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Crítica: La «Sinfonía Resurreción» de Mahler, por Jakub Hrůša en la Wiener Konzerthaus

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
30 de enero de 2022

Es gratificante ver que aún hay quien se tira a la piscina, quien arriesga al máximo, y quien es capaz de mantener al espectador al borde del infarto durante cerca de hora y media.

¡Todo lo que nace debe perecer, todo lo que muere resucitará!

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 27-I-2022, Konzerthaus. Sinfonía n.° 2, «Resurrección», de Gustav Mahler Bamberger Symphoniker – Bayerische Staatsphilharmonie; Wiener Singakademie; Anna Lucia Richter [mezzosoprano]; Christina Landshamer [soprano]. Director musical: Jakub Hrůša.

   Volvía Jakub Hrůša al Kozerthaus, un escenario que el joven director checo conoce bien, y donde previamente se ha presentado con la Orquesta Filarmónica de Praga y con varias orquestas vienesas –la Sinfónica WSO, la Filarmónica WPO y la de la ORF–. Lo hacía con su orquesta actual, la Sinfónica de Bamberg, orquesta de gran tradición, fundada en 1946 por músicos alemanes residentes en Praga que habían sido expulsados de allí. Asociada durante años a los nombres de Joseph Keilberth, Eugen Jochum o Horst Stein, muchos de sus músicos tocaban en verano en el Festival de Bayreuth, siendo parte fundamental de la época dorada de Wieland Wagner.

   Hace casi cinco años que comentamos con gran entusiasmo su debut con la Filarmónica de Nueva York en el David Geffen Hall neoyorquino que se sumaba a la excelente impresión que me causó con la «Filarmónica checa» cuando aún era un veinteañero abriéndose paso. Pero ambos conciertos fueron con un repertorio eminentemente checo –aunque si nos ponemos puntillosos, podemos considerar que Gustav Mahler también era checo ya que Kaliste, el pueblo donde nació, y Jihlava, donde vivió hasta los catocer años están a poco más de una hora de Brno, ciudad de nacimiento de Hrůša– y quería oírle en otras lides. Y qué mejor que una obra inmensa, grandiosa y llena de contrastes como la Sinfonía Resurrección.

   La obra fue muy polémica en su día –es conocida la anécdota del director alemán Hans von Bülow diciendo lo de «si lo que acabo de oír es música, debe ser que no entiendo nada sobre este arte. Tristán es una sinfonía de Haydn al lado de esto»–, y es capaz de poner a prueba a las mejores orquestas del planeta. Sin embargo, Mahler no rompe con la gran tradición, sino que elabora una gigantesca forma sonata donde los tres movimientos centrales, cada uno a su manera, son un anticlímax entre los dos grandiosos extremos.

   Jakub Hrůša es un director elegante, de ideas claras y gesto vehemente, más pendiente de que la obra fluya y de que se respire tensión, que de conseguir una tímbrica exquisita o un fraseo embriagador. Esta visión le viene mejor a unas obras que a otras, pero en una época en que muchos directores están obsesionados por un control absoluto y en que nada «se salga de madre», es gratificante ver que aún hay quien se tira a la piscina, quien arriesga al máximo, y quien es capaz de mantener al espectador al borde del infarto durante cerca de hora y media.

   Y Hrůša arriesgó desde el primer compás del Totenfeier, imponiendo un ritmo infernal –flamígeros chelos y contrabajos sobre el trémolo de violines y violas– que sus músicos siguieron a duras penas con un sonido imponente de belleza indudable. Ahí estaban todos los contrastes y la tensión sofocante de esta marcha fúnebre sin parangón. Hubo escasos momentos de paz en que tomar aire.

   El Andante moderato fue por contraste un merecido remanso de paz, con un tempo más relajado y donde los juegos entre las maderas –excepcionales flauta y oboe– y las cuerdas fueron una delicia. Hrůša nos dio un rondó jovial, que respiraba contigo, que fluía sin cesar, camerístico por momentos, y con un detalle que no recuerdo haberlo visto hasta la fecha. Violines y violas no tocaron los pizzicatti apoyando los instrumentos en el hombro sino por delante del cuerpo, como si fueran una guitarra, tal y como hacía el inolvidable Kazuhide Isomura cuando interpretaba el Cuarto cuarteto de Bartok. El efecto fue impactante, y más aún cuando el timbal atacó sobre el acorde final el Scherzo, prácticamente sin solución de continuidad.

   De nuevo ni un momento de respiro. Tensión y más tensión. El timbal marcó el ritmo con vehemencia y precisión, mientras violines y maderas desgranaron el «San Antonio de Padua predicando a los peces» y todas sus variaciones sobre los pizzicatos de chelos y contrabajos. La sensación de congoja que sentimos según se desvanece la última reexposición del tema inicial, fue espeluznante.

   La mezzo Anna Lucia Richter «attaccó» inmediatamente el Urlicht. Su voz mate no es nada atractiva, pero es una liderista de escuela, que emite y proyecta correctamente y que dotó de gran expresividad a un movimiento donde Hrůša demostró que también puede ser sensible.

   En el movimiento final, la orquesta, sobre todo los metales, comenzaron a pagar los excesos iniciales. La tormenta, la calma subsiguiente y los truenos dispersos posteriores, tocados en algún caso desde fuera de la sala mantuvieron el nivel, pero según avanzamos en los innumerables crescendos, la orquesta empezó a perder su densa sonoridad de tonos oscuros que la caracteriza, y se notó que algunos metales iban al límite. Hrůša no se arredró y siguió apretando a las cuerdas hasta el final, y la sensación que todo podría desarticularse estaba ahí. La entrada del Coro no fue precisamente de ultratumba, como han conseguido el Orfeón Donostiarra o el Coro del Concertgebouw, pero pareció estar más en el debe del Sr. Hrůša que en el del Wiener Singakademie, la agrupación coral de la casa, que ya intervino en el estreno de la obra en el Konzerthaus en 1916 bajo la batuta de Ferdinad Löwe. Pero tras esa pequeña decepción inicial, el Sr. Hrůša dejó respirar a las voces, dio rienda suelta al Coro y permitió que tanto la Sra. Richter como la soprano Christina Landshamer se sumaran a «la fiesta» bordando el Coral «Mit Flügeln die ich mir errungen», con unas cuerdas que acusaban el esfuerzo pero que aún eran capaces de crear gran belleza. En el monumental coro final «Sterben werd’ ich um zu Leben!», donde Mahler rodea los versos de Klopstock con una de las mayores exaltaciones que jamás se han compuesto sobre la muerte y la resurrección, Hrůša bajó el pistón y dejó que tanto orquesta como coro se recrearan bordando una coda en que cada clímax te sobrecogía más que el anterior. Tocamos el cielo varias veces. Varias pifias de los metales, algo desfondados a estas alturas, no empañaron un resultado global muy notable.

   El triunfo fue clamoroso con varias salidas a saludar, y con el Sr. Hrůša levantando a saludar por instrumentos y secciones a casi toda la orquesta, y a un coro de domina la obra con soltura. Los músicos parecían encantados, así como un público que por mucho que haya visto esta maravillosa obra, no se cansa de ella. Y que perdona cualquier fallo cuando se respira verdad, cuando la interpretación demuestra tener un concepto global de la misma, cuando se tienen las ideas claras, cuando se sale de lo trillado, y cuando se asumen riesgos.

Fotografías: Andrea Humer.

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