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Crítica: «Così fan tutte» de Mozart en el Teatro de la Maestranza de Sevilla

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Autor: Álvaro Cabezas
3 de noviembre de 2020

«Si poco sirvió la propuesta escénica, la interpretación musical que planteó el maestro mexicano López-Reynoso brilló por su ausencia»

 Así lo hacen todos los millennials

Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 1-XI-2020. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Iván López-Reynoso, director musical; Rafael R. Villalobos, director escénico y vestuario; Emanuele Sinisi, escenografía; Albert Faura, iluminación; Vanessa Goikoetxea (Fiordiligi); Maite Baumont (Dorabella); Simon Mechlinski (Guglielmo); Xabier Anduaga (Ferrando); Natalia Labourdette (Despina) y Roberto de Candia (Don Alfonso). Così fan tutte de Lorenzo Da Ponte (libreto) y Wolfgang Amadeus Mozart (música).

   De manera muy abreviada la historia que escribió Da Ponte [como avezado neoclásico que era continuando las grandes incursiones literarias que se habían hecho en esa temática por parte de Ovidio, Boccaccio, Ariosto o Cervantes], y que musicalizó Mozart para el estreno vienés de Così fan tutte el 26 de enero de 1790 es la siguiente: a finales del siglo XVIII dos jóvenes soldados, Ferrando y Guglielmo aceptan la apuesta que les propone en una bottega di caffè napolitana su, más que probable, mentor y superior en cuestiones de armas, don Alfonso. Este pretende demostrar el carácter quebradizo de la fidelidad que practican sus novias respectivas, Fiordiligi y Dorabella, hermanas adolescentes provenientes de Ferrara. El autodenominado filósofo [seguramente en la acepción ilustrada de hombre que toma la razón como timón de su vida], cree que ellas se olvidarían rápidamente de sus prometidos en el momento en que estos desaparecieran y, bajo disfraz, volviesen inmediatamente para empeñarse en robar el amor de la contraria.

   Como era de prever, ellos, más por vanidad personal que por un conocimiento profundo de los afectos que anidan en el corazón de las chicas con las que quieren casarse, se comprometen con manifiesta fanfarronería a pagar una importante suma monetaria a don Alfonso si este, en el plazo de un solo día, puede probar su teoría acerca de la volubilidad del sexo femenino con el ejemplo de las ferraresas. Sin embargo, como muy rápidamente se pondrá de manifiesto, las jóvenes enamoradas no van a trocar sus emociones por una suerte de inclinación natural, sino a través de la persuasión que despliega el puro teatro que don Alfonso, como consumado maestro de ceremonias, monta para ellas en forma de pruebas [la despedida, el disfraz, el envenenamiento, el casamiento], y mediante la comprada e interesada complicidad de Despina, la misándrica criada de las señoras que hasta canta dos arias para convencerlas de que ser infiel en el amor no es más que gioia e passatempo y que, además, tendrá que actuar como médico y notario para salvar determinadas situaciones inexplicables que terminan por empujar a las damas hasta lo más hondo de la farsa. Cuando todo ha terminado, don Alfonso, auténtico factótum de esta triste comedia, destapa la verdad y baja el telón reafirmando su dominio sobre sus todavía [y quizá por mucho tiempo], discípulos: «Os engañé, pero el engaño fue / desengaño para vuestros amantes, / que ahora serán más juiciosos / y harán lo que yo quiera"; y sobre las habilidades sociales: "Reíd ahora los cuatro que yo ya / he reído y seguiré riendo». De lo ocurrido finalmente a las parejas nada se sabe y esto ratifica que no hay más misoginia en esta ópera que la que se desprende del título, ya que la unidad de acción teatral demuestra que las chicas solo olvidaron a sus chicos por un momento y en la urdimbre del aturdimiento emocional que les tejen la capacidad de sugestión del experimentado don Alfonso [en el que Alberto Jona vio a un don Giovanni retirado de las aventuras amorosas propias que ahora disfrutaría viviéndolas en la carne de otros] y la confianza traicionada de una representante de su género, Despina, el auténtico veneno de la obra para Jacobo Cortines. Por el contrario, sí fueron infieles, y de manera consciente, los muchachos, quizá no tanto por convencimiento personal si no por impertinente curiosidad y hasta por afán de rivalidad entre ellos. Por consiguiente, no hay en su lectura moral discriminación sexista alguna, pero sí una precursora intencionalidad de poner sobre las tablas la relativista y tranquilizadora moraleja del Falstaff de Verdi con un siglo de anticipación.


   Esto no fue entendido por grandes músicos como Beethoven o Wagner, ni por críticos como Hanslick o directores tan mozartianos como Karajan [que solo la llevó a cabo en 1937 y después, únicamente, volvió sobre ella para la grabación con la Philharmonia Orchestra en 1954], que relegaba su dirección musical en el Festival de Salzburgo a las competentes y más frescas batutas de Böhm, Ozawa o Muti. Tampoco la dirigió el incombustible Maazel, pero, en contrapartida, las clásicas puestas en escena de Jean-Pierre Ponnelle, Michael Hampe o Lesley Koening, incluso las más recientes disfrutadas en Aix-en-Provence (Patrice Chéreau), Salzburgo (Ursel Herrmann y Karl-Ernst Herrmann), Madrid (Michael Hanecke) o Nueva York (Phelim McDermott), ofrecieron lecturas, tanto del libreto como de la partitura, sugerentes, esclarecedoras, sofisticadas, enriquecedoras, partidarias y, en definitiva, complementarias a la obra de Da Ponte y Mozart. Fueron concebidas como un medio idóneo para conseguir un fin artístico y se plegaban absolutamente a la letra y la música de la obra, como plataforma necesaria que permitía llevar, estética y físicamente, uno de los grandes hitos de la historia del arte al gran público. Esto no ocurrió ayer en el Teatro de la Maestranza.

   Debido a las medidas aplicadas para paliar los efectos de la pandemia se redujo la obra en más de media hora, no solo eliminando números enteros de gran belleza y de significación argumental como Al fato dan legge quegli occhi y Non siate ritrosi en el Acto I o Secondate, aurette amiche; La mano a me date y Ah lo veggio del Acto II, sino simplificando la compleja y poliédrica lectura de las pasiones humanas que hacen Da Ponte y Mozart con una puesta en escena más conservadora que muchas de las mencionadas anteriormente y que solo en algunos aspectos consiguió llamar la atención con aportes que, por cierto, no venían al caso como la situación en que don Alfonso, Ferrando y Guglielmo apuestan tras una noche de fiesta en la que quizá se les fuera la mano con las copas y en la que ya está presente [no se sabe muy bien para qué] una Despina que, como prostituta de lujo, parece ganarse un sobresueldo cuando termina de servir a las ferraresas. Don Alfonso no tiene ningún aroma filosófico [recuérdense sus aseveraciones del inicio «Ho crini già grigi, ex cathedra parlo»], sino más bien el propio de un viejo verde que, con sus chaquetas brillantes de domador de circo, se deleita con la pérdida de la inocencia que va a infligir a sus jovencísimos prosélitos.

   En cualquier caso, en esa pretensión poco ayudó la falta de expresividad de Roberto de Candia o que en ningún momento los cantantes interactuaran entre ellos, sino que, por el contrario, recitasen mirando al público. Este estatismo escénico parece una práctica en desuso [solo exigida por determinados maestros como Muti] y que no casa con el concepto de «teatro musical» que defiende el director general del Maestranza Javier Menéndez y que tan buen resultado dio la temporada pasada con Don Pasquale o Samson et Dalilla. Además, el propio Villalobos [pretendido por algunos enfant terrible de la dramaturgia sevillana], introdujo detalles que, como máximo pueden resultar curiosos, pero que no aclaran ni contribuyen en nada [como la presencia de las muy sevillanas en sus expresiones madres de Ferrando y Guglielmo a la hora de su partida, una canción de Streisand al inicio del Acto II, un gran oso de peluche de Koons, una coreografía de criadas cotillas que bailan con bandejas que sostienen chocolate caliente, unos vídeos de la adolescencia de los personajes en los que parece mostrarse la explicación de sus pulsiones sexuales], si acaso rasguean el sentido original de la obra. Sin duda puede darse otra versión de los hechos, cambiar los roles y las identidades de los personajes en el juego de poder que subyace o hacer, simplemente, una chispeante comedia musical con trasfondo moral, pero lo que se antoja como una oportunidad perdida es que tras veintiséis años de ausencia de esta ópera en el Teatro de la Maestranza, se llegue a una versión tan descafeinada, carente de tensión, compromiso dramático y hasta de pulsión sexual entre los protagonistas.


   Si poco sirvió la propuesta escénica, la interpretación musical que planteó el maestro mexicano Iván López-Reynoso brilló por su ausencia, porque ya desde la obertura se puso de manifiesto que había renunciado a dirigir a una Real Orquesta Sinfónica de Sevilla que le siguió como sonámbula, con evidentes descoordinaciones en la obertura, algún fallo de los vientos, continuos titubeos y ninguna arista dramática ni sugestiva de las que en tan alto grado se perciben en la partitura. El director tapó con los metales y percusión la leve intervención del excelente Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza en el Acto II y casi estuvo a punto de hacerlo con las trompas en el aria Pietà, ben mio, perdona de Fiordiligi. Sin embargo, acompañó a los cantantes sin imaginación, pero con solvencia alcanzando el mejor momento en mitad del Acto I, durante el recitativo accompagnato que lleva hasta el comienzo del aria Come scoglio, coronado fastuosamente por Vanessa Goikoetxea [que sustituyó a la, en un primer momento, programada Carmela Remigio], que encarnó una Fiordiligi más cerebral que carnal, finísima en todos los aspectos y que, a buen seguro, podría escribir grandes páginas como la Contessa de Le nozze di Figaro o la Micaela de Carmen. Otra voz espectacular fue la de Natalia Labourdette que bordó, literalmente, sus dos arias de Despina con desparpajo y hermosura. Maite Baumont fue la que mejor compaginó canto y acción, ofreciendo una vis cómica que podría ser envidiada por el resto del elenco. Las voces de los protagonistas masculinos resultaron muy adecuadas, si bien su actuación fue poco creíble. Es una pena que una voz tan potente y seria como la de Simon Mechlinski se halla visto envuelta en el papel de un Guglielmo que no miraba a los ojos de Dorabella mientras cantaba Il core vi dono y que, en vez de palpar los latidos del corazón de su pretendida, acariciara el osito de peluche que esta sostenía. Más destacable fue el desarrollo de su aria Donne mie, la fate a tanti, estropeada por la proyección de fondo. Xabier Anduaga se llevó los laureles de la representación: interpretó con más contención de la debida al personaje, pero ejecutó sus dos arias con belleza, matices y hasta innovaciones propias, quizá más adecuadas para el lucimiento de un concierto que de una función operística, pero con una voz potente de baritonaleggiante que es la que le corresponde al personaje, más robusto y decido que el don Ottavio y que, por supuesto, el don Basilio mozartianos.


   Mozart pertenece al tránsito entre la Edad Moderna y la Contemporánea, vio los inicios de la caída del Antiguo Régimen y compuso siguiendo las directrices musicales y estilo estético del momento que le tocó vivir. Cualquier aproximación hasta aquella sociedad se antoja extremadamente compleja y dificultosa y los valientes que se atrevan a hacer el viaje del presente al pasado [nunca al revés], tienen un mayor porcentaje de éxito si llevan sus alforjas cargadas de lecturas, estudios, vivencias y debates. Los directores y cantantes que actuaron ayer reúnen una media de edad muy baja [casi todos nacieron en los años ochenta y noventa], y quizá eso sea saludable para regenerar el teatro musical, pero probablemente sea más factible hacerlo con otros autores de estética menos compleja y de mayor facilidad musical. La reducción y adaptación de Così fan tutte, tanto escénica como musicalmente, se antojó demasiado dependiente de los modelos y referencias un tanto naíf de los actuales millenialls, a veces muy centrados en lo accesorio [sobre todo la imagen], y otras muy poco decididos a abordar lo que Woody Allen llama «las grandes preguntas del ser humano». Da Ponte y Mozart las responden sin ambages en Così fan tutte, pero eso no se percibió en el Teatro de la Maestranza.

Foto: J. M. Serrano

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