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Crítica: Las «Vísperas» de Monteverdi en el CNDM, con Cappella Mediterranea y el Choeur de Chambre de Namur

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Autor: Mario Guada
3 de febrero de 2024

La agrupación suiza y el excelente coro belga aunaron fuerzas para ofrecer una versión excesiva de esta colección genial que no será recordada por muchos, sin duda marcada por la desmedida personalidad de su líder, el argentino Leonardo García Alarcón

Exceso de carne en el asado

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 28-I-2024, Auditorio Nacional de Música. Universo Barroco [Centro Nacional de Difusión Musical]. Vespro della beata Vergine, SV 206 de Claudio Monteverdi. Mariana Flores, Deborah Cachet [sopranos], David Sagastume [contratenor], Valerio Contaldo, Pierre-Antoine Chaumien [tenores], Andreas Wolf [bajo-barítono], Rafael Galaz [bajo] • Choeur de Chambre de Namur • Cappella Mediterranea | Leonardo García Alarcón [dirección].

Monteverdi está haciendo imprimir una Misa a cappella para seis voces de gran estudio y trabajo, habiéndose obligado a manejar para cada nota y de todas las maneras, reforzando siempre los ocho puntos de imitación que hay en el motete 'In illo tempore' de Gomberti [Gombert], y a la vez está haciendo imprimir también salmos para las Vísperas de la Virgen, con varias y diversas maneras de invención y de armonía, y todo sobre el cantus firmus, con la idea de venir a Roma este otoño para dedicárselos a Su Santidad [el Papa].

Bassano Casso, carta a Ferdinando Gonzaga [26-VII-1610].

   Hace tiempo que vengo considerando que, más allá de otras múltiples consideraciones sin duda relevantes, los intérpretes pueden clasificarse en dos grandes grupos: los que se sitúan al servicio de la música y los que ponen su figura por delante de esta. Y es que la gestión del ego –algo que tengo claro desde hace años tras presenciar decenas de conciertos cada temporada– es quizá el aspecto más difícil de sortear para cualquier artista. Por lo demás, los directores, al igual que solistas vocales o instrumentales de renombre mundial, son siempre figuras inclinadas notablemente hacia el personalismo. El caso de Leonardo García Alarcón, a tenor de lo presenciado en este concierto al frente de dos agrupaciones a las que se encuentra muy ligado desde hace años, el Choeur de Chambre de Namur –fundado en 1987, es su director artístico desde 2010– y Cappella Mediterranea –fundó el conjunto allá por 2005–, se encuadraría en el segundo grupo. Imagino, como buen argentino –aunque residente en Suiza desde hace décadas–, que para él un buen asado es casi religión, y en este las proporciones de la carne y el punto de cocción de la misma se antojan fundamentales. Puede decirse, si me permiten el símil, que el asado de este Vespro della beata vergine, SV 206 del genial Claudio Monteverdi (1567-1643), ofrecido en el ciclo Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM], tenía proporciones de carne inadecuadas y no estaba en su punto de cocinado. Y es una lástima, porque la materia prima con la contaba García Alarcón era de primera calidad, tanto como lo es la res argentina de la que presumen sus compatriotas.

   Situemos, como es preceptivo y antes de entrar en el análisis de la interpretación, las circunstancias y características fundamentales de la que fue una de las recopilaciones de música sacra más extraordinarias del Barroco. Dice el musicólogo francés Denis Morrier –en las notas a la grabación que las mismas agrupaciones y director realizaron en el año 2013 para el sello Ambronay Éditions–, buen conocedor de la música italiana del XVI y XVII, lo que sigue al respecto: «Venecia, septiembre de 1610: el impresor Ricciardo Amadino publica la segunda colección de música litúrgica de Claudio Monteverdi. La obra comprende dos ciclos de composiciones litúrgicas de estilos y objetivos muy diferentes: una misa polifónica a seis voces da cappella (Missa 'In illo tempore') y catorce composiciones para vísperas concertadas (Vespro della Beata Vergine). La anterior obra sacra del compositor (las Sacrae cantiunculae) había sido publicada en 1582, cuando apenas tenía quince años. En los treinta años siguientes, Monteverdi sólo había publicado composiciones profanas: nada menos que cinco libros de madrigales a cinco voces, otro de Canzonette a tres voces, dos series de Scherzi musicali y su primera ópera, L'Orfeo. Sin embargo, durante todo ese periodo, nunca dejó de escribir para la Iglesia. Monteverdi había entrado al servicio del duque de Mantua, Vincenzo Gonzaga, en 1590, inicialmente como violista y cantante. En 1601 obtuvo el cargo de Maestro della Cappella Ducale, en calidad del cual participó en los oficios religiosos más importantes de Mantua. En 1608, sucedió a Giacomo Gastoldi como director de la Cappella di Santa Barbara, que actuaba en los oficios celebrados en la basílica palatina de los Gonzaga. Construida en 1565 en el corazón del laberíntico palacio de Mantua por el arquitecto Giovan Battista Bertani, única y autónoma, desconectada del mundo exterior, dotada de un suntuoso órgano Antegnati y de su propia cappella de músicos, Santa Barbara era un verdadero santuario de la musica reservata. Los Gonzaga habían obtenido incluso del Papa la creación de un rito específico para su iglesia. En Mantua se conservan varios manuscritos de canto llano dedicados a esta liturgia, y se había creado un importante repertorio polifónico (parte del cual se conserva en Milán). La misa y las vísperas de la colección de 1610 se cuentan muy probablemente entre las últimas obras maestras concebidas para la liturgia principesca de Santa Bárbara. Algunos musicólogos han propuesto la hipótesis de que estas piezas podrían haber sido concebidas para adornar ocasiones festivas como el matrimonio del heredero de los Gonzaga, Francesco, en 1608, o el bautizo de su hija María en 1609 (tesis corroborada por el hecho de que el conjunto está destinado a un oficio mariano). Pero a falta de pruebas definitivas, tales afirmaciones no pasan de ser meras conjeturas. […] No fue hasta 1612, tras la muerte del duque Vincenzo, cuando Monteverdi fue invitado a abandonar la corte de los Gonzaga, antes de ser nombrado Maestro della Cappella di San Marco en Venecia en 1613. Sin duda con vistas a apelar al Papa, el año 1610 se erige en representante militante de las nuevas tendencias estéticas de la Contrarreforma católica. El Concilio de Trento había reafirmado el culto a la Virgen y a los santos; la portada de la colección subraya fuertemente las intenciones marianas de las obras que contiene, en lo que se asemeja a una profunda profesión de fe: las palabras Sanctissimae Virgini aparecen en grandes letras mayúsculas. Al mismo tiempo, la portada parece establecer una escala de valores: la Missa Senis Vocibus, con sus grandes caracteres, ocupa un lugar más importante que el Vespere mencionado en segunda posición y en minúscula. La posteridad invertiría esta jerarquía de presentación: el Vespro della Beata Vergine ha tenido un impacto duradero gracias a su sorprendente modernidad, mientras que la Missa 'In illo tempore', una composición de estilo palestriniano, aparece ahora como un homenaje erudito, pero algo arcaizante a los padres de la Contrarreforma».

   Continúa Morrier: «En comparación con la Missa, una composición profundamente unificada, el Vespro sorprende por su aspecto heterogéneo y su extravagante opulencia sonora. Las piezas que la componen requieren fuerzas vocales e instrumentales constantemente variadas y mezclan audazmente diferentes estilos de composición, con la tradición católica renacentista junto a la modernidad secular ‘barroca’. Sin embargo, ¿forman un ciclo litúrgico completo y coherente, una ‘obra’ en sí misma? Difícilmente. Ciertamente, el Vespro presenta sucesivamente un versículo introductorio, cinco salmos, un himno y dos interpretaciones diferentes del Magnificat: cada una de estas piezas sería adecuada para una de las siete fiestas marianas del calendario litúrgico. Pero en estos oficios no habría lugar para otras cinco piezas: ‘Nigra sum’, ‘Pulchra es’, ‘Duo seraphim’, ‘Audi cœlum‘ y la Sonata ‘sopra Sancta Maria’. Estos concerti sacri debían probablemente sustituir la repetición de las antífonas de canto llano después de los salmos, siguiendo una práctica muy extendida en la época. El ‘Duo seraphim’, texto que expresa la devoción a la Santísima Trinidad, podría ser adecuado para la fiesta de Santa Bárbara, virgen martirizada por su fe en la Trinidad, a la que estaba dedicada la iglesia palatina de Mantua. Sin embargo, esta hipótesis parece contradecirse por la disposición del ciclo de salmos, que se ajusta mucho más al rito romano que al mantuano. Por último, la diversidad de modos utilizados en las piezas (irreconciliable con cualquier rito conocido) y la excepcional longitud del Vespro (que supera con creces los contextos litúrgicos tradicionales) sugieren que Monteverdi concibió su colección como una antología en la que los músicos ‘de iglesias y capillas principescas’ (como reza la portada) pudieran inspirarse a voluntad según sus necesidades litúrgicas. Esto se hace evidente cuando se compara la impresión de 1610 con la última colección de música sacra publicada por Monteverdi, la monumental Selva morale de 1640, y la colección póstuma de 1650: las tres adoptan un plan editorial sorprendentemente similar. La primera edición de 1610, como la de L'Orfeo impresa un año antes, sorprende por la minuciosidad de los detalles indicados por el compositor y el editor. Sin embargo, esta riqueza de información puede dar lugar, paradójicamente, a las interpretaciones más variadas. La colección comprende siete volúmenes separados que incluyen todas las partes vocales e instrumentales, a las que se añade una parte bassus generalis destinada específicamente al órgano (Monteverdi especifica incluso el registro en el Magnificat). Las partes implican la interpretación a doble coro separado espacialmente, como confirma la textura explícitamente antifonal de la mayor parte de la música polifónica. Es muy probable que las obras del grabado de 1610 fueran interpretadas originalmente en Santa Bárbara por los músicos de la cappella de la corte, que probablemente era un conjunto de cantantes solistas e instrumentistas, Así lo atestiguan varios documentos convergentes (la cappella no solía tener más de cinco o seis cantantes asalariados) y, sobre todo, la virtuosa escritura para voces e instrumentos, especialmente en el ‘Dixit Dominus’, el ‘Laetatus sum’ y el ‘Laudate pueri’ (Monteverdi especifica que este último es para 8 voces solas en el órgano). Sin embargo, en toda Europa, los establecimientos musicales más ricos tenían la costumbre de contratar un número considerable de cantantes suplementarios para las ocasiones solemnes; tenemos pruebas de esta práctica en Roma, en Venecia y en varias capillas principescas de toda Europa occidental. De ahí que, en la mayoría de los salmos y en el Magnificat, sea posible imaginar la introducción de cantantes ripieno que formarían una cappella reforzada. En el prefacio de sus Salmos de David (1619), Heinrich Schütz describe con gran precisión el despliegue de estas fuerzas excepcionales: ‘Los Cori Favoriti [solistas] deben distinguirse claramente de los Capellen [coros]. Los Cori Favoriti son lo que yo llamo aquellos coros y voces que el Kapellmeister debe favorecer más y emplear de las mejores y más agradables maneras. Los Capellen, en cambio, se introducen para proporcionar un sonido pleno y esplendoroso. Por lo tanto, el organista debe estar atento a estos términos tal y como aparecen en el bajo continuo, y registrar el órgano juiciosamente, ahora con calma, ahora con fuerza’».

   Concluye: «El Vespro della Beata Vergine es una deslumbrante compilación de piezas de diferentes formas y estilos, que revelan hasta qué punto el lenguaje de Monteverdi logró combinar la herencia de la tradición polifónica del Renacimiento, los nuevos preceptos estéticos de la Contrarreforma católica y las innovaciones de la seconda prattica en el ámbito profano. Los cinco salmos, el himno ‘Ave Maris Stella’ y los dos Magnificat adoptan la técnica del contrapunto sobre un cantus firmus. La recitación del texto litúrgico sobre un tono gregoriano es el material básico de cada una de estas piezas. Monteverdi lo renueva presentando configuraciones polifónicas siempre cambiantes: la declamación salmódica puede generalizarse y aplicarse a todas las voces (‘Dixit Dominus’), o tratarse en imitación o incluso en estilo concertato, con diversas combinaciones de voces e instrumentos en diálogo. Por ejemplo, la introducción ‘Domine ad adjuvandum’ asocia la salmodia en falsobordone con una brillante fanfarria instrumental. Esta última es una versión ampliada de la Toccata de L'Orfeo (1607), verdadero emblema musical de los Gonzaga. Furetière, en 1690, definió el fauxbourdon como un ‘contrapunto simple, en el que las diferentes partes cantan nota contra nota, al igual que las voces agudas’. Cuando Monteverdi lo utiliza, emplea un sistema de notación simple: indica una sola nota larga para cada cantante y escribe debajo todo el texto que debe declamarse, sin especificar el ritmo. Esta notación aparece varias veces en el transcurso del Vespro. En el ‘Domine ad adjuvandum’, la notación no está medida en las seis partes vocales, pero la parte del bassus generalis contiene una notación precisa en proporción rítmica para la enunciación del texto; esto parece implicar una ejecución extremadamente lenta. Intérpretes modernos como Leonardo García Alarcón experimentan con la posibilidad de una interpretación diferente, en la que la velocidad de declamación del texto sigue los afectos de los versos. Es en los concerti sacri donde la modernidad de Monteverdi se manifiesta más claramente. En ‘Nigra sum’ y ‘Pulchra es’, el compositor se aparta del modelo proporcionado por los primeros motetes solistas, publicados por Ludovico Viadana en 1602, y se acerca más bien al incipiente estilo operístico. La elección de textos evocadores tomados del Cantar de los Cantares, de gran sensualidad, le incitó sin duda a intentar representar en música las pasiones expresadas en las palabras. Así, consigue fusionar en una sola figura a la esposa mística del rey Salomón y a la Virgen María, como si se tratara de una heroína de ópera. ‘Audi cœlum’ introduce en la iglesia otra técnica tomada del teatro: como en el monólogo final de L'Orfeo, la línea vocal del tenor está puntuada por un ‘eco’ que repite fragmentos de palabras y da así un nuevo sentido al texto. En cuanto al virtuosismo extremo del ‘Duo seraphim’ (que tiene un cierto parentesco con el aria de Orfeo ‘Possente spirto’), puede verse como un último homenaje y apoteosis del arte de la ornamentación renacentista. Aquí, como a lo largo de todo el Vespro, Monteverdi magnifica un estilo y unos recursos técnicos heredados del pasado, al tiempo que los adapta a un diseño formal y a un estilo personales, sentando así las bases de un tipo de música nueva y decididamente prospectiva».

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   La propuesta de García Alarcón podría resumirse en un lema de tres palabras, pronunciado por Pierre de Coubertin en la inauguración de los primeros Juegos Olímpicos de la modernidad (1896, Atenas): citius, altius, fortius, esto es, «más rápido, más alto, más fuerte». Ya antes de comenzar la velada, el director argentino interpeló al público con unas indicaciones sobre la extrañeza que le supondría al bueno de Monteverdi escuchar interpretadas una tras otras las diferentes piezas que conforman estas Vísperas, así como que buena parte del material que el cremonés utiliza para construir las piezas son melodías gregorianas, «una mirada al pasado para construir el futuro». Lleva razón en ambas consideraciones, a lo que añadiría que no solo estaría Monteverdi extrañado por escuchar sus obras cuatro siglos después y en una localización totalmente a los círculos donde él concebía que se interpretase su música, sino también con un planteamiento, como se ha dicho, llevado al extremo, que hizo que buena parte de las sutilezas que destila esta música pasaran totalmente desapercibidas. Se puede hasta comprender el afán personalista de un director –el cargo es, en sí mismo, pernicioso en este sentido–, pero una cosa es querer darle una personalidad marcada a la versión que uno ofrece y otra bien distinta hacerlo sin analizar –o hacerlo de manera errónea– las consecuencias que esto puede conllevar, tanto para los propios intérpretes como para el resultado final que llega al escuchante. La celeridad de algunos tempi, la máxima exigencia en intensidad del sonido –especialmente en los cantantes–, un bajo continuo llevado al extremo en muchos momentos –ornamentación, arpegios, densidad textural–, la excesiva espacialización y coreografía escénica, amén de otras decisiones muy personales, conllevaron que en muchos momentos ni fueran juntos, ni las líneas llegarán con la claridad necesaria, ni el empaste o la afinación fueran todo lo ajustadas que deberían, e incluso que algunos acordes en fortissimo resultaran un punto molestos aditivamente. Definitivamente, el todo o nada para la gloria de García Alarcón no salió bien.

   Vayamos, en cualquiera caso, analizando con mayor detalle cada una de las piezas que conforman estas geniales Vísperas «monteverdianas». La entonación del versículo «Deus in adiutorium/Domine ad adiuvandum» que abre la colección llegó desde el patio de butacas, con coro e instrumentistas entrando por los pasillos de acceso hacia el escenario, con una versión ya notablemente ornamentada y poderosa en una sección de trombones [Alexis Lahens, Fabien Cherrier y Jean-Noël Gamet] que asumió bastante peso en muchos momentos de la velada, no sin cierta incomodidad. La contundencia del sonido en el tutti no puede ponerse en duda, pero tampoco que el paso al «Alleluia» dejó a la vista los primeros desajustes muy evidentes en entradas. El salmo «Dixit Dominus», a 6 voces y 6 instrumentos –cuyo comienzo destila una finezza apabullante, con esa imitación entre las voces tan memorable en la frase inicial– comenzó sólo con la intervención de los solistas, situados en formación de semicírculo delante de la orquesta. El contraste con la entrada del coro fue notable. Este juego de alternancia entre uno y otro, tanto en dinámica y densidad sonora, como en tempi y color, resultó ser, a lo largo de la velada, un recurso no por obvio muy efectivo. Gran trabajo del coro aquí, tanto en las agilidades como en el mantenimiento de un tempo muy estable. Corrección en los solistas, especialmente en el dúo de soprano Mariana Flores y Deborah Cachet. Hubo que lamentar aquí dudas en la resolución de algunos acordes –el gesto no excesivamente explícito de García Alarcón no ayudó–. Una lectura razonablemente interesante, cuyo contraste entre tensión/distensión y retención/avance resultó lo más destacable de la misma. Por su parte, el concerto «Nigra sum», motetto a una voce que exige un cambio de textura y carácter muy notable, recayó en la voz del italiano Valerio Contaldo, un tenor de raza, de bellas coloraciones y una proyección de gran recorrido, pero al que le faltó mayor filigrana en el canto, un tratamiento menos cargado de una melodía que se mueve además en un registro muy limitado, casi como una cuerda de recitación. Aquí el pesó lo llevó el bajo continuo, para el que se contó con una plantilla de intérpretes de acreditada solvencia [Teodoro Baù (viola da gamba), Oleguer Aymamí (violonchelo barroco), Mélanie Flahaut (fagot barroo), Mónica Pustilnik (archilaúd), Marina Bonetti (arpa doble), así como Jacopo Raffaele y Ariel Rychter (órganos positivos)], aunque cargaron mucho las tintas a la hora de desarrollar el bajo continuo. Cabe preguntarse aquí: ¿tiene mayor impacto un continuo muy imaginativo, ornamentado y arpegiando sin parar o por el contrario uno con notas más largas en una elaboración más discreta? ¿Pueden ambos lograr la misma o incluso una mayor expresividad? Hubo aquí algunos momentos de hondura, pero en general faltó mucha sutileza y dejar hablar más a la música.

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   En el salmo a 8 «Laudate pueri Dominum» quedó acreditado un problema en los solistas: falta de escucha. Esta música requiere lograr una independencia lineal, pero también evidenciar un sonido de conjunto. Aquí no hubo de lo segundo. También ausencia de equilibrio, con las voces masculinas muy preponderantes sobre las femeninas. Mejor trabajo del nutrido coro [3/3/5/5/5], con un cantus firmus en las sopranos, con un planteamiento retórico más marcado y una dirección más atenta al detalle. Como suele ser habitual aquí, el bajo continuo remarcó con poderío la escritura rítmica del bajo. Solvente trabajo en el dúo de tenores del «amen» final, cerrando la obra con sutileza en dinámicas bajas. Nuevo concerto, el exquisito «Pulchra es» a due voce llegó con ciertas dudas en el tempo de la soprano I, pero tampoco en el acompañamiento instrumental lograron ir a la vez –los «zapateos» de arpista y archilaudista fueron gestos poco decorosos–. Más interesante el aporte de la soprano II aquí, en una obra en la que destacó más el trabajo del continuo que el de ambas solistas vocales. Regresando a los salmos, el motetto a sei voce «Laetatus sum», con la presencia muy marcada del fagot –incluso físicamente, situada entre los solistas vocales– aportó un extra a la versión, a pesar de que el tempo notablemente agitado no facilitó la comprensión de las líneas en varios pasajes, aunque es cierto que las agilidades de algunos solistas no se vieron especialmente afectadas por ello. El paso a secciones contrastantes de una escritura más íntimas no fluyó con la naturalidad deseable, faltando, por lo demás, un mejor balance en el tutti, en el que la presencia de la cuerda frotada [violines y viola] apenas se apreció –un problema recurrente durante todo el concierto–.

   El «Duo Seraphim», fantástico concerto que requiere de un dúo de tenores solistas, fue interpretado por Contaldo y Pierre-Antoine Chaumien desde las correspondientes tribunas laterales, enfrentados por tanto y a una distancia muy considerable para logar ir juntos en el planteamiento estereofónico. Espaciar sí, pero con mayor efectividad y menos efectismo. Afinación y empaste entre ambos correcta, también en los pasajes a unísono, con proyección notable y un buen balance sonoro. Más satisfactorio aquí el trabajo del continuo, flexible en su justa medida y de gran riqueza tímbrica. En el imponente salmo «Nisi Dominus» a dieci voci se volvió a utilizar el patio de butacas para colocar al coro, en sendos pasillos laterales, situando a los instrumentistas enfrentados a la manera de una doble orquesta, con el continuo inamovible en el centro, una decisión que no tuvo gran impacto sobre el resultado sonoro. Gran trabajo del coro –preparado por Thibaut Lenaerts–, con pulcritud en las agilidades y la dicción. Momento bastante especial logrado por los trombones y coro en la doxología «Gloria Patri…», dando espacio para deleitarse con las disonancias y el cambio de carácter de la pieza. El solo del tenor que requiere el concerto «Audi coelum», prima ad una voce sola poi nella fine à 6, llegó falto de pincel más fino en la voz, pero también de algo más de expresividad, aunque estuvo solvente en el registro medio-grave. El eco prescrito por Monteverdi fue realizado por un tenor del coro [Federico Projecto], al que se dejó innecesariamente expuesto desde el lejano primer anfiteatro, aunque logro cumplir con corrección su papel. El efecto se consiguió, pero a costa de exponer una vez más a sus músicos de manera inexplicable. El añadido posterior de las seis voces, a cargo de los solistas, sufrió de cierta falta de claridad en las líneas, nuevamente por el tempo, cambiando el color con el añadido de flautas y después dúo de estas con cornetto –notable labor de Rodrigo Calveyra y Doron Sherwin en estas y otras lides durante la velada–. La delicadeza requerida en «Benedicta es, Virgo Maria» llegó, esta vez sí, con el carácter adecuado. Con la Sonata sopra «Sancta Maria» se llegó al final de la primera parte de la velada. Versión muy agitada, sin duda muy personal, pero de escaso afecto. La presencia de ambos violines [Tami Troman y Laura Corolla] sin continuo tuvo cierto impacto, a pesar de su afinación no especialmente pulcra. Al cantus firmus elaborado por las sopranos del coro le faltó dulzura y quizá un punto menos de presencia, aunque funcionaron empaste y afinación. El carácter rítmico siempre complicado de esta pieza fue notablemente gestionado aquí.

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   Tras el descanso continúa el exceso en el salmo «Lauda Ierusalem» a sette voci, con una acorde inicial tan fuerte y descontrolado como innecesario. Mostrar músculo no siempre requiere hacerlo de forma tan explícita. El contrapunto, tan denso y poco clarificado, impidió que las voces intermedias llegaron con precisión, con los registros extremos demasiado privilegiados. El himno «Ave maris stella» a 8, que debe ser un dechado de orfebrería, no fue tal, sobre todo con el añadido del coro a un inicio instrumental algo más delicado. Dividido en un doble coro solista que se fue alternando los diversos pasajes, además de diversas combinaciones vocales, el juego de contraste y las diversas perspectivas ornamentales efectuadas por instrumentos distintos en los ritornelli lograron resultados dispares. El dúo de bajo y soprano II, así como el ritornelli con flautas y cornetti, o el pizzicato de la cuerda hacia el final, fueron los de mayor interés.

   El concierto se cerró con el Magnificat a sette voci e sei stromenti en sus diferentes secciones, una excelente oportunidad de concluir le velada con buenas sensaciones, que de nuevo fue desaprovechada. Potencia desmedida en el inicio, no dejó de sorprender que el propio García Alarcón hiciese gestos de pedir más a músicos cuando claramente ya se estaba al límite. Ni siquiera las secciones a solo lograron dar un respiro, con mucha presencia de tenor y bajo en el «Quia fecit mihi magna», aunque el cantus firmus en la línea de altos del coro equilibró la balanza. No fueron capaces de aprovechar las posibilidades retóricas de la pieza y, salvo momentos puntuales, no se logró ningún impacto expresivo que no llegara por el exceso. En «Et misericordia» faltó calidez en el agudo de soprano, con el cantus firmus en altos muy marcado en «Fecit potentiam», aunque bien redondeado en empaste, con un sonido bastante agresivo en violines. En «Deposuit potentes» el c.f. pasó a los tenores, con algunos desajustes de los cornetti en el aporte instrumental, con un mejor diálogo entre los violines ahora. Bonito dúo entre sopranos en «Esurientes implevit bonis», con c.f. en tenores manteniendo el dúo de sopranos en «Suscepit Israel», más contenida Cachet que una desatada Flores, cuyo agudo resultó además falto de cuerpo y un punto estridente. Con la llegada del final, en «Sicut locutus est» y «Gloria Patri», regresaron el exceso y el descontrol, además de los movimientos cargangtes. Hasta tal punto, que se hizo subir a Contaldo a la tribuna del órgano para cantar el final, con su eco en un lateral y acompañado de uno de los dos organistas sentado en el gran órgano Grenzing. Otro efecto más, que más allá de resultar anecdótico fue una muestra significativa del planteamiento del director de las agrupaciones. Para concluir, la densidad descomunal de «Sicut erat» no logró ni conmover ni sugerir, sino sólo impactar por una falsa grandilocuencia.

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   Una velada que tenía prácticamente todo para resultar memorable, pero que sin embargo quedó en una propuesta, mal entendida, de lo que las fuerzas desmedidas pueden lograr en estos repertorios. Tras un discurso un tanto rebuscado de Alarcón –al que no se le puede negar el enorme carisma que tiene–, se ofreció como propina una obra muy conocida –en absoluto una historia oculta de la música inglesa, como comentó el argentino– del compositor inglés del Romanticismo Robert Lucas Pearsall (1795-1856), su madrigal a 8 «Lay a garland on her hearse», aquí interpretado con los instrumentos doblando las voces. Una música de enorme belleza y sutilidad que no pasó de una lectura superficial.

Fotografías: Rafa Martín/CNDM.

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