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Obituario: «La estela de un meteorito». Dmitri Bashkirov, por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
16 de marzo de 2021

La estela de un meteorito

Por Juan José Silguero

   La razón por la que ya no aparecen grandes artistas como los del pasado es por la civilización, que arrastra a los artistas, los cuales, a su vez, se dejan arrastrar. Un artista no debe buscar el aplauso del público, ni el mejor contrato, ni la mejor gira de conciertos, pues son todo aspectos externos al verdadero arte. El artista ha de someter a la masa, elevarse por encima de ellos y actuar como salvavidas, elevando el espíritu del público a su altura. El dominio del instrumento sin un trasfondo artístico no sirve para nada. En esta sociedad actual ruidosa y bulliciosa, el artista ha de saber encontrar su propio espacio.

     D. Bashkirov.

   ¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

     G. A. Bécquer.

   Hace unos días, a consecuencia de su maravilloso artículo sobre el maestro Bashkirov, me recordaba mi querido amigo y extraordinario pianista Luis Fernando Pérez que, el día que falleció la insigne Alicia de Larrocha, los medios españoles apenas le dedicaron unos pocos segundos de atención en sus telediarios.

   Esta vez la figura no mereció tanto.

   Al fin y al cabo no se trataba más que de una leyenda... y las leyendas, como todo el mundo sabe, son etéreas, se diluyen en la historia de la noche como sombras incorpóreas.

   Y todavía más cuando su estela se proyecta, durante treinta años, sobre lugares tan anodinos como Pozuelo de Alarcón, o nuestra turística Plaza de Oriente.

   Pero aquellos que vivimos convencidos de que el arte es la actividad suprema del hombre, lo único que da un cierto sentido a la azarosa tarea de vivir... aquellos que tuvimos la fortuna de acercarnos, o más bien de salir despedidos ante la radiación artística de tan deslumbrante cometa, sí que fuimos algo conscientes de sus consecuencias artísticas, y de la infinita influencia que aquel hombre extraordinario ejercería sobre nuestras vidas.

   Porque Dmitri Bashkirov era el arte.

   Eso sí, la apariencia humana del meteorito tenía algo de carácter. En cierta ocasión le pedí a mi venerado maestro Anatoli Povzun –alumno, a su vez, de Bashkirov, profesor asistente suyo durante varios años y una de las personas que más cerca estuvieron siempre de Dmitri– que escuchase a un alumno mío y le diese algunos consejos. Aquel alumno era ya un hombre hecho y derecho, y a día de hoy tiene más conciertos de los que puede atender, pero nunca olvidaría aquella primera clase con el león de Odessa, en la que, antes de concluir, ya se había visto alzado por los aires agarrado por el cuello.

   Pues bien, cuando conocí a Bashkirov comprendí que Anatoli, en realidad, tenía muy buen carácter.

   Bashkirov era imponderable, una auténtica fuerza de la naturaleza, dueño de un espíritu indoblegable y una sabiduría infinita. Porque ser un maestro en la música también es ser un maestro en la vida, y aquel que sabe traducir los entresijos de un compás también es capaz de desentrañar un instante vital, ya sea fugaz o eterno.

   La clase era su hábitat natural, y cuando uno contemplaba su ronco canturreo, o su danza espasmódica bajo aquellas horrendas camisas oscilantes, se imaginaba vagamente cuánto esfuerzo debía costarle a aquel hombre deambular por ahí afuera con una apariencia medianamente normal. Pero no había tiempo de imaginar demasiado. Los allí presentes asistíamos a una suerte de vendaval, un rito vertiginoso y macabro en el que el alumno, a lomos de su particular Mazeppa, era azuzado sin piedad por un niño demoníaco y encolerizado. Un solo segundo de desconcentración bastaba para que aquel sabio-niño se inflamase hasta lo inimaginable, y en esos momentos el alumno era consciente de estar en peligro, en peligro real, así que daba cuanto tenía por salvar el pellejo.

   El resto nos limitábamos a contener el aliento.

   La tempestad arreciaba, y el alumno se veía literalmente zarandeado por el indomable espíritu de un hombre fuera de lo común, arrastrado por el huracán Bashkirov.

   Entonces aparecía un sonido... un color particular, o un silencio, como un rayo de luz filtrado entre la tormenta, acompañado de un "¡Booot!" exultante y regocijado, y el alumno, comprendiendo que quizás aún tenía una oportunidad, se sentía más cerca que nunca de lo imposible, rozando con los dedos lo incongruente... aquello que, después de tantas horas de estudio en soledad, nunca antes había logrado alcanzar.

   La proximidad de la verdad artística hacía sonreír a ambos, y nada más hermoso e inolvidable que aquella sonrisa de niño tras el rostro dolorido y ajado.

   Porque aquel Polifemo también sonreía.

   Pero la verdad se volvía a escurrir... una y otra vez, y el rito comenzaba, de nuevo, oficiado por un sacerdote monomaníaco e inflexible.

   Entre tanto, desde su rincón del Purgatorio, el siguiente alumno aguardaba su turno sintiéndose más valiente que nunca en realidad, dispuesto a poner todo su potencial en manos de aquel alquimista.

   Más tarde, estos alumnos se llamarían Dmitri Alexeev, Nikolai Demidenko, Eldar Nebolsin, Boris Bloch... pero en esos momentos vivían los instantes más intensos de su vida, y eran perfectamente conscientes de ello.

   Por eso todos ellos solo sienten agradecimiento hacia su maestro.

   Y es que, el verdadero artista, como dice Conrad, es un hombre de acción.

   Hasta su forma de caminar era reveladora, y en ella se conjugaban una inquieta impaciencia, ilusión, y una suerte de ingenuidad expectante.

   Pero en Dmitri sobresalía también un rasgo que he observado otras veces en los grandes: sabía en todo momento lo que quería, lo cual, a menudo, le hacía parecer inflexible, ya que no se detenía hasta materializar aquello que torturaba su desbordante imaginación. El inflexible acostumbra a moldear el mundo a su medida. De lo contrario, sufre mucho. Pero Bashkirov también era capaz de desdoblarse.

   Hasta que se topaba con alguien que también tuviese mucho carácter.

   El propio Bashkirov nos contó alguna vez que, durante su maravillosa grabación del Trío Opus 67 de Shostakovich, las peleas con sus compañeros de cámara eran tan frecuentes que el productor les propuso editar otro disco únicamente con sus discusiones.

   Como pianista es inútil hablar, y el mejor testimonio de su grandeza son sus maravillosas grabaciones. Cuántas noches no pasamos Anatoli y yo allí arriba, en su sagrada buhardilla, escuchando y convirtiendo a CD su interminable colección de vinilos, muchos de ellos imposibles de encontrar en Occidente. Ahí fue donde yo conocí en primera persona el sustrato sobre el que se cimentaba la leyenda del gran Bashkirov. Su Scriabin era pura inspiración, su Brahms te atropellaba, su Mozart cortaba la respiración, su Schumann... nunca he tenido la oportunidad de volver a escuchar un Schumann semejante, y dudo mucho que alguien haya llegado a comprenderlo alguna vez como aquel diablo ultrasensible e inestable.

   Entre la colección Hazen se encontraba –y supongo que se sigue encontrando– el «Colorao», un Steinway que había sido tocado por Rubinstein, por Horowitz, por Rachmaninoff... Aquel día el maestro no parecía en plena forma, pero los pocos afortunados que allí nos encontrábamos ya nunca olvidaríamos el momento en que Dmitri se deslizó al piano, y nos regaló un Schubert indescriptible.

   Poco después, la placa del «Colorao» se enorgullecía de recoger un nuevo nombre: el de Dmitri.

   Ese sonido...

   Un día, tras escuchar ese incomparable sonido, Joaquín Soriano se preguntaba:

   «¿De dónde sacó este hombre semejante Stradivarius...?»

   Pero yo conocía la respuesta a esa pregunta:

   De un corazón noble y profundamente generoso.

   Solía decir que su memoria personal era una especie de cajón desastre, pero que, en cambio, recordaba con todo detalle los avatares de cada uno de sus alumnos.

   También decía que había que estudiar siempre como si estuviéramos en público.

   Con su ausencia se diluye un poco más aquella época dorada, vestigio de un tiempo en el que hasta el semblante de los artistas poseía una dignidad diferente. Pero, como señala Talmud, mientras sigamos pronunciando sus nombres, de algún modo, seguirán existiendo. Y el nombre de Bashkirov seguirá pronunciándose, por amor al arte. Porque Bashkirov no solo supuso una fuente de inspiración inagotable para todos aquellos que, de un modo u otro, nos relacionamos con él; no solo representó un eslabón directo con Liszt, con Beethoven, con Bach... no solo fue solo un psicólogo sorprendente, capaz de extraer de sus alumnos hasta la última gota de su potencial y dando lugar a los resultados que todos conocemos, un trabajador incansable, o un pianista inolvidable...

   Dmitri Bashkirov fue, por encima de todo, un artista.

   Y cualquier profesional de nuestro mundo sabe que no hay nada tan grande como eso.

Dmitri Bashkirov [centro], flanqueado por Anatoli Povzun y Juan José Silguero.

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