para Carmen. Pues muy bien.
Para ser toda una Carmen, fue recibida por el público aplausos de cortesía y perceptibles abucheos a la dirección de escena.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
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