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Crítica: La Orchestra of the Age of Enlightenment y Thierry Fischer clausuran la 49.ª temporada de Ibermúsica

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Autor: Mario Guada
3 de junio de 2019

La orquesta historicista británica se traslada al umbral del siglo XX para ofrecer un programa tan complejo como bien solventado, mostrando que otra visión de estos repertorios se hace cada vez más necesaria, a la luz del magnífico resultado ofrecido.

Los «HIPpies» y la transgresión de la convencionalidad

Por Mario Guada | @elciticorn
Madrid. 30-V-2019. Auditorio Nacional de Música. Ibermúsica [Serie Barbieri 12]. The definitive musical celebration of freedom and liberty. Obras de Edward Elgar, Richard Strauss y Jean Sibelius. Alina Ibragimova • Orchestra of the Age of Enlightenment | Thierry Fischer.

No hay que prestar atención a lo que dicen los críticos. Nunca se ha erigido una estatua en honor a un crítico.

Atribuida a Jean Sibelius.

   Cuando iniciada la pasada centuria, una serie de intérpretes, musicólogos, estudiosos y personalidades del mundo de la cultura decidieron que echar una vista a la producción musical del pasado requería acudir a las fuentes para ser tratadas de una manera más fidedigna, seguramente no eran conscientes de que iban a crear el que ha sido, sin duda, uno de los movimientos interpretativos más sustanciales y potencialmente imperantes a lo largo de buena parte del aquel siglo hasta la actualidad. Nacía entonces, con Arnold Dolmestch y su familia como cabezas más visibles, un incipiente historicismo o Historically Informed Performance [HIP], esto es, interpretación históricamente informada, término con el que décadas después pasó a conocerse esta práctica performativa. Desde aquel momento, pero especialmente a partir de la década de los 60 y 70, con los pioneros [Alfred Deller o David Munrow] y especialmente con los grandes maestros [Leonhardt, Harnoncourt, Brüggen o Hogwood, por mencionar solo algunos] que cambiaron por completo el panorama y de donde han bebido todas las generaciones que hoy día se dedica a este tipo de interpretación en gran parte del mundo. Estos «HIPpies», que por vez primera plantearon a las salas de conciertos una nueva manera de afrontar los repertorios pretéritos desde el Medievo hasta el Barroco, tenían como principales armas los instrumentos originales conservados o copias fidedignas de estos, lo que cambió por completo la sonoridad y la recepción auditiva por parte del público.

   Con el paso de los años estos intérpretes se fueron refinando, ajustando cada vez más sus acercamientos, disponiendo de más datos y de una pulcritud musicológica mucho mayor sobre la que poder sustentar su visión interpretativa. Con el tiempo, además, el repertorio hasta el Barroco y sus incursiones en el Clasicismo se les fueron quedando cortas. Había ansia de ir más allá, de demostrar que la música de los grandes románticos podía pasarse también por el tamiz del historicismo. Y así ha sido. Son muchos ya los grandes conjuntos que han aplicado estas prácticas a repertorios diversos, llegando incluso hasta el Impresionismo parisino [Les Siècles es un excepcional ejemplo de esta visión historicista para las obras de Debussy o Ravel]. La Orchestra of the Age of Enlightenment [OAE] fue formada en 1986 por un grupo de músicos autogobernados con intereses diversos y una máxima en común: demostrar que los instrumentos de época pueden tener un recorrido mucho mayor de lo establecido hasta entonces y que el concepto de orquesta no debe quedarse tan anquilosado. Así nacía este conjunto británico con instrumentos originales que se decidió a interpretar un repertorio todo lo amplio que fuera posible, trabajando son un director estable, sino con maestros invitados que pudieran adaptarse de la mejor manera a cada uno de los repertorios.

   Acudían en este concierto para echar el telón a la presente temporada de Ibermúsica, por primera vez en la historia de la institución. Si bien la orquesta suele moverse con asiduidad entre el repertorio barroco y el de los primeros románticos, no es extraño situar a la OAE en repertorios posteriores, llegando incluso a Verdi o Mahler. Para esta ocasión eligieron un programa que asoma la cabeza hacia la modernidad musical del siglo XX, aunque todavía incipiente de la mano de tres autores muy distintos, que sin embargo fueron imbricados aquí con sutileza. Bajo el título de The definitive musical celebration of freedom and liberty [La definitiva celebración musical de la autonomía y la libertad] se ofrecieron tres obras de concepciones y arquitecturas diversas, en algunos casos casi opuestas, pero que sirvieron para demostrar las amplísimas posibilidades del conjunto en estos repertorios. Se inició la velada con la Serenata para cuerdas en Mi menor, Op. 20, de Edward Elgar (1857-1914), una de sus composiciones más celebradas e interpretadas para esta formación. Como bien explicita Juan Manuel Viana en las notas al programa del concierto, se trata de una reelaboración de tres obras previas para cuerda [Canción de primavera, Elegía y Final], a las que Elgar dio forma de nuevo en 1892 y que fueron estrenadas cuatro años después en la ciudad belga de Antwerp como unidad. Se trata de una obra de notable refinamiento, con un tratamiento de la cuerda bien elaborado, inteligente y que representa en buena medida su calidad compositiva, especialmente en su maravilloso y evocador Larghetto central, que fue interpretado con una solvencia técnica apabullante y un logro sonoro excepcional por la descomunal sección de cuerda de la OAE, comandada para la ocasión por unas intérpretes de excepción: Aisslinn Nosky [concertino], Margaret Faultless [violines II], Simone Jandl [violas], Luise Buchberger [violonchelos] y Margaret Urquhart [contrabajos]. Resulta tremendamente sugerente escuchar un Elgar tan diáfano, con esa calidez que aporta la tripa en la cuerda –aunque sea mezcla– y con una selección tan ajustada del vibrato. Fue, sin duda, una experiencia renovadora y altamente convincente que llegó, además, amplificada por una lectura sosegada pero vigorosa, tremendamente empastada en todas sus partes, con un equilibrio sonoro magnífico –¡qué sección de violas!– y un mimo por el resultado auditivo totalmente satisfactorio. Fue, probablemente y con permiso de Sibelius, el mejor momento de la velada.

La segunda obra de la primera parte, el Concierto para violín en Re menor, Op. 8, se trata de un ejemplo de juventud en la carrera de Richard Strauss (1864-1949), que lo esbozó contando son tan solo 14 años y terminó de componerlo entre 1881 y 1882. La versión con orquesta se estrenó en 1890, con Benno Walter –dedicatario de la obra– como solista. Conformado por tres movimientos, cuenta con una estructura interna y una orquestación bastante «clásicas», y aunque se trata de una obra de juventud que incluso parece el propio Strauss llegó a ridiculizar en su madurez, no debe ser vista únicamente como una anécdota en su carrera o una curiosidad histórica, sino como un ejemplo de sinceridad juvenil y de amplitud de la expresión lírica, cuyos fuegos artificiales tienen un gran atractivo para los intérpretes y oyentes del concierto. Solo los primeros seis compases del movimiento inicial bastan para asustar a cualquier violinista, por solvente que este sea, como demuestran esos pasajes de escalas con dobles cuerdas tan extremadamente complejos. Con la misma duración que los dos movimientos siguientes, es sin duda un campo abierto para el lucimiento del solista –por más que quizá el Rondo final es el movimiento técnicamente más imponente–. Así lo entendió Alina Ibragimova, violinista versada en las prácticas historicistas, que se adaptó con destreza a esta visión filológica de la obra, demostrando su descollante calidad técnica, a pesar de que en ciertos momentos faltó ese punto de perfección que se espera de los grandes. La rusa adoleció de ese punto de pulcritud excepcional que requieren los pasajes más complejos, en los que se pudo distinguir un punto de limpieza sonora por debajo de lo esperado e incluso algunos problemas de afinación. En cualquier caso, es una intérprete muy dotada, especialmente en el aspecto expresivo, como demostró en el movimiento central [Lento ma non troppo], remarcando la versión más intimista de la obra, con un vibrato muy selectivo y ensalzando el trabajo temático de Strauss en esta obra. Logró extraer, además, un hermoso y puro sonido de su Anselmo Bellosio de 1775. Logrado el trabajo general de la OAE, aunque fue la obra en la que menos cómodo se mostró el sonido, quizá por la pastosidad de las texturas en ciertos pasajes. Aun así, la siempre exquisita línea de las trompas fue muy bien articulada por una sección liderada por Gavin Edwards.

   La gran obra protagonista del concierto fue la Sinfonía n.º 2 en Re mayor, Op. 43, de Jean Sibelius (1865-1957), una de las grandes obras del sinfonismo del finés, que fue compuesta en 1901, bajo el cándido sol de la Riviera italiana, y terminada en su país natal al año siguiente, para ser estrenada en marzo bajo su propia batuta. Para un vehemente adorador de la obra sinfónica de Beethoven, el hecho de que Veijo Murtomäki diga de ella que contiene «uno de los movimientos [Vivacissimo] más beethovenianos de Sibelius» y que Karl Flodin la describiera como «una de las pocas creaciones sinfónicas de nuestra época que apunta en la misma dirección que las sinfonías de Beethoven», sin duda llenaría de orgullo al autor finés, que ciertamente despliega en esta obra una poderosa escritura para un amplia orquesta, que aquí fue interpretada con una nutrida sección de cuerda [14/12/10/8/6], erigida una vez más como el auténtico –y fascinante– motor de la OAE. Sus relaciones con el Don Juan –muy evidentes en el segundo movimiento [Tempo andante, ma rubato], la recurrencia del motivo de tres del Allegretto inicial, sus heroicas melodías, el incesante ostinato en la cuerda grave del Finale, sobre el que se elevan las interpolaciones del oboe solista [gran trabajo aquí de Nicholas Daniel], así como del resto del viento madera [merecidos aplausos merecen el otro oboísta, Adrian Rowlands, así como las flautas de Lisa Beznosiuk y Neil McLaren, además de los clarinetes, Antony Pay y Katherine Spencer, y los fagotes de Howard Dann y Hugo Arteaga], en el que fue sin duda el triunfo de la sutileza tímbrica y la elegancia que destilan los instrumentos de época tocados aquí evitando toda pátina de la tradición tardorromántica a la que se está tan acostumbrado para estos repertorios. Igualmente merecedora de elogios la sección de viento metal [trompetas: Neil Brough, Phillip Bainbridge, Matthew Wells; trombones: Philip Dale, Laura Agut, Ed Hilton; y la tuba de Martyn Jarvis].

   Un testimonio, pues, realmente necesario e inspirador de que otras maneras son posibles cuando se trata de música que vislumbra ya el siglo XX. Aquellos que piensen que eso del historicismo es solo para los barrocos, se hubieran llevado quizá una poderosa sorpresa de mano de esta excepcional orquesta, que fue conducida con tino, un gesto amable y muy clarificador por Thierry Fischer, uno de esos directores que ha desdeñado la batuta para hacer uso de sus manos de forma libre y descriptiva. Liberó a la música del anquilosamiento y sin duda se dejó llevar por esa filosofía de la OAE, para pulir un repertorio que es tan apto para esta visión como lo puede ser prácticamente cualquier otro. Solo hacen faltan talentos como estos, criterio, valentía y querer salirse de lo convencional. Cuando todo ello logra aunarse, se exhibe un nivel orquestal que se sale de los calificativos habituales y que realmente conducen a la reflexión. Poco más puede pedirse a una interpretación...

Fotografía: Ibermúsica.

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