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Crítica: 'Le cinesi', nueva coproducción escénica de la Fundación Juan March y el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Mario Guada
13 de enero de 2017

La Fundación Juan March y el Teatro de la Zarzuela ponen en liza un liviano pero delicioso título del compositor sevillano, en una producción que mima los detalles desde la sencillez.

METAÓPERA CON COLOR ORIENTAL

   Por Mario Guada
Madrid. 11-I-2017 | 19:30. Fundación Juan March. Le cinesi [Teatro Musical de Cámara]. Entrada gratuita. Música de Manuel García. Marina Monzó, Cristina Toledo, Marifé Nogales, José Manuel Zapata • Bárbara Lluch • Rubén Fernández.

   La Fundación Juan March continúa, sin darse demasiada importancia, por la senda de la excelencia. Uno de sus últimas grandes ideas, este Teatro Musical de Cámara, se concibió en 2014 para dar cabida, en los escenarios españoles, a obras escénicas que no tenían, por su formato, cabida dentro de las habituales programaciones de los grandes teatros. Y el Teatro de la Zarzuela, con gran inteligencia, se ha sumado desde la segunda edición a ello, coproduciendo los títulos presentados. Con Le Cinesi, ópera de salón para piano y cuatro cantantes, compuesta por Manuel García (1775-1932) y estrenada c. 1831, en sesión privada parisina, se llega a la sexta de dichas producciones. Se trata de una de las cinco óperas de salón que el cantante, maestro y compositor sevillano compuso al final de su vida. Es un título que busca más el entretenimiento que el deleite compositivo, en el que hay más diversión que genialidad, pero que aun así ofrece al espectador momentos de interés puramente musical, especialmente en algunos pasajes concretos, como la escena pastoral entre dos de sus protagonistas.

   El argumento, tomado del libreto del gran Pietro Metastasio (1698-1762) –puesto sobre las tablas en varias ocasiones por autores de la calidad de Caldara, Gluck, Jommelli o Perez–, se torna aquí en una especie de ópera dentro de la ópera con claro sabor oriental, muy del gusto del momento y con una música de claros tintes dieciochescos, con incursiones en los inicios del Romanticismo operístico más a la italiana, con ecos evidentes a Mozart o Rossini. No entraré en detalles sobre la obra, sus claves y aspectos de otro tipo, puesto que la excelencia de las notas al programa que la Fundación Juan March se afana siempre en realizar –conformadas aquí con magníficos artículos de James Radomski y José Máximo Leza, entre otros interesantes textos– son de lectura recomendada y obligada para cualquier con interés por el tema [pueden acceder a ellas en este enlace].

   Pasemos pues, a los que no ocupa: la crítica del espectáculo propiamente dicho. La dirección musical se ha dejado en las sabias manos de Rubén Fernández, pianista de cantantes en el mejor y más amplio sentido del concepto, que desde esta visión, amén de su extenso conocimiento en la ópera de salón de García –de las que ya ha interpretado varias de ellas–, logra componer una visión matizada, sin alardes superficiales, yendo a la esencia de la partitura, logrando una versión límpida y muy equilibrada, tanto en su interpretación pianística, como en la elocuente y flexible dirección sobre los cantantes. Se ha seleccionado a un cuarteto vocal realmente interesante y balanceado, con claro acierto en un 75% podríamos decir. Marina Monzó es una cantante extremadamente joven, y a tenor –o soprano– de lo escuchado aquí, con un futuro absolutamente prometedor. Encarnó a una Lisinga fantástica, grácil y elegante, con una gran facilidad para la coloratura y una línea de canto delicada y refinada, además de una presencia escénica más que notable. Su participación me pareció lo más encantador y sorprendente de la velada. También interesante la Sivene de Cristina Toledo, con gran proyección, un elegante uso del vibrato y una poderosa presencia sobre las tablas, especialmente en su escena pastoral –reitero, de lo mejor de la noche–. Marifé Nogales, la mezzosoprano de la función, solventó correctamente su papel, aunque sin alardes, más interesante desde lo escénico que desde lo puramente musical. Su Tangìa fue ganando con el paso de la ópera, hasta presentar su aria de total protagonista con gran lirismo y unas dotes expresivas notables. Lástima ese 25% que hubiera redondeado la velada, pues José Manuel Zapata se mostró extrañamente –tratándose de un cantante de probada carrera– incómodo, como si no encajase en un papel, que por otra parte parecía hecho a medida, con ese canto tan rossiniano que él adora. Estuvo brillante en lo escénico, pero carente de gusto y elegancia en lo musical, con un registro agudo a medio camino entre la cabeza y el pecho, muy poco convincente.

   El apartado escénico corrió a cargo de un magnífico elenco de profesionales, encabezados por Bárbara Lluch, que tras varios años como ayudante de dirección de muchos de los grandes directores de escena del panorama internacional, da el salto a la dirección y lo hace con un gran resultado. Que quizá se podía haber exprimido un poco más en ese juego de la metaópera, sin duda, pero Lluch expone el libreto con honestidad, de una forma casi minimalista, sin elementos superfluos que puedan estorbar. Se apoya en una escenografía liviana, pero preciosista –a cargo de Carmen Castañón– y un vestuario de impacto visual y belleza extraordinaria –llevado a cabo por Gabriela Salaverri–, sin olvidar el fantástico y evocador diseño de iluminación de Fer Lázaro. Especialmente fascinante y elaborado me pareció el movimiento escénico ideado por Rafael Rivero, de claros tintes orientales, que consiguen una carga psicológica y expresiva realmente exquisita, casi como as la manera de un leitmotiv gestual para cada personaje.

   Se trata, en definitiva, de un espectáculo visual realmente cuidado, que aportó deleite en dosis muy considerables, supliendo, probablemente, la falta de genio musical, a pesar de las ganas y el buen hacer de la gran parte de los solistas, con una dirección musical solvente y bastante inspirada. De nuevo, otro acierto para la Fundación Juan March, con la inestimable colaboración, para la ocasión, del Teatro de la Zarzuela. Todavía están a tiempo de disfrutar de las dos funciones que quedan. Merece la pena.

Fotografía: Fundación Juan March.

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