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[C]rítica: Balthasar-Neumann-Chor & Ensemble y Thomas Hengelbrock interpretan el «Requiem» de Mozart y la «Missa Superba» de Kerll en el «Universo Barroco» del CNDM

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Autor: Mario Guada
28 de enero de 2019

Los conjuntos germanos, con su fundador y titular al frente, ofrecieron probablemente una de las más personales propuesta de la celebérrima y póstuma obra del salzburgués, en un programa con claroscuros que encandiló al público madrileño.

Feliz –y extraño– cumpleaños

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 27-I-2019. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Missa Superba, de Johann Kaspar Kerll, y Requiem, KV 626, de Wolfgang Amadeus Mozart. Katja Stuber, Marion Eckstein, Jan Petryka, Reinhard Mayr • Balthasar-Neumann-Chor & Ensemble | Thomas Hengelbrock.

Resulta mucho más fácil interpretar una pieza con rapidez que hacerlo lentamente.

Wolfgang Amadeus Mozart [carta autógrafa, 1778].

   Precisamente el día de este concierto se celebró la efeméride del 263.º aniversario del genial Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). No sé si consciente o no de ello, el Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] programó un concierto en el que la última –y más célebre– obra del autor de Salzburg fue interpretada por unos de los conjuntos historicistas que con mayor asiduidad asisten a su ciclo Universo Barroco: Balthasar-Neumann-Chor & Ensemble, que dirige su fundador Thomas Hengelbrock. Éxito de público, lleno casi absoluto y enfervorecidas ovaciones a la conclusión de la velada. Pero, como quiera que las sendas de la programación musical española son inescrutables, hay que preguntarse si otro Requiem mozartiano era necesario; de la misma forma que si lo era presentarlo junto a una obra tan divergente en diversos aspectos como es la Missa Superba –por otro lado, de excepcional factura–, de Johann Kaspar Kerll (1627-1693).

   Este poco conocido autor sajón, formado desde niño con su padre –organista de Adorf, su ciudad natal–, es un magnífico ejemplo de cosmopolitismo musical, pues se formó en Wien con maestros italianos como Giovanni Valentini, para trasladarse después a Bruxelles, donde ejerció como organista en la corte de archiduque Leopold Wilhelm, quien le envió a Roma para estudiar con Giacomo Carissimi, a finales de los años de la década 1640 y principios de los 1650. Para C. David Harris, y contrariamente a las afirmaciones que se repiten con frecuencia en la investigaciones y publicaciones –incluidas las notas al programa de este concierto–, Kerll no pudo haber estudiado con Frescobaldi por una cuestión de concordancia temporal, aunque sí debió haber conocido a Johann Jakob Froberger. El 12 de marzo de 1656 se convirtió en vice-Kapellmeister y, el 22 de septiembre de 1656, tras la muerte de Giovanni Giacomo Porro, en Kapellmeister de la corte del Elector Ferdinand Maria en München. Se sabe que fue un notable operista, a pesar de que, de las once obras de las que se constancia de su autoría, ninguna de ellas ha llegado hasta nuestros días. En 1658 compuso la misa para la coronación del emperador Leopoldo I en Frankfurt, al que le uniría una magnífica relación, de tal forma en 1677 Kerll se convirtió en uno de los organistas de su corte vienesa. Años después regresó a München, donde terminó sus días.  Fue muy apreciado por su música sacra –especialmente por sus magníficas misas–, así como por su música para la tecla. Esta Missa Superba, compuesta a 8 partes vocales, con 2 violines, 3 trombones, violone y bajo continuo se menciona por primera vez en un inventario de 1674. Es un buen representante de su escritura en el estilo concertato italiano que a buen seguro aprendió de Carissimi en Roma, basada en una solvente visión de la técnica del desarrollo temático. Aunque su número de voces 8 sugiere un posible planteamiento a doble coro, en general la escritura de la misa no está concebida para coros enfrentados, aunque algunos pasajes de tipo antifonal sí pueden describir una estructura SATB/SATB, como así quiso concebirla Hengelbrock en su versión de esta noche.

   La obra es bien conocida –Hengelbrock y los suyos ya la grabaron dentro de una serie de dos discos titulados From the Music Library of Johann Sebastian Bach–, dado que el Kantor de Leipzig poseía una copia de la misma en su biblioteca musical, e incluso llegó a utilizar un pasaje en su Sanctus, BWV 241, compuesto entre julio de 1747 y agosto de 1748. Bach intercambió los instrumentos colla parte [4 trombones] por 3 violas y fagot, añadiendo a su vez algunos instrumentos más –como un oboe d’amore– y reescribiendo y añadiendo algunos pasajes del movimiento. La visión de Hengelbrock y los suyos aquí fue la de vincular a nivel sonoro ambos autores, lo cual, teniendo en cuenta que entre ambas obras transcurren nada menos que 117 años, es poco menos que una utopía. Es prácticamente imposible que Kerll conociera en su tiempo un conjunto de tal calibre –¡con una sección de cuerdas 10/9/6/5/3!– [ni tan siquiera Mozart, salvo en contadas ocasiones]. La visión, en la que se alternaron pasajes del tutti en la cuerda con otros concebidos de forma más íntima –únicamente dos violines y el continuo–, incluyó un inmenso coro de más de 40 efectivos [12/11/9/10], con el que de nuevo se jugó en un efectivo contraste entre los soli y las partes generales. Pocas veces un estilo concertato se ha visto tan abruptamente contrastado a nivel sonoro. Como siempre me sucede con este conjunto –en las diversas ocasiones previas en las que le he escuchado en directo, con Hengelbrock y otros directores al frente–, me quedo de nuevo con la sensación de estar ante un excepcional conjunto cuando se aúnan todas las fuerzas, pero cuyos enteros disminuyen a medida que las partes solistas van apareciendo. La vocalidad resulta extremadamente poco delicada para este repertorio, inestable, así como tremendamente desigual en la calidad de unos y otros cantores. Son muy pocas las excepciones en que algunos de los intervinientes a solo consigue convencerme en calidez, brillantez, solvencia técnica y adecuación estilística. Por cierto, un aspecto que no es baladí –y que no es solo habitual en este conjunto, sino en la mayoría de los conjuntos que interpretan este repertorio–: ¿por qué razón cuando un solista acomete la interpretación del incipit en canto llano del Gloria y Credo de una misa lo hace como si estuviera cantando un aria operística? ¿No tendría más sentido interpretarlo precisamente como lo que es, un pasaje introductorio en canto llano, esto es, de forma más neutra, sin ningún tipo de vibrato y con una diafanidad melódica más marcada? Aun con todo, y gracias en buena medida a que pasajes como el Sanctus y Agnus Dei poseen una música de una calidad superlativa, hubo momentos de disfrute, a pesar de que parecía estar escuchándose a un Kerll pasado por un tamiz muy posterior.

   Sin solución de continuidad –llegando a cortar incluso algunos aplausos que empezaban a brotar en la sala– se dio paso al Requiem en Re menor, KV 626, de Mozart, una de las obras más conocidas e interpretadas en la historia de la música occidental. Quizá para remarcar esta unión entre ambas, la cercanía en la interpretación y la concepción sonora entre ambas piezas se forzó hasta los extremos. La lectura que Hengelbrock y sus ensembles ofrecieron ayer noche es, a buen seguro, la más personal que se ha escuchado en los últimos años. Que esto sea positivo o no, quedará al arbitrio y gusto de cada cual. De cualquier manera, la línea que separa lo personal de lo extravagante en tremendamente fina, por lo que se corre el peligro de traspasar de un lado a otro con suma facilidad. Esto es exactamente lo que sucedió esta noche, con una toma de decisiones que rozaron lo extravagante y que difícilmente son sostenibles sobre la partitura: tempi extremadamente rápidos; acentos extremos en muchos pasajes –remarcando de forma dramática algunos pasajes del texto–; un contraste muy enfrentado en las dinámicas –sforzandi, messa di voce y crescendi muy pronunciados–, con un trabajo de dinámicas por planos muy marcado en varios momentos; paso del tutti orquestal a un cuarteto de cuerda en más de una ocasión, y en general una visión más coral y menos solística en lo vocal, acentuada por el uso de solistas del propio coro, que cantaron desde su posición en el mismo –salvo en un par de pasajes más largos, en los que los cuatros se unieron en el centro del coro–.

   Siempre he creído que el Requiem de Mozart se defiende sobradamente con un buen coro y una orquesta de gran nivel. No es necesario, pues, el uso de un cuarteto vocal de relumbrón para que el resultado sea óptimo. Por tanto, una versión con buenos solistas de un coro de nivel debería ser suficiente. Pero el problema aquí surgió de la elección de los mismos, desigual y muy discreta por norma general. Únicamente el tenor Jan Petryka alcanzó un nivel acorde a lo que se requería, con una línea de canto elegante, muy equilibrada, buena proyección, brillantez en el agudo y una cuidada dicción. Por su parte, Katja Stuber simplemente salvó los muebles; posee un bello timbre, pero la proyección es tan escasa, que en algunos pasajes se hacía complicada seguir su línea con claridad. Marion Eckstein, de timbre carnoso y un registro homogéneo, presentó en ocasiones un vibrato algo molesto y no logró brillar entre un elenco de por sí poco remarcable. Lo menos interesante llegaría con la aportación netamente mejorable del bajo Reinhard Mayr, tirante en el agudo –en el «Tuba mirum» tuvo importantes problemas para mantener con dignidad el célebre pasaje del bajo–, con un timbre poco agradable, tendencia al engolamiento y una expresividad muy forzada.

   El trabajo del Balthasar-Nuemann-Chor –que prepara y dirige habitualmente Detlef Bratschke– resultó de lo más interesante de la noche, a pesar de las muy poco naturales exigencias de Hengelbrock, que sin duda no favorecieron a un canto fluido y relajado. No obstante, la afinación es realmente buena –algunos momentos de la misa de Kerll dieron buena muestra de ello–, con un color muy pulido, un empaste fantásticamente fundamentado en el trabajo a cappella, gran equilibrio entre las cuerdas, buen balance sonoro y una pronunciación bien paladeada. Es un coro realmente dúctil, que solventa los posibles problemas con rapidez, lo cual es siempre una muestra de la calidad de un conjunto coral. De sus manos nacieron algunos de los momentos más hermosos de la noche: como el «Lacrymosa dies illa», «Hostias et preces», mostrando además un buen dominio de la coloratura conjunta en pasajes fugados como «quam olim Abrahæ promisisti».

   En cuanto al Balthasar-Neumann-Ensemble, comandado por el concertino Baptiste Lopez, desarrolló un trabajo muy refinado sobre el sustento magníficamente elaborado por la amplísima sección de cuerda, de sonido terso, límpido y cristalino. Muy lograda la aportación del viento metal, especialmente de los cuatro trombonistas [Michael Steinkühler, Frank Szathmary-Filipitsch, Patrick Flassig y Max Eisenhut] y las trompetas de Moritz Görg y Lukas Reiß. Digno de mencionar el sutil y aterciopelado concurso de sendos corni di bassetto de Florian Schüle y Sebastian Kürzl, a los que apoyaron muy bien –con un continuo bien construido en la misa de Kerll– los fagotes de Carles Cristóbal y Györgyi Farkas. Fantástico el sustento de la cuerda grave en los contrabajos de Davide Vittone, Nicola dal Maso y Diego Zecharies, además de una nutrida sección de violonchelos, muy equilibrada, en la que destacó su concertino Christoph Dangel, que brilló especialmente en Kerll. Como es habitual, hay que alabar la labor de Michael Behringer al órgano positivo, siempre inteligente, sutil, equilibrado en la mayor parte de los casos y muy solvente a la hora de resolver el continuo.

   Por tanto, bien desenvueltos en su empresa, el coro y la orquesta no obtuvieron la respuesta deseada en los solistas, pero tampoco en la visión musical de Hengelbrock, al que descubrí realmente furibundo en la partitura «mozartiana». Él, que siempre parece ser una figura muy académica, tendente hacia la visión más sobria de la música, se desmarcó con un Requiem extraño y sorprendente, pero a veces tan sorprendente como retóricamente inconexo –que el «Dies iræ» suene tan iracundo puede verse como un acierto que resalta el contenido textual, pero difícilmente cabe explicar que el Agnus Dei sonora más como una exhortación a la paz divina que como la súplica que es–. Bien sea por ese peligro que comentaba anteriormente de programar obras tan manidas –que incita a los directores a tener que aportar visiones distintas a obras tan trilladas–, bien porque quizá Hengelbrock concuerda con Mozart en esa idea de la cita al principio de esta crítica, de que es más fácil hacerlo todo rápido, o bien sencillamente porque el maestro germano concibe de esta manera la última obra de Mozart, la cuestión es que nos hemos llevado a casa un Mozart extravagante, extraño y del que aún tengo que reflexionar si realmente logré disfrutar o no. ¿Nos estaremos alejando de la normalidad cada vez de forma más natural? ¿La normalidad es aburrida? ¿Es que acaso existe la normalidad? ¿Dónde están los límites de la anormalidad? ¿Tienen los artistas derecho a plantearse sus propuestas sin tener que argumentarlas sobre una base sólida? ¿En pleno 2019, cabe todo sobre los escenarios? ¿El público demanda cada vez más interpretaciones distintas, que les estimulen lejos de la supuesta normalidad? Desde luego, agradezco a estos conjuntos, Hengelbrock y el CNDM que me hagan plantearme con tanta fuerza estas cuestiones…

Fotografía: Ben Vine/CNDM.

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