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Crítica: «La serenata silenciosa», de Erich Wolfgang Korngold, en la Ópera de Cámara de Viena

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
20 de junio de 2023

«Es una obra que raramente se ha visto y raramente se volverá a ver. Si una ópera excepcional como El milagro de Heliane no termina de consolidarse en los teatros de ópera más allá de Berlín, mas difícil es esto. Y es que, bien mirado, es difícil que una serenata sea silenciosa

¿Qué serenata puede ser silenciosa?

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 14-VI-2023, Wiener Kammeroper. Nueva producción del Theatre an der Wien en la Wiener Kammeroper. Die stumme Serenade [Erich Wolfgang Korngold/Libreto de Raoul Auernheimer, Victor Clement, Erich Wolfgang Korngold y Bert Reisfeld]. Jasmina Sakr [Silvia Lombardi], Peter Bording [Andrea Cloclé], Jenifer Lary [Louise], Paul Schweinester [Sam Borzalino], Stefano Bernardin [Benedetto Lugarini], Reinwald Kranner [Caretto], Alexander Strobele [Bettina/Laura/Pater Orsenigo], Diana Bärhold [Maniquí 1], Lilia Höfling [Maniquí 2], Lucia Miorin [Maniquí 3]. Orquesta de la Wiener Kammeroper. Dirección Musical: Ingo Martin Stadtmüller. Dirección de escena: Dirk Schmeding.

   La vida del compositor austríaco Erich Wolfgang Korngold fue de las más intensas de la primera mitad del s. XX. Hijo de uno de los críticos más influyentes de la época, en una sola vida fue niño prodigio, pianista, compuso obras para orquesta, concertantes, de cámara, para piano solo o canciones. Triunfó en los teatros cuando era poco más de un adolescente con ballets, óperas, músicas incidentales y reorquestando operetas, y cuando con poco mas de trinta años, vio venir el auge del régimen nazi, se fue a Hollywood convirtiéndose en el compositor más influyentes del momento, compartiendo cartelera con los Franz Waxman, Max Steiner o Miklos Rózsa, y ganando dos premios óscar al poco de llegar allí: por Anthony Adverse en 1936 y por Robin de los bosques en 1938. En doce años compuso más de quince bandas sonoras, pero a pesar de sus éxitos en el cine, su interés por el mismo decayó. Quería seguir componiendo música clásica y nunca se le quitó el gusanillo de la escena. De hecho, La serenata silenciosa-Die stumme Serenade fue su última aportación al género. Su primer y posiblemente único fracaso lo vivió a su regreso a Viena tras la guerra mundial y ver el rechazo que generaba su música y la de sus colegas de generación en la postguerra. La nueva música y sus apóstoles terminaron el trabajo que empezaron los nazis cuando les tacharon de «música degenerada».

   Cuando uno ha conseguido el éxito tan temprano –estrenó La ciudad muerta en 1920 con solo 23 años– y lo ha mantenido a lo largo de su vida en sus diversas facetas, es difícil volver atrás. Nuevas músicas, nuevos entornos, y la propia evolución personal hacen difícil volver al pasado. En 1946, el Korngold de La ciudad muerta o de El milagro de Heliane, con esa música exuberante, esa orquestación fascinante y esa intensidad arrebatadora, es cosa del pasado. Y es normal. Korngold sigue ahí, pero lleva doce años en California. Su ambición por seguir componiendo está ahí, pero el entorno es otro y consecuentemente, el lenguaje también es otro. En La serenata silenciosa, una comedia musical pensada para estrenar en Broadway pero que nunca llegó ahí, la música, compuesta para un pequeño conjunto de cámara –entre ocho y diez músicos–, es una especie de opereta vienesa con evidentes influencias del jazz y de la música americana. La obra es rica en melodías –si bien poco pegadizas–, es colorista, y desprende picardía en varias de sus escenas. El tono general de la obra es muy ligero, imaginativo, vivo, ágil típico de la opereta, pero te sorprende más que atrapa. No termina de ganar fuerza dramática, y es aun peor para el público que no habla alemán, ya que a pesar de que la obra está anunciada también con sobretítulos en inglés, éstos solo aparecen en los números musicales. Así que nos perdemos los diálogos, y con ellos, una parte importante de la trama y de la obra.

   El libreto también es un poco batiburrillo. La historia se ambienta en una supuesta revolución en el Nápoles de 1820. La famosa actriz Silvia Lombardi, prometida del jefe del gobierno napolitano, cree que han robado en su casa la misma noche en que han atentado contra su novio. El principal sospechoso es su sastre, Andrea Coclé, que está perdidamente enamorado de ella. Le recita en el balcón la «serenata silenciosa» que da nombre a la ópera, una canción sin palabras si es que esto existe, que termina con un beso amoroso. Entran de por medio otros personajes secundarios con inteligencia muy limitada como el jefe de policía, el jefe del gobierno, el periodista Sam Borzalino o Luise, admiradora de la Lombardi. Al final, Andrea Coclé confiesa el intento de asesinato que no cometió para conseguir una última cena con la actriz. Allí consigue abrazarla y finalmente se libra de la pena de muerte de milagro ya que entre tanto, el pueblo ha derrocado al odiado primer ministro y de manera increíble, le han nombrado a él. La historia termina de manera aún más rocambolesca si cabe, ya que al final de la obra, aparece el verdadero terrorista y se alza con el poder. Afortunadamente para Andrea Coclé, dimite y vuelve a ser libre.

   Con estos mimbres, el director de escena Dirk Schmeding no se va por los cerros de Úbeda, y nos plantea una acción vibrante, humorística y un tanto estrafalaria donde las payasadas están a la orden del día. Un telón intermedio repleto de bombillas evocaba los tiempos de la república de Weimar o de la película Cabaret. Todos esos excesos que a priori hacen más atractiva la obra para el espectador, chocan en parte con el humor fino e irónico de Korngold, que no se queda ahí y transmite sin duda un punto de melancolía. Pascal Seibicke, responsable de la escenografía y del vestuario, aprovecha al máximo las pequeñas dimensiones del escenario del teatro y caracteriza con gracia a los distintos personajes. En la coreografía de Kerstin Ried tienen una importante participación las «tres maniquís», estudiantes de varios conservatorios de la ciudad y que por su soltura en el escenario, su gracia en escena e incluso su facilidad para interpretar pequeños números de claqué, parecían llevar toda una vida sobre ellos.

   En líneas generales, el elenco vocal fue competente. No es que tuviéramos a las mejores voces de la ciudad, pero fueron mas que suficientes para hacernos disfrutar de la función. La soprano vienesa Jasmina Sakr bordó escénicamente el papel de la diva Silvia Lombardi. Fue diva, sonámbula, picarona, se cambió en varias ocasiones de vestuario, se movió con soltura, y sus diálogos fueron ágiles y directos, aunque vocalmente su timbre resultó un tanto agrio en el registro superior.

   Por su parte, el barítono holandés Peter Bording en el atractivo papel de su sastre y amante, fue la voz más interesante de la velada. Interpretó siempre con suficiencia, con un timbre atractivo y oscuro, y ejerció de galán incluso cuando estaba preso. Nos sorprendió positivamente en los dos dúos del segundo acto con una perfecta emisión que permitió que su voz corriera sin problemas por el escenario.

   La pareja cómica compuesta por Jenifer Lary como Louise y Paul Schweinester como el periodista Sam Borzalino fue también más que correcta. La joven soprano austriaca exhibió una voz sana, fresca y juvenil, mas que suficiente para esta pequeña sala, mientras que el joven tenor, de voz bien emitida pero sonido muy limitado, también demostró sentirse muy a gusto en escena.

   Reinwald Kranner y Stefano Bernardin como el jefe de policía Caretto y el odioso primer ministro Benedetto Lugarini, cumplieron sobre las tablas lo que les transmitía la dirección escénica, prevaleciendo su componente histriónico. Por su parte, el actor Alexander Strobele superó en esta faceta a todos en sus distintos papeles –Laura, la directora del salón de moda Bella Napoli de Andrea Coclé; Bettina, la ayudante la Lombardi y el padre Orsenigo–. Como mencionamos anteriormente, apreciable la actuación de Diana Bärhold, Lilia Höfling y Lucia Miorin como las 3 maniquís.

   A los mandos de todo el entramado y de la Orquesta de la Ópera de Cámara de Viena, el alemán Ingo Martin Stadtmüller mantuvo el pulso teatral y sacó una preciosa sonoridad de los diez miembros de la orquesta. Hubo entrega y entusiasmo, y lo supieron transmitir a un público que pudo asistir a una obra que tiene su interés y que premió con muchos aplausos el resultado final. Sin embargo me temo que mas que un reestreno será flor de un día. Es una obra que raramente se ha visto –este ha sido el estreno escenificado en Austria donde el único antecedente fue el estreno en 1951 en versión radiofónica bajo la dirección del propio compositor– y raramente se volverá a ver. Si una ópera excepcional como El milagro de Heliane no termina de consolidarse en los teatros de ópera más allá de Berlín, mas difícil es esto. Y es que, bien mirado, es difícil que una serenata sea silenciosa.

Fotografías: Herwig Prammer/Theater an der Wien.

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