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Crítica: Les Siècles y Pablo Heras-Casado inauguran el 67.º Festival Internacional de Música y Danza de Granada

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Autor: Mario Guada
26 de junio de 2018

El director granadino se pone al frente de la excepcional agrupación orquestal gala, para cumplir en su doble condición de debutante al frente del conjunto y de director del propio festival, en un concierto exquisito que devuelve a Debussy sus colores primigenios.

Debussy en esencia

   Por Mario Guada | @elcriticorn
Granada. 22-VI-2018. Palacio de Carlos V. 67.º Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Obras de Claude Debussy. Les Siècles | Pablo Heras-Casado.

Recoger las impresiones. No tener prisa para anotarlas, porque la música puede hacer algo mejor que la pintura: puede centralizar las variaciones de luz y color dentro de una sola imagen, una verdad generalmente ignorada, como es obvio.
Claude Debussy.

  Para alguien acostumbrado al historicismo y que, con total sinceridad, no entiende una manera mejor de acercarse al repertorio barroco y clásico-romántico, la presencia del conjunto francés Les Siècles –por primera vez en España inaugurando nada menos que el 67.º Festival Internacional de Música y Danza de Granada– supone un acto de suma inteligencia y atrevimiento necesarios por parte de Pablo Heras-Casado, como responsable máximo desde esta edición en la dirección de «los festivales» –qué forma tan cariñosa tienen los granadinos de referirse a su cita musical más trascendente del año–. Sin duda ajena para buena parte del público, esta agrupación –quizá no de relumbrón en el panorama musical internacional al uso, pero cada vez más asentada– presentó de forma evidente sus credenciales, las mismas que viene desarrollando de la mano de su fundador, François-Xavier Roth, desde hace 15 años: extremada calidad interpetativa y concepción absolutamente nítida de estos repertorios franceses que transitan entre finales del XIX y la primera mitad del XX, con importante atención al mismo período en el repertorio ruso.

   Las diferencias de esta orquesta, aparentemente una sinfónica como cualquier otra, son evidentes desde la primera escucha y al primer vistazo: una formación más reducida de lo habitual para una orquesta de este tipo, una colocación sobre el escenario heredada aún del modelo barroco y clasicista, con los violines I y II enfrentados –a los lados de la orquesta–, la sección de violonchelos dominando la escena desde el centro de la formación, con las violas a la derecha de estos y los contrabajos justamente detrás de los violines I. El viento madera se sitúa detrás de las cuerdas y el metal, como es ya más habitual, al fondo, junto a la percusión. Una visión que más allá de lo estético, sino que enraíza con la concepción que de lo musical tiene este conjunto. La amplia variedad de instrumentario de diversas épocas disponible para sus integrantes, hace que puedan adaptarse con sumo rigor a los distintos períodos que interpretan. El más habitual en su agenda, este tránsito de los siglos XIX al XX, es todavía un período en el que los instrumentos se encontraban en pleno evolución entre los modelos del XVIII y los que hoy día conocemos. No es un baladí, en absoluto. Como tampoco lo es el selectivo y pulcro uso del vibrato, que se ha convertido en un mal endémico de las orquestas desde mediados del siglo XX, que no hace sino enturbiar el sonido de forma inmisericorde.

   Para este concierto inaugural, Les Siècles y Heras-Casado confeccionaron un monográfico Claude Debussy (1862-1918), que sirviera como homenaje al genial autor en tan señalada efeméride. Un suculento y variado programa en el que se mostraron muchos Debussy, pues este autor resulta tan caleidoscópico como vibrante, delicado, evocador y enérgico; todo en uno. Se abrió la velada con el celebérrimo Prélude à l’après-midi d’un faune, L 50, compuesto entre 1891 y 1894 sobre poema del culmen del simbolismo, Stéphane Mallarmé. Con esta obra se inaugura, para muchos, la modernidad musical. Asunto complejo este. Lo que sí es claro es que con ella inauguró una manera de tratar a la orquesta de acuerdo con sus propios ideales sonoros, creando una mezcla muy personal de sus componentes tradicionales: violines –entre ocho, diez o incluso doce–, uso generoso de arpas, viento de madera sin mezclar y rara vez utilizado para reforzar o doblar otras partes, un viento metal de sonoridad velada y frecuentemente silenciado, con un uso muy restringido de trompetas y trombones, además de un uso discreto de la percusión. Cuando Debussy decide doblar partes es para crear una color particular y muy especial, como se aprecia en la mixtura de trompas y violines al final del Prélude.

   Una visión notablemente distinta de Debussy se aprecia en su Première suite d’orchestre, L 50, obra de 1883-1884, en estreno en España con la orquestación de su tercer movimiento [Rêve], que se hallaba perdido, debida a Philippe Manoury, en 2012, y grabada además por primera vez por Les Siècles un año después. Obra de mayor impacto rítmico, quizá solo en Rêve y en el inicio de Bacchanale se encuentra algo de ese mundo ondulante y ensoñador de Debussy, mientras que la energía y el impacto sonoro dominan el resto de la composición –qué maravilloso ese diálogo entre el fulgor del metal (con ese motivo de cinco notas) y la elegancia de la cuerda para cerrar el movimiento–.

   Para la segunda parte quedaron Ibéria (1905-08), de Images, L 122, y la impresionante La mer (1903-05), L 109, una absoluta genialidad orquestal. Dice François Lesure, y dice bien, que en Debussy el timbre no es simplemente un ornamento para agregar a la textura musical, sino que se convirtió en un elemento esencial de su lenguaje musical, siendo La mer e Images dos destacados ejemplos orquestales que muestran cómo trataba las cuerdas, el viento y la percusión a veces de manera casi intercambiable. La mer, en sus tres impresionantes movimientos, es casi un universo sonoro insondable, que sobrevuela al oyente con un poder de introspección abrumador. Ibéria, por su parte, es una mirada a ese exotismo español y al mundo sureño de esa España tan cercana y lejana a la vez para los franceses del XIX. El propio Debussy dice que con Images solo se encontraba «tratando de lograr algo diferente, un efecto de realidad, eso que algunos imbéciles llaman impresionismo, un término que está completamente mal aplicado, especialmente por los críticos». Así de duro se mostraba el autor con esa etiqueta que aún hoy está a la orden del día para definir su música.

   La interpretación de Les Siècles –conjunto al que no cabe tildar de otra forma que milagroso– rozó, en muchos momentos, la perfección. Especialmente emocionante resulta escuchar esa sección de cuerda gloriosa, comandada con naturalidad y sencillez por el gran violinista François-Marie Drieux, un ejemplo de intérprete de inmensa talla, lo que demostró además en los distintos solos que acometió con una fluidez y expresividad como pocas veces se han escuchado. Mención especial merece también, por la parte que le toca al frente de los segundos violines y en sus magnífico soli, Marthial Gautier. Lo mismo puede decirse del chelista Robin Michael y de la descomunal sección de chelos. No es posible concebir a esta ejemplar agrupación sin el desempeño de su magnífica sección de viento, con unas maderas que se erigen como un monumento a ese sugerir, no mostrar del impresionismo musical parisino. No es posible obviar el talento fuera de serie de Marion Ralincourt –en esa travesera siempre tan bien y complejamente tratada por Debussy–, las intervenciones de Stéphane Morvan al corno inglés; pero también, en el metal, a una gloriosa sección de trompas, sin desmerecer al resto de integrantes de trompetas, tuba y trombones, con un sonido noble y casi argénteo, que aporta el vigor que equilibra la balanza frente a la purpúrea dignidad de la cuerda y el sublime viento madera. No se debe olvidar el concurso –mucho más allá de lo puramente ornamental y sugerente– de las exquisitas arpas Érard en el conjunto. El aporte de la percusión, atenta a los detalles y siempre solvente, supone completar un equilibrio orquestal perfecto, que Roth ha ido puliendo con mimo durante tres lustros.

   Pablo Heras-Casado se ha adaptado de manera brillante a la formación, lo que no siempre es fácil en una orquesta de este tipo, nacida por y para Roth –más en el modelo de las orquestas barrocas que en de las sinfónicas actuales–. Que Heras-Casado sea, en una parte de sus múltiples facetas como director, muy afín a la interpretación histórica de repertorios de los siglos XVII, XVIII y XIX, sin duda ayuda mucho a que la simbiosis entre orquesta y director luzca límpida y ajena a cualquier tipo de mácula. Debemos pensar que la filosofía y la manera de vivir estos repertorios por parte del conjunto galo va más allá de lo puramente estético. Se atisba una auténtica forma de vida en ello. Por ello, ceder su orquesta a un director foráneo puede suponer un descalabro si este no demuestra inteligencia musical y sabe amoldarse a una manera de hacer totalmente establecida. Quizá por eso, el director granadino parece haberse dado cuenta de que el trabajo real no estaba en adaptar la orquesta a su manera de entender la música, sino de adaptarse él a un sonido hecho –¡y qué bien hecho!–, plasmando su visión de las obras con pequeños toques que no interfieran en lo que Les Siècles tiene ya perfectamente asumido en su ADN musical. El resultado ha sido, a tenor de lo escuchado, un éxito rotundo. Creo que pocos directores pueden adaptarse de forma tan brillante a esta orquesta, un ejercicio que por otro lado no creo repitan en muchas ocasiones más. El gesto de Heras-Casado se muestra muy pulido, estético y clarificador, pero deja hacer al intérprete, mostrándose metódico en el ritmo, inteligente en el trabajo de las dinámicas, cabal en el planteamiento de la agógica, poco extravagante, sutil en muchos momentos y, sobre todo, especialmente enérgico en la gran parte del programa. Aquel que piense que una orquesta historicista no puede sonar con poderosa mesura –¿para qué más?–, debería haber estado presente. Sinceramente, creo que poco más se le puede pedir al granadino en su estreno como director del festival y en su debut al frente de este conjunto.

   Un concierto inaugural de primer nivel, que demuestra que otra manera de concebir el trabajo orquestal y la visión de la música en los albores del siglo XX es posible. Aquellos que piensen que hablamos de un pan sin sal, una concepción extravagante con poco fundamento, que haga un ejercicio de honestidad y acuda a escuchar cualquiera de las grabaciones de este conjunto sobre el repertorio. Debussy, que es puro color, ensoñación y bruma, no entiende una concepción sonora y expresiva mejor que esta. La claridad, con la que todo se atisba sin superficialidades innecesarias, supone un antes y un después en la manera de comprender al genio francés. Olvídense de las orquestas que plantean Debussy desde un prisma sonora similar a Mahler o Wagner. No hay color, ni el de Debussy, ni el de una comparativa posible. El público, entregado quizá más a la presencia de su figura estrella en el panorama mundial de la música que a la propia orquesta, fue recompensado con una brillante, expeditiva y apabullante versión de la Farandole, de L’Arlésienne [Suite n.º 2] de Georges Bizet (1838-1875), en un cierre fastuoso, que demostró que esta orquesta puede adaptarse a prácticamente todo lo que le echen con un resultado excepcional. Un milagro musical y un logro para este Festival de Granada, que parece tomar nuevos rumbos. Personalmente me satisfacen notablemente, así que espero que continúen por dicha senda.

Fotografía: Festival de Granada/José Albornoz.

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