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Crítica: «Lulu», de Alban Berg, en el Theater an der Wien dentro del Wiener Festwochen

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
8 de junio de 2023

«La versión que escuchamos no fue la completada por Cerha sino la original en dos actos de Alban Berg culminados a modo de colofón con los fragmentos sinfónicos del tercer acto que dejó terminados. Ni siquiera aquí la Sra. Monteiro Freitas nos dejó disfrutar de ellos»

Una producción decepcionante destroza Lulú

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena. Halle E del barrio de los museos. 29-V-2023. Lulú [Alban Berg basado en obras de Franz Wedekind]. Vera-Lotte Boecker [Lulú], Bo Skovhus [Dr. Schön], Edgaras Montvidas [Alwa], Cameron Becker [el pintor], Anne Sofie von Otter [la condesa Geschwitz], Kurt Rydl [Schigolch]. Orquesta Sinfónica de la Radio ORF de Viena. Dirección Musical: Maxime Pascal. Dirección de escena: Marlene Monteiro Freitas.

   Lulú es la segunda y última ópera de Alban Berg. La primera, Wozzeck, tuvo una gestación compleja y tardó en llegar a los escenarios, pero el éxito del estreno en la Staatsoper berlinesa de la mano de Erich Kleiber a finales de 1924 le abrió las puertas de teatros y salas de conciertos, y lo principal, le dio la seguridad económica necesaria para dedicarse solo a componer lo que quería. Y lo que quería era componer más ópera. De hecho, en los once años que transcurren desde el estreno de Wozzeck hasta su muerte en la nochebuena de 1935, solo compone Lulú y dos obras más: el aria para soprano El vino y su Concierto para violín, un encargo del ruso-americano Louis Krasner, que le supuso un alivio para sus mermadas finanzas, y que dedicó «a la memoria de un ángel», Manon Gropius, hija del famoso arquitecto fundador de la Bauhaus y de Alma Mahler, que acababa de morir de polio.

   Desde su juventud, Alban Berg se sintió atraído por la obra del dramaturgo Franz Wedekind y concretamente por el personaje de Lulú, ese «animal salvaje y hermoso», en el que todos ven una femme fatale, mientras que él ve una femme fragile. Asistió a diversas representaciones de «El espíritu de la Tierra» y de «La caja de Pandora». Asimiló durante años la tremenda historia del ascenso y caída de sus amantes y maridos hasta su trágico final a manos de Jack el Destripador. Y cuando tuvo todo en su sitio, se puso manos a la obra. Primero con el libreto, basado en las dos obras antes mencionadas, y luego con la música. En el ínterin y aunque Berg y su mujer eran «arios de pura cepa» –sobre todo ella–, el ascenso al poder de Hitler se llevó por delante la música dodecafónica considerada música degenerada –Entartete Musik– y con ella los ingresos que recibía por las representaciones de Wozzeck. Intentó mejorar sus finanzas extrayendo una «suite sinfónica» de la ya muy avanzada Lulú para que se pudiera interpretar en salas de conciertos, pero también fue prohibida tras su estreno en Berlín. Tras su inesperada muerte estaban completos los dos primeros actos y una buena parte del tercero. La obra fue completada a finales de los 70 por el compositor austriaco Friedrich Cerha, y desde entonces, es la versión completa en tres actos la que se suele representar.

   En esta ocasión, el prestigiosos Wiener Festwochen junto al Theater an der Wien han aunado esfuerzos en una nueva producción que a priori prometía. Una orquesta de primer nivel para este repertorio –Sinfónica de la Radio ORF de Viena–, un director musical especialista –el francés Maxime Pascal–, y un reparto competente con jóvenes promesas y algunos veteranos muy adecuados para sus respectivos papeles. Lo único desconocido para el que suscribe era la responsable de la dirección escénica: la bailarina y coreógrafa caboverdiana Marlene Monteiro Freitas. ¿Con estos mimbres pueden salir las cosas mal? Lamentablemente sí.

   Nada mas entrar en la sala, me encontré con que la orquesta no se situaba en el foso, sino en la parte central y trasera del escenario, un poco a la manera de Die Soldaten de Calixto Bieito en el Teatro Real aunque sin andamios sino sobre una plataforma que desembocaba, a través de lo que podían ser las escaleras de una piscina y de un pequeño trampolín –donde después se situó el director–, en un espacio que bien podría ser un gimnasio, una oficina, la cubierta de un barco de pasajeros, o vaya usted a saber qué. Si la acústica del Halle E ya es problemática para la orquesta cuando está situada en el foso –sin necesidad de ideas peregrinas–, el sonido se resiente aún más al levantarla, se hace más seca y borrosa, penalizando su claridad. Pero siendo grave no fue lo peor. La Sra. Monteiro Freitas llenó el escenario de figurantes o bailarines que se pasean, bailan y hacen diversos ejercicios de expresión corporal sin parar durante toda la velada. Una especie de performance sin fin que te aparta de la trama principal. ¿Qué tiene que ver esto con Alban Berg y Lulú? Absolutamente nada. Y aún peor, te distraen continuamente porque es muy difícil tratar de centrarte en una acción dramática cuando tienes a figurantes haciendo mimo al lado del cantante de turno, o cuando hay una escena entre dos personajes y tú no puedes verlos porque hay 6 u 8 tipos que les rodean sin parar de moverse. Un despropósito que ya no entiendo si es que quería épater les bourgeois, ser el más original, el más provocador o simplemente, dejarnos con un fuerte dolor de cabeza. ¿Cómo puedes seguir así la historia de la seductora asesina? En fin.

   La Sra. Monteiro Freitas también fue la encargada del vestuario, que obviamente tampoco ayudó. Si hace unos años todo eran gabardinas, ahora todos visten igual, de oficinistas con sus camisas blancas y trajes oscuros. Así que no eres capaz de distinguir a uno de otro. ¿Se imaginan a Lulú, prototipo de sensualidad y lujuria, con el pelo recogido y un traje chaqueta de empleada de banca o de secretaria de dirección? ¿Al pintor o a Alwa de manera similar? ¿Quién va a perder la cabeza por algo así? En fin, quizás es que he tenido suerte en el pasado con esta ópera, y salvo el lunar de la producción de Christopher Loy en el Teatro Real de 2009, el resto han sido bastante buenas –Krzysztof Warlikowski con la excepcional Lulú de Barbara Hannigan en el Théâtre de la Monnaie de Bruselas o Willy Decker con Marlis Petersen en la Staatsoper de Viena– o realmente geniales –Dmitri Bertman con el moscovita Teatro del Helikon en el Festival de Santander o William Kentridge de nuevo con Marlis Petersen en el MET–. Lulú es una obra que da un juego tremendo a cualquier director de escena con ideas y talento. Hoy nos quedamos muy, pero que muy lejos.

   Por el contrario, el elenco vocal fue notable. La joven soprano lírica Vera-Lotte Boecker lleva un par de años llamando a las puertas en este repertorio –la he visto muy buenas funciones como la hija de Cardillac o la viuda en Das verratene Meer de Henze– y atisba que puede llegar a ser una gran Lulú. Domina el sprechgesang, su canto es claro, sabe proyectar, sus registros central y agudo son brillantes y tienen pegada, y se entregó en cuerpo y alma al papel. Su Lulú fue severa, dura, de fuerte personalidad. Una especie de Rottenmeier que trataba de abstraerse del caos que había a su alrededor. Dejó muy buenas impresiones y con producciones menos extravagantes madurará aun mas el personaje.

   El veterano barítono danés Bo Skovhus nunca ha sido santo de mi devoción, pero aquí, como Dr. Schön me ha convencido. Es un tipo de papel que le va ya que es buen actor. Dijo no solo con la voz sino también con su gesto y con su cuerpo. Se entregó, le echó arrestos, y su amplia experiencia en el sprechgesang hizo el resto. A buen nivel aunque un punto por debajo el americano Cameron Becker como el pintor, y el lituano Edgaras Montvidas como Alwa, ambos buenos actores –algo sobreactuado el lituano–, de técnica apreciable y de timbres no muy gratos pero efectivos.

   La parte nostálgica del reparto vino de la mano de dos leyendas: Anne Sofie von Otter como la condesa Geschwitz y Kurt Rydl como el viejo Schigolch. Hace ya muchos años que pasaron los mejores años de la sueca, y aunque su voz languidece y su timbre es una sombra de lo que fue, sus tablas estuvieron ahí, y su capacidad para hacer un personaje creíble también. Volver a escuchar al austriaco me retrotrae a mis inicios en el mundo de la ópera. Hace 32 años, él fue mi primer Gurnemanz en Viena. Verle ahí, con 75 años, manteniendo un registro central imponente, y bordando un personaje que parece fácil pero no lo es, fue toda una gozada. Cumplieron de sobra el resto de los comprimarios.    

   El francés Maxime Pascal fue un director musical correcto, pero poco mas. Como nos temíamos al inicio, entre la acústica del local y la situación de la orquesta, el sonido se emborronó con frecuencia. La Orquesta Sinfónica de la Radio ORF de Viena estuvo al buen nivel que acostumbra, pero la dirección del Sr. Pascal fue demasiado seca y cortante, poco atenta al detalle, y se olvidó de que Alban Berg fue «un último romántico entre dodecafónicos». Su Lulú se olvidó del erotismo y la sensualidad, y ayudó a crear la Rottenmeier que mencionábamos antes. Lejos de la lujuria orquestal que consiguió en su día Lothar Koenings con la orquesta del MET o Michael Boder en la Staatsoper.

   La versión que escuchamos no fue la completada por Cerha sino la original en dos actos de Alban Berg culminados a modo de colofón con los fragmentos sinfónicos del tercer acto que dejó terminados. Ni siquiera aquí la Sra. Monteiro Freitas nos dejó disfrutar de ellos. Una Lulú enmascarada y tullida, vestida como una momia, caminó muy lentamente –tardó los casi 15 minutos de la suite en recorrer los poco mas de 10 m– de la mano de un hombre vestido de negro, desde debajo de la orquesta hasta el borde del escenario, mientras el Sr. Pascal y sus músicos interpretaban la suite. ¿Qué era aquello? Sin duda una última incógnita que nos regaló aunque nadie se la pidió.

Fotografías: Monika Rittershaus/Wiener Festwochen.

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