Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. 27-I-2018. Auditorio Nacional. Temporada de abono de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE). Julia Lezhneva, soprano; Mikhail Antonenko, piano. Director musical, Santtu-Matias Rouvali. Arias de Antonio Vivaldi, George F. Haendel y Wolfgang A. Mozart. Sinfonía n.° 2 en Re mayor, opus 43, de Jean Sibelius.
Bajo el título de “Desde Rusia con la voz”, la Orquesta Nacional de España ha presentado un programa bastante ecléctico donde se combinaban arias del periodo barroco con una de las obras cumbres del nacionalismo musical. En él, dos jóvenes músicos que están llamados a tener un papel importante en el futuro han debutado con la orquesta: la soprano rusa Julia Lezhneva, a quien se refiere el título del concierto, y el director Santtu-Matias Rouvali, último producto –pronto saldrá el siguiente– de la inagotable cantera de directores de orquesta finlandesa.
La joven soprano rusa lleva una carrera fulgurante. Alumna de la gran Elena Obraztsova, protegida de nombres como Kiri Te Kanawa, Giovanni Antonini o Mark Minkowski, con solo 28 años ha grabado varios discos con la multinacional Decca y ha cantado en varios de los escenarios más prestigiosos de Europa. En 2010 debutó en nuestro país con varias funciones del Ottone in Villa de Vivaldi –entre otros sitios en Castellón y en Valladolid– junto a Il Giardino Armonico, y el año pasado dio conciertos en el Auditorio Nacional, en el Festival de Perelada y fue la Zerlina del Don Giovanni del Liceo. En estos casos de ascensos fulgurantes siempre nos encontramos con la incertidumbre de si la cantante es tan buena como algunos nos venden, o tan mala como algunos puristas nos quieres hacer creer. Como casi siempre en estos casos, ni una cosa ni la otra. Es una cantante de emisión cristalina, que sabe proyectar bien la voz, con un control del fiato bueno, con agilidades de escuela y con una gran facilidad para resolver trinos y adornos. Por el contrario, su voz es pequeña, algo impersonal, donde lo más interesante es un registro central muy atractivo. El grave, desguarnecido, es pobre mientras que el agudo, cuando entra es luminoso, pero cuando no, es un tanto agrio, estrangulándose con facilidad.
Con todo, lo que menos me atrajo fue su “puesta en escena”. Una imagen entrañable y angelical –con pinta de no haber roto un plato en su vida–, sin duda atractiva, pero bastante monótona. Da igual que estemos en una página de bravura como el “Agitata da due venti”, aria de la ópera Griselda de Antonio Vivaldi, de compleja coloratura y que solventó con facilidad, aunque con un par de agudos calados, o que estemos en otra mucho más íntima y expresiva como el “Solitudini amate… Aure fonti” del Alessandro de George Friedrich Haendel, mejor momento de Lezhneva para el que suscribe, que bordó con un canto legato expresivo, natural y sereno. Tanto en el “Brilla nell’alma” –también del Alessandro de Haendel– como en el Aria de Concierto mozartiana “Ch’io mi scordi di te?... Non temer, amato” –en ésta junto a su marido el pianista Mikhail Antonenko– la cantante se mantuvo segura y expresiva, conquistando al público que llenaba el Auditorio Nacional y que la premió con numerosos aplausos. Lehneva y el Sr. Antonenko ofrecieron fuera de programa el “Alleluya” del veneciano Nicola Porpora donde volvió a mostrar que no tiene problemas con los “fuegos artificiales”.
Julia Lezhneva se benefició también del excelente acompañamiento del Sr. Rouvali y los profesores de la ONE –en formación de cámara 6/5/5/4/3– que resaltaron la belleza de estas páginas. Hoy en día no es fácil oírlas con el sonido brillante de los instrumentos “normales”, que quizás desagraden a los purista de los instrumentos originales, pero que a otros nos hacen disfrutar.
En la segunda parte volvimos a la gran orquesta y al gran repertorio con la Sinfonía n° 2 en Re mayor, Op. 43, del finlandés Jean Sibelius. Estrenada por el compositor en marzo de 1902, sus primeros esbozos datan de 1899. Trabajó en esos esbozos en el invierno de 1901 durante un viaje a Italia en que visita Rapallo, Roma y Florencia, aunque no es hasta su vuelta a Finlandia ya en primavera, cuando decide dedicarlos a una sola obra. Tras un intensivo trabajo en verano y otoño, termina definitivamente la obra en enero de 1902. Su estreno fue un éxito de público, quien la vio como un símbolo de afirmación nacional frente al dominio ruso –tesis que abrazó y promovió Robert Kajanus, el entonces pope de la dirección de orquesta finlandesa– que todavía se prolongaría quince años más, hasta la Revolución de Octubre. En las “peculiares” e interesantísimas notas al programa de mano, Javier Vizoso nos recuerda el disgusto de Sibelius con esta teoría, y como en su última época lo que más feliz le hacía era fumar un buen puro con una copa de brandy.
Santtu-Matias Rouvali, de estatura media, con unos brazos largos y una cabellera que recuerda al Levine de los 70, se mueve en el podio como si fuera un bailarín. Dibuja cada frase con sus brazos, con un gesto claro y preciso que sin duda facilita que los músicos de la orquesta entiendan sus instrucciones. Director principal de la Filarmónica de Tempere, y nuevo producto de la factoría finlandesa del mítico Jorma Panula en la Academia Sibelius de Helsinki, donde también ha tenido como profesores a Leif Segestrem y a Hannu Lintu, estará probablemente de acuerdo con esta “nueva visión”. Su versión, de una personalidad apabullante para su edad -32 años aunque con aspecto de adolescente- fue sorprendente viniendo de donde viene, y es con seguridad la “menos finlandesa” de las ocho versiones que he visto en mi vida.
El Sr. Rouvali despojó a la obra de la carga dramática que sin duda tiene, por momentos tan cercana a la de Tchaikovsky, y que he podido apreciar en conciertos de grandes directores como Sir Colin Davis, Hannu Lintu –uno de sus profesores– o Lorin Maazel. Por el contrario, la suya fue una versión brillante, flamígera, de tempi rápidos –duró unos 44 minutos– que inicialmente nos descoloco. Sin embargo, una vez que entramos en su mundo, fue magnética. El discurso claro y conciso fluyó con naturalidad tanto por los paisajes idílicos y soleados de la Italia donde se bosquejó, como por las ráfagas de viento helado de la Finlandia donde se terminó. Rouvali exigió a la orquesta desde el Allegretto inicial soportado por la densidad orquestal de las cuerdas, quienes tocaron admirablemente, sobre todo violonchelos y contrabajos. El Andante fue aún más chocante, algo más ardiente y menos rubateado de lo habitual. El “trazo fino” se mantuvo en el tercer movimiento y la respuesta orquestal también, a pesar de una entrada algo en falso de los metales en el tema de las tres notas ascendentes que poco importó ante la coherencia de la versión. El Finale, muy equilibrado, fusionó de igual manera la dualidad italo-finesa de la obra, donde a los crescendos explosivos, le seguían las transiciones idílicas de las maderas, culminadas por los tutti orquestales con los metales a la cabeza.
Excelente la respuesta orquestal, virtuosa de principio a fin y gran éxito de público. Mención especial al flautista Álvaro Octavio, al trompetista Manuel Blanco, a toda la sección de violonchelos, con unas intervenciones solistas de Ángel Quintana difíciles de olvidar.
Fotografía: OCNE.
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