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Crítica: Collegium Musicum Madrid y un Alessandro Scarlatti maduro se citan en el FIAS 2023

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Autor: Mario Guada
12 de abril de 2023

Contando con un elenco vocal algo irregular, el conjunto madrileño presentó su último gran proyecto, centrado en un oratorio «scarlattiano» redescubierto hace dos décadas, en una versión con altibajos, sobrada de convicción y entrega, pero en la que faltó un mayor trabajo de filigrana

Scarlatti reclama su sitio [que ya tiene]

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 13-III-2023, Basílica Pontificia de San Miguel. FIAS 2023 [Festival Internacional de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid]. Oratorio per La Santissima Trinità, de Alessandro Scarlatti. María Espada [soprano], Lucía Caihuela [mezzosoprano], Gabriel Díaz [contratenor], Diego Blázquez [tenor], Ferrán Albrich [barítono] • Collegium Musicum Madrid | Manuel Minguillón [tiorba, guitarra barroca y dirección artística].

[Alessandro Scarlatti] es un gran hombre, y para ser tan bueno, parece malo porque sus composiciones son muy difíciles y adecuadas para ser interpretadas en salas, por lo que no tienen éxito en los teatros; in primis gustarán a cualquiera que entienda el contrapunto, pero en un público de teatro de mil personas, no encontrarás veinte que lo entiendan.

Francesco Maria Zambeccari [1709].

   Con la fama que tiene Domenico Scarlatti en nuestro país –de acuerdo, residió en Madrid y fue compositor de la corte–, resulta curioso –y un punto inquietante– observar la absoluta ausencia de su progenitor, Alessandro Scarlatti (1660-1725), en las salas de conciertos españolas. Es cierto lo que ya por 1709 apuntaba Zambeccari: quizá la música de Scarlatti padre estaba destinada a extinguirse por su mayor complejidad y exigencia comparada con la de algunos de sus coetáneos y de los que llegarían después, incluido su vástago.

   Lo explica así Mario Marcarini, musicólogo italiano que ha dedicado buena parte de su tiempo a estudiar figuras algo «menos conocidas» en la música italiana del XVII y XVIII, incluyendo a Scarlatti: «El conde Francesco Maria Zambeccari, perspicaz investigador de las costumbres musicales y atento intérprete de los gustos del público contemporáneo, fue el primero en señalar (ya en 1709) una de las principales razones que conducirían a la desaparición gradual e inexorable del repertorio de casi todas las innumerables obras de Alessandro Scarlatti, a saber, fue la extrema complejidad formal que distinguía el lenguaje de un compositor dedicado a un severo estilo estricto, respaldado por la más sólida doctrina contrapuntística, aprendida primero en su ciudad natal, Palermo (donde nació el 2 de mayo de 1660), y perfeccionada después en Roma, dominada en aquel momento por la imponente figura de Giacomo Carissimi (1605-1674), compositor con el que (según algunos expertos) el joven Alessandro tuvo un breve pero intenso aprendizaje durante los primeros meses de su estancia en la ‘Ciudad Eterna’. En aquella época, el músico siciliano (que había sido nombrado Maestro di Cappella de la iglesia de San Giacomo degli Incurabili en 1678) ya se había hecho notar por su asombroso dominio de los más complicados artificios retóricos, que era capaz de prodigar en sus obras junto con una sublime vena de melancolía que había empezado a cubrir la frescura de unas melodías que aún tenían presente la escuela veneciana predominante y la influencia de Alessandro Stradella (1639-1682), protagonista de la escena musical romana que estaba a punto de poner fin a su desafortunada y extraordinaria vida de hombre y compositor en la lejana Génova a manos de un desconocido asesino. El primer documento que atestigua la labor de Alessandro Scarlatti como compositor data de 1679, y se refiere al encargo de un importante trabajo –la escritura de un oratorio– por parte de la prestigiosa y poderosísima Archicofradía de la Santa Cruz: ‘27 de enero de 1679. Y se resolvió cómo proceder en cuanto a la elección de los Maestri di Cappella que han de hacer los Oratorios para los cinco viernes de Cuaresma. [...] en nombre del Duque Altemps se decidió utilizar al Señor Foggia, al Duque de Acquasparta, a Don Pietro Cesi, al Duque de Paganica y a Scarlattino alias el Siciliano [...]. La decisión de la influyente organización muestra sin lugar a dudas que el ‘Scarlattino’ (pequeño Scarlatti) de diecinueve años ya había atraído una atención favorable en Roma, donde gozaba de la protección de una de las familias nobles más conocidas: el secreto de un éxito tan rápido se encuentra probablemente en la difusión de sus primeras obras, en las que la verdadera vocación del músico –es decir, una inclinación particular por la escritura vocal– ya era extremadamente evidente».

   De ahí en adelante desarrolló una imponente carrera –que no es posible glosar al completo aquí–, la cual le llevó finalmente a la ciudad partenopea, donde vivió varios años de su vida. Hablemos, pues, del oratorio protagonista de esta velada en el FIAS 2023 [Festival Internacional de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid], a cargo del Collegium Musicum Madrid, conjunto formado y dirigido por Manuel Minguillón, a quien lamento tener que enmendarle la plana, pero al contrario de lo dicho por él antes de comenzar el concierto, no era la primera vez que el Oratorio per La Santissima Trinità sonaba en directo en España, ni siquiera en Madrid, pues hace años, cuando el oratorio fue redescubierto y grabado por vez primera –por dos agrupaciones distintas–, sé presentó de la mano de Fabio Biondi y su Europa Galante en algunas ciudades españolas, incluyendo la capital madrileña. Dicho lo cual, el hecho de que se tratara de un estreno o no –vivimos obsesionados con ello–, no le resta mérito ni interés a la propuesta aquí presentada.

   Sobre esta obra, perdida hasta no hace mucho, dice Marcarini –él tiene el honor de pasar a la historia como la persona que encontró el único manuscrito completo del oratorio que protagoniza esta velada– lo que sigue: «A principios del siglo XVIII existía en Nápoles la poderosa Archicofradía de la Santísima Trinidad de Peregrinos, con una larga y rica tradición y miembros entre los que se contaban varias personalidades ilustres del mundo cultural y político. La iglesia y el hospital adyacente fueron fundados en la segunda mitad del siglo XVI por Fabrizio Pignatelli, que al morir los donó a la cofradía de la Santísima Trinidad. Confirmando la capacidad de organización y el prestigio social de los cofrades, el complejo fue objeto de diversas obras de ampliación y reconstrucción a lo largo del siglo XVIII. […] Se trata de un entorno que se ha mantenido en su máximo esplendor y magnificencia a lo largo de los siglos, por lo que no es de extrañar que las celebraciones oficiales se enriquecieran con la contribución de numerosas manifestaciones musicales de prestigio. Como se ha dicho, la cofradía era rica y poderosa y, sin reparar en gastos, reclutaba a los mejores talentos disponibles para celebrar sus glorias. Por estas razones creo posible que, en mayo de 1715, para solemnizar la fiesta de la Santísima Trinidad (es decir, la celebración más importante de la cofradía) se buscara al músico más apreciado de Nápoles: Alessandro Scarlatti. El artista palermitano, tras sus viajes a Venecia y Toscana, había decidido regresar a Nápoles, abandonando su residencia romana en 1708. A partir de esa fecha, residió permanentemente en Nápoles durante unos diez años, tomando esta decisión a raíz de una invitación directa del cardenal Grimani, nuevo virrey austriaco del reino. Los diez años que Scarlatti pasó en Nápoles revitalizaron, más que excluyeron, sus contactos con la nobleza romana, su clientela habitual. En 1716, el músico recibió incluso una patente de nobleza del Papa Clemente XI. A partir de entonces, se convirtió en el ‘Cavaliere’ Scarlatti, título que aparece a menudo en sus composiciones autógrafas, lo que permite fecharlas con certeza en más de un caso. El manuscrito del Oratorio para la Santísima Trinidad, cuya escritura es indudablemente de Scarlatti, está fechado en mayo de 1715, pero no da ninguna indicación del lugar. Esta circunstancia podría corroborar la teoría de que la partitura no estaba destinada a salir de Nápoles. La gran cantidad de indicaciones incluidas explícitamente para los músicos podría hacer pensar que Scarlatti no pudo o no quiso supervisar su interpretación. Tenía cincuenta y cinco años (considerada una edad más que madura en aquella época) y su actividad musical seguía siendo muy intensa, a pesar de las frustraciones e incomprensiones de un público que cada vez se distanciaba más de su estilo severo: los compromisos de Alessandro Scarlatti culminaron en ese mismo 1715 con la representación de la ópera Il Tigrane en el Teatro San Bartolomeo. Las 12 Sinfonie di concerto grosso fueron escritas a partir de junio del mismo año, junto con una cierta cantidad de obras instrumentales. Nápoles respetaba al compositor palermitano como uno de los mayores talentos vivos, pero su rotundo rechazo a adaptar su arte a las tendencias más superficiales de un teatro operístico en el que se imponían las maneras afectadas de los cantantes le relegó cada vez más a los márgenes de la vida musical y del éxito. La decisión de dedicarse también a la música instrumental (ámbito en el que Scarlatti puso en práctica sus enormes dotes formales de una manera mucho más evidente de lo que permitían las convenciones del teatro operístico) puede entenderse quizá como el inicio de una profunda crisis espiritual, una búsqueda de aislamiento y tranquilidad que alcanzó su punto álgido en los últimos años del maestro siciliano. Como confirmación de la demanda cada vez menor en Nápoles de composiciones sacras de Scarlatti (un contexto en el que, a decir verdad, el compositor trabajó sobre todo en Roma), podemos señalar en primer lugar que el Oratorio para la Santísima Trinidad de Alessandro Scarlatti es su penúltima obra de este tipo. Sin embargo, en esta obra resumió toda su actividad anterior, escribiendo una partitura que –aunque sigue ligada a los modelos de los que fue el creador más autorizado– parece particularmente interesante tanto desde el punto de vista estructural como estético».

   Continúa Marcarini: «El libreto está siempre estrechamente ligado a la música, y de hecho parece haber sido escrito en el mismo momento en que se componía la música. Sin querer atribuir la escritura de la poesía a Scarlatti (su autor es desconocido), es necesario sin embargo señalar que en más de un punto del manuscrito el compositor de Palermo escribió los versos y cambió de progresión con una competencia estilística admirable. La estructura del libreto parece bastante tradicional, incluso si se observa la presencia inusual de numerosas piezas de conjunto (varios dúos y un quinteto). Predominan los versos de siete y cinco sílabas en las arias y los endecasílabos en los recitativos, pero con numerosas licencias (dictadas por la música). El lenguaje no es complicado, pero no siempre es sencillo: a menudo hace un uso considerable de metáforas, utilizadas en un sentido didáctico, pero aparentemente destinadas a un público que ya estaba bien versado en la doctrina teológica, como eran los miembros de la Cofradía de la Santísima Trinidad de Nápoles. Desde el punto de vista musical, se trata de una partitura muy interesante, por lo que no creo que la palabra obra maestra esté en absoluto fuera de lugar. La composición es extremadamente inspirada, sin embargo, en este punto hay que insistir mucho en algunos detalles. Sobre todo, en lo que se refiere a las arias, que se convierten en momentos de extrema concisión y participan activamente en el desarrollo de las escenas dramáticas; la mayoría duran justo el tiempo necesario para que se desarrolle la acción, para no distraer la atención del público del acontecimiento que se está representando, que consideraba un tema difícil, como se ha visto. De hecho, los personajes que intervienen en este oratorio, en el estilo vocal de dos sopranos, contralto, tenor y bajo, son figuras alegóricas que discuten el concepto de la Santísima Trinidad: esto da lugar a un enfrentamiento bastante animado –que a menudo requiere una concentración y una atención considerables– entre la Fe y la Infidelidad, la Teología y el Amor Divino, arbitrado por el Tiempo. Poniendo música a todo esto, Scarlatti se renueva constantemente; los recursos técnicos son los que siempre había utilizado, pero aquí experimenta algo nuevo. A primera vista parece que la escritura y la estructura pertenecen a un estilo compositivo similar al de los primeros oratorios del siglo XVII, pero un análisis cuidadoso, en cambio, muestra asombrosamente la enorme diferencia que distingue este período posterior, lleno de innovaciones y golpes de genio inesperados, del anterior. Nos encontramos con un Scarlatti ya maduro y que –con la fuerza de toda su capacidad creativa– quería ser innovador. La partitura está al servicio del ‘drama’, en una acción musical que fluye casi sin cesura, y la guía de audición destacará la riqueza de la invención de Scarlatti, siempre respaldada por un conocimiento extremadamente profundo de todos los mejores métodos de escritura de la más antigua escuela italiana. Este oratorio fue descubierto casi por casualidad. Encontré la partitura autógrafa en un mercado de antigüedades y me asombró descubrir que era la única completa que existía. Hay rastros de otra copia manuscrita, que sin embargo está incompleta. El azar y la suerte nos han dado la posibilidad de apreciar plenamente la obra completa».

   Continúa Marcarini: «El libreto está siempre estrechamente ligado a la música, y de hecho parece haber sido escrito en el mismo momento en que se componía la música. Sin querer atribuir la escritura de la poesía a Scarlatti (su autor es desconocido), es necesario sin embargo señalar que en más de un punto del manuscrito el compositor de Palermo escribió los versos y cambió de progresión con una competencia estilística admirable. La estructura del libreto parece bastante tradicional, incluso si se observa la presencia inusual de numerosas piezas de conjunto (varios dúos y un quinteto). Predominan los versos de siete y cinco sílabas en las arias y los endecasílabos en los recitativos, pero con numerosas licencias (dictadas por la música). El lenguaje no es complicado, pero no siempre es sencillo: a menudo hace un uso considerable de metáforas, utilizadas en un sentido didáctico, pero aparentemente destinadas a un público que ya estaba bien versado en la doctrina teológica, como eran los miembros de la Cofradía de la Santísima Trinidad de Nápoles. Desde el punto de vista musical, se trata de una partitura muy interesante, por lo que no creo que la palabra obra maestra esté en absoluto fuera de lugar. La composición es extremadamente inspirada, sin embargo, en este punto hay que insistir mucho en algunos detalles. Sobre todo, en lo que se refiere a las arias, que se convierten en momentos de extrema concisión y participan activamente en el desarrollo de las escenas dramáticas; la mayoría duran justo el tiempo necesario para que se desarrolle la acción, para no distraer la atención del público del acontecimiento que se está representando, que consideraba un tema difícil, como se ha visto. De hecho, los personajes que intervienen en este oratorio, en el estilo vocal de dos sopranos, contralto, tenor y bajo, son figuras alegóricas que discuten el concepto de la Santísima Trinidad: esto da lugar a un enfrentamiento bastante animado –que a menudo requiere una concentración y una atención considerables– entre la Fe y la Infidelidad, la Teología y el Amor Divino, arbitrado por el Tiempo. Poniendo música a todo esto, Scarlatti se renueva constantemente; los recursos técnicos son los que siempre había utilizado, pero aquí experimenta algo nuevo. A primera vista parece que la escritura y la estructura pertenecen a un estilo compositivo similar al de los primeros oratorios del siglo XVII, pero un análisis cuidadoso, en cambio, muestra asombrosamente la enorme diferencia que distingue este período posterior, lleno de innovaciones y golpes de genio inesperados, del anterior. Nos encontramos con un Scarlatti ya maduro y que –con la fuerza de toda su capacidad creativa– quería ser innovador. La partitura está al servicio del ‘drama’, en una acción musical que fluye casi sin cesura, y la guía de audición destacará la riqueza de la invención de Scarlatti, siempre respaldada por un conocimiento extremadamente profundo de todos los mejores métodos de escritura de la más antigua escuela italiana. Este oratorio fue descubierto casi por casualidad. Encontré la partitura autógrafa en un mercado de antigüedades y me asombró descubrir que era la única completa que existía. Hay rastros de otra copia manuscrita, que sin embargo está incompleta. El azar y la suerte nos han dado la posibilidad de apreciar plenamente la obra completa».

   Contando con un poderoso elenco vocal, íntegramente español, se planteó una versión notable por momentos y en algunas secciones concretas, pero que en general no logró alcanzar la excelencia a la que este FIAS 2023 nos tiene acostumbrados. Entre lo más destacado, las voces agudas, sobre todo las femeninas de María Espada –aunque con matices– y Lucía Caihuela –sin duda lo más interesante del elenco–, y en menor grado la del contratenor Gabriel Díaz –solvente, como es habitual en él, pero vocalmente fatigado–. En el apartado de voces graves, el tenor Diego Blázquez y el barítono Ferrán Albrich firmaron actuaciones más discretas, quizá suficientes si hubieran contado con unos partenaires menos dotados, pero no fue el caso.

   María Espada encarnó el rol de la Fedeltá, con sus recursos vocales habituales, no siempre plenamente satisfactorios, por más que sigue siendo una de las figuras más respetadas y solicitadas en el ámbito del canto histórico de nuestro país–. Tuvo el papel más extenso, también con algunas de las arias más bellas del oratorio, que defendió con su reconocible y cálido timbre, especialmente en la zona media, una poderosa proyección, así como una dicción notablemente cuidada y un agudo bastante nítido, aunque en ciertas ocasiones se abre y se cita con este registro a base de arrastres en los intervalos un tanto molestos y poco sutiles. En «Cieca talpa intorno al sole», uno de los momentos más hermosos y expresivos del oratorio, destacó además la profundidad en el bajo continuo, con unos rasgueos de gran impacto en la guitarra barroca de Minguillón, manejando los violines el unísono con éxito –uno de los grandes y recurrentes problemas a lo largo de la noche, solventado en ciertos momentos, como aquí–, no así en el aria «Constante prestar fede», cuyo diálogo entre ambas líneas de violines planteó varios desajustes. Tampoco la voz estuvo brillante, con un agudo algo desconfigurado en una dinámica media, que perdió brilló y presentó excesivo aire, aunque fraseó con cierta dulzura en los melismas planteados por Scarlatti. «Della Fede il bel candore» es una de las múltiples arias sustentadas únicamente por el bajo continuo, sección que brilló de forma especial a lo largo de la velada, aquí comandados por un Guillermo Turina muy solvente en afinación –parece que las sombras del pasado con respecto a este parámetro se han disipado– y con un cálido y evocador sonido, apoyado por guitarra y un clave. En el dúo «Cedi, infida, al mio valore», junto a Blázquez, ambos plantearon una coloratura algo mecánica, en la línea de una cuerda en la que faltó refinar el tratamiento del ritmo con puntillo, así como la articulación y los ataques. El carácter grácil del aria «Vedrai la tortorella», en el que Espada se movió con comodidad, esconde una pastorale que requiere un dúo de violines, el cual llegó con corrección, pero sin alardes, no así en el caso vocal, pues Espada estuvo luminosa y límpida en el agudo, controlando con sutileza una línea de canto que llegó con mayor claridad en el discurso. Su última aparición a solo, el aria «Ora ch'e vinta», llegó brillante, expresiva y con un excelente manejo de la prosodia, uno de los puntos fuertes de su actuación a lo largo de la noche, a pesar de que la cuerda no estuvo especialmente solvente, con unas articulaciones muy poco homogéneas y refinadas entre sí.

   Por su parte, la mezzosoprano Lucía Caihuela fue, sin lugar a dudas, lo más destacable del elenco solista. Su Amor divino llegó perfilado por grandes momentos a nivel técnico y artístico, tanto en el agudo, nítido, límpido y con recorrido, como en la zona media-grave, que continúa mostrando un amplitud y firmeza imponentes. Es, además, tan elegante y delicada, que el planteamiento del fraseo y la musicalidad que expone suponen un aporte muy considerable en cualquier papel. Tardó en aparecer, pues no fue hasta los números 21 y 22 –o 23 y 24, según se cuenten los distintos movimientos de la sinfonía introductoria o no– que el recitativo «Ti risponde dal Cielo» y el aria «Quell'Amore ch'eterno si scorge» sirvieron para comprobar que el estado de forma y la mejoría vocal continúan en plenitud y ascenso. En el aria, acompañada de un solo de violín no especialmente descollante, mostró su buen manejo del texto, con una dicción algo mejorable, pero bien tratada, y un fraseo de enorme encanto. Expresiva y con un exquisito manejo prosódico en el recitativo «È ver che luce», el aria «Or di voi piu Fortunato» fue bien defendida en su escritura en el registro central, que si bien no muy exigente en lo canoro, sí precisa de un planteamiento del fraseo solemne, de cierta sobriedad, magníficamente moldeado aquí por la cantante madrileña, con un manejo muy interesante y ajustado del vibrato y uno finales de frase de una apabullante ternura. Por lo demás, el color exhibido en la zona media no pudo menos que impactar por su donosura, aunque en leves momentos dejó escapar más aire de lo deseable. La poderosa profundidad del bajo continuo aquí hizo el resto. Su dúo con Espada «Quanto invidio/Si che sono» –que cerró la parte prima del oratorio– sirvió para plantear dos voces de generaciones y planteamientos diversos, aunque ambas con mucho que ofrecer. Aria rápida y de incisiva factura, sustentada por un correcto unísono de los violines, llegó con un balance en general equilibrado, aunque con un punto más de soprano en varios pasajes, y una afinación bien labrada, cadenciando ambas con mucha fineza para cerrar la primera mitad. Las diáfanas articulaciones del violonchelo en el aria «Un volere, un potere» marcaron la senda por la que transitar, de nuevo en una escritura en cierta forma considerada arcaizante para la época en la que fue compuesto el oratorio. El desarrollo ricamente ornamentado del continuo en la guitarra y el clave completaron el aporte instrumental, dando paso a una voz que atacó de forma algo abrupta la interválica hacia el agudo. El segundo y último dúo con Espada [«L'augelletto che sen vive»] planteó también un dúo instrumental entre violín y violonchelo, aunque ambos no funcionaron con iguales garantías. Mejor imbricado el dúo vocal, con ambos timbres engarzados con naturalidad, aportando cada una lo mejor de sus cualidades para ofrecer una muy destacada versión. No tanto así violonchelo y violín, en el que sin duda el primero estuvo mucho más seguro y convincente. «Tanto parla, tanto crede», última aria solista de Caihuela, sirvió para demostrar su inteligencia musical a la hora de encarar la línea, sin cargar las tintas en los momentos más plausibles de resultar problemáticos, en un discurso desprovisto de ornamentación y expresivamente muy claro, haciendo gala de un agudo de gran solidez.

   El contratenor Gabriel Díaz encarnó a la Teologia, con su habitual solvencia –es un cantante extremadamente seguro– y su vocalidad tan personal, con un timbre que le hace muy reconocible, bastante masculino y redondo, pero que no siempre encandila a todos por igual. Tuvo un papel menos exigente que sus colegas féminas. Se le notó notablemente fagitado a nivel vocal –probablemente las exigencias de su protagonista en la ópera Achille in Sciro le estaban todavía pasando factura–, con poca limpieza en la emisión y no especialmente cómodo. Suya fue la primera aria solista del oratorio [«Una pianta tre rami distende»], en un registro bastante confortable y sostenido por un continuo que ya desde el inicio presentó unos solidos mimbres, así como la cuerda –en su presencia en el refrain al final del aria– ya mostró de forma clara sus carencias. Solvente en la coloratura del aria «Ma nobile scudo», aunque algo mecánico en su plasmación rítmica, de nuevo el continuo ayudó a solventar un momento vocalmente no especialmente limpio. En «Pensier cosi fundesto», aria lenta con solo de violín, destacó su trabajo en el tratamiento del texto, pues la incomodidad vocal fue nuevamente evidente. Tampoco brilló el violín solista, con problemas de afinación en el agudo, así que la sección de continuo tuvo que acudir nuevamente en auxilio de sus compañeros. «Povera navicella» es una de las más hermosas arias de toda la obra, que presenta además un curioso acompañamiento para dos chelos y dos laúdes –aquí reducida a 1+1 por falta de efectivos–. El carácter más expuesto y el tempo lento no favorecieron la vocalidad de Díaz aquí, que a pesar de los problemas técnicos sí estuvo muy expresivo y musical. Se trata, sin duda, de un golpe de efecto –y genio– el de Scarlatti, que en vez de ofrecer la esperable aria de bravura en una tempestad musical presenta una estructura compleja en estilo imitativo, nada menos que una fuga a dos voces acompañada por dos violonchelos en obbligato (que imitan el romper de las olas) y apoyada por dos laúdes solistas, creando una atmósfera de una poderosa suspensión –según Marcarini, indicando que las dudas que sufre la Teología son de naturaleza moral y, por tanto, no pueden expresarse con los recursos retóricos habituales–. Afortunadamente, tanto Turina como Minguillón lograron impactar con la fineza de sus líneas, e incluso Díaz tuvo oportunidad de brindar un da capo sutilmente ornamentado y con un agudo bastante nítido.

   El tenor Diego Blázquez tuvo que encarnar al «malo de la película», la Infedeltá, que debate con ahínco a los demás personajes y que solo al final del último número reconoce su error y admite la existencia de la Santísima Trinidad. Sin tener un papel especialmente exigente, se movió con holgura en el registro medio y solventó con corrección las incursiones en el agudo ya desde el inicio, como en el aria «Che da un mar nascano i fiumi», que se inicia tan solo con un ostinato en el bajo continuo –«subrayando las necias e inútiles convicciones de la Infidelidad, que expone el texto con desprecio y dureza, así, sin muchos adornos»–. Excelente elaboración del continuo aquí, hasta que en el tutti hace aparición en la sección final, «cuando el razonamiento se vuelve totalmente insostenible, en forma de refrain [estribillo] superpuesto a la figuración del bajo continuo con la intención (perfecta y admirablemente lograda) de crear una especie de ‘caos organizado’ imaginativo y retórico». El aria «L'eterno Padre», de sutil factura, fue refrendada por momentos en los violines I/II dialogando con exquisitez, pero no así por la voz, a la cual le faltó calidez y finura, y en un da capo desmesurado sin una conexión expresiva entre emisión y texto. Excelente manejo del color en el continuo, aquí con cuerda grave [chelo y contrabajo], tiorba y órgano positivo. Lo cierto es que Blázquez se movió con mayor desenvoltura en los recitativos que en las arias, y es justo reconocer su buena labor sobre el texto en ellos. En «Tutte le furie», mismos derrotaros vocales, aunque con una presencia más compacta y resulta de la cuerda, destacando en los ritmos punteados.

   Diría que la voz más grave, la del barítono Ferrán Albrich –Tempo en la obra–, hizo lo que pudo, pero no impactó ni por belleza vocal ni por sus recursos técnicos. Faltó cierta limpieza en la emisión y sutilidad en el manejo de las agilidades [recitativo «Con l'ali al piede»], aunque estuvo muy correcto a nivel dramático en el aria «Pretende invano», con una cuidada dicción y bastante solvente en la escritura de amplio rango aquí, bastante más firme en el agudo que en el grave. En «Che sia Tempo» mostro correctos mimbres vocales, que no fueron refrendados por unos violines en los que volvió a evidenciarse la falta de un pincel fino para trazar el unísono. En su última aria [«Con la Fede e Amor divino»] faltó calidad en el fraseo de las agilidades y una emisión con menor tosquedad.

   El concurso del Collegium Musicum Madrid planteó, cual Jano bifronte, algunas dudas e irregularidades. Por un lado, las carencias de una sección de cuerda –violines específicamente– en la que faltó mucha filigrana; el muy probable escaso tiempo de ensayos conjuntos evitó que fructificara una unión de algunos muy notables violinistas sobre el escenario, con un número ya más nutrido de lo habitual en estos casos [3+3]. Como siempre sucede en estas ocasiones, la simple suma numérica de buenos músicos no asegura la excelencia. El recurrente recurso del refrain, al hacer entrar a la cuerda al final de las arias protagonizadas por solos o el bajo continuo, no logró funcionar, pero tampoco descollaron en la Sinfonia inicial, mostrando carencias en empaste, afinación y equilibrio. Por su parte, la habitual costumbre de dejar la línea de viola en manos de un solo instrumentista –por dotado que este sea, como el caso de Isabel Juárez aquí– y colocarla en medio del tutti, impidió que se escuchara su línea prácticamente en toda la velada. El liderazgo de Ignacio Ramal como concertino no fue el esperado para alguien que se mueve con poderosa comodidad coliderando agrupaciones como La Vaghezza o The Ministers of Pastime–, lo que no favoreció un resultado de la cuerda en condiciones óptimas. La vertiente más positiva fue sin duda la del continuo, como ya se ha analizado, destacando también el papel de David Palanca al clave y órgano positivo –contrastando colores según los pasajes adecuados e inteligente en el desarrollo del bajo cifrado, aunque no siempre muy presente en sonido, por su colocación en el escenario–, así como el omnipresente Ismael Campanero, tan seguro como certero al contrabajo. Al conjunto orquestal hay que reconocerle el trabajo detallado en los enlaces de pasajes y el transcurrir entre recitativos y arias, el manejo de las dinámicas con un notable impacto expresivo y un tratamiento dramático de la obra con inteligencia y criterio. Estoy seguro de que contando con más tiempo y recursos estaríamos hablando de otro resultado. Pero este, en mi percepción, es el que hubo y así se lo he contado.

   Como toque final, el quinteto que cierra la obra [«Ch'oi ti ceda?»] llegó en plenitud, con una hermosísima frase sobre las palabras «Or che la Fe’ trionfa» a cargo de Espada, logrando una poderosa ovación del público asistente. En mi caso, me temo que cabía esperar algo más para un proyecto de este calibre, que sin duda ha requerido un ingente esfuerzo para los implicados, en los que pasión no ha faltado, pero sí quizá un trabajo más efectivo y con un trazo más fino para extraer de la excelencia musical de Scarlatti padre todo el jugo. Que sirva para que se le presté más atención y se le sitúe en el lugar que artísticamente merece, pero que en España parece todavía no tener.

Fotografías: José Antonio Escudero.

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