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Crítica: Maria João Pires en el Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
7 de octubre de 2022

La pianista portuguesa regresa los escenarios madrileños, tras varios intentos reprogramados, para ofrecer un recital protagonizado por Franz Schubert y el impresionismo parisino de Claude Debussy

Poesía hecha magia

Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid, Auditorio Nacional, 04-X-2022. Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Sonata para piano en la mayor, D.664 y Sonata para piano n.º 21 en si bemol mayor, D.960, de Franz Schubert; Suite bergamasque, de Claude Debussy.

   Volvía María José Pires a Madrid después de una larga temporada de ausencia. La expectación era máxima y el público madrileño respondió a la convocatoria de la portuguesa con un Auditorio nacional casi al completo, con abundancia –por fin– de público joven, que como se vio a lo largo de la tarde, disfrutó de lo lindo con el magisterio de la lisboeta y expresó su júbilo sin complejos. En el programa uno de sus cuatro compositores fetiches, Franz Schubert, y otro al que no la tenemos tan asociada como Claude Debussy, a pesar de que el Claro de luna es una de sus propinas habituales.

   No vamos a descubrir aquí a la encantadora pianista portuguesa. A sus setenta y ocho años es una clásica en vida sin la que es imposible entender a autores como Bach, Mozart o Schubert, y solo por citar una, su grabación de los nocturnos de Chopin, a la que volvemos una y otra vez, sigue siendo algo inalcanzable para el resto de pianistas, tal es la simbiosis interprete-compositor que sale de sus teclas.

   Siempre fue difícil tratar de reseñar a la Pires bajo parámetros lógicos. Nunca fue una pianista de extraordinarios medios técnicos. No los necesitó. Su guerra siempre ha sido otra. El color, la sutileza, el control de dinámicas, y sobre todo, una musicalidad aplastante. Ese «hago las cosas como quiero» y convenzo al más pintado. Ahora, cuando obviamente la edad hace mella, se resaltan aun mas estas virtudes, ese canto impoluto y natural, esa fragilidad que surge de vez en cuando –por ejemplo, al arrancar la coda final de la Sonata en si bemol– en la que te deja al borde del abismo, porque no sabes si va o viene, si va a ser capaz de que aquello no se derrumbe. Y vaya que si es capaz. Le basta medio compás para volver a «llevarte al huerto» y no solo salir airosa, no. Te deja levitando con una orgía de colores que salen de un control de la pulsación como pocas veces se ve.

   Además, desde que hace 4 o 5 años «se retiró» sus versiones se llenan mas de fantasía que antaño. Maria João Pires ya había interpretado las dos sonatas schubertianas en Madrid en el pasado. Buscando en mis archivos, he visto la nota que tenía de su recital de octubre de 2007 en el Teatro Real: sense and sensibility. Diecisiete años después, nos encontramos algo similar donde la «sensibility» aún predomina más. Canta y no para a través de una pulsación liviana, tan llena de delicadeza que te eleva a las alturas. La música fluye y fluye de sus teclas con una naturalidad exquisita, sin acordes fuertes, sin dinámicas extremas. La magia surge en el Andante intermedio y ya no se detiene. Todo tan fácil y tan difícil a la vez que cuesta creerlo.

   La Suite bergamasca de Debussy sonó en sus manos distinta a otros grandes pianistas. El tempo tranquilo del Preludio marcó la interpretación, más lenta y natural que la que por ejemplo Yefin Bronfman nos dio antes de la pandemia. Estaba la pulsación cristalina, y la amplísima paleta de colores, pero también esa sensación de relajación que impregna el Minueto, preludio a su vez del Claro de luna posterior que no olvidaremos mientras vivamos. Nunca esa obra se ha podido escuchar de manera tan liviana y etérea, pero a la vez con tanta contundencia y sentido. Recuerdo habérsela oído antes en un par de ocasiones en sendas propinas sin llegar a este extremo. Evidentemente, el estado de ánimo al terminar un recital es muy distinto al que mantienes cuando la interpretas dentro del conjunto de la obra. Aquí, la música surgía y fluía como suspendida en el aire. Pura orfebrería. Cada melodía y casi cada sonido te penetraba por los poros de la piel de manera irresistible, sensación que continuó en un paspié delicioso. Los bravos, que ya habían surgido con Schubert, se incrementaron ahora justo antes del descanso, acompañados de oleadas de silbidos de entusiasmo por parte del público más joven, muchos de los cuales imagino que veían a la Pires por primera vez. La lisboeta se fue al descanso esbozando una sonrisa, y un melómano que se sentaba junto a mí, y que también la ha visto en cerca de 20 conciertos o recitales, me comentó: «Se debe estar haciendo mayor», y quizás el hecho de estar medio retirada y obviamente tener menos contacto con el público que antaño, la ayudan a ser algo más expresiva.

   Tras el descanso vino una de sus obras fetiche: la última sonata de Schubert. Recuerdo cuando se la escuché por primera vez hace ahora unos 30 años en una de las primeras ediciones del añorado Festival Mozart que programaba Antonio Moral. Aquel recital acabó de manera muy extraña. En la parte inferior del programa de mano –una hoja con letras blancas sobre fondo negro– venía una nota diciendo que la pianista lisboeta pedía que nadie aplaudiera al final de la obra ya que tras el canto del cisne de Schubert solo cabía el silencio. Bien porque mucha gente no lo leyó, bien porque otros no hicieron caso, unos aplaudieron y otros no. Aquello fue un pequeño galimatías, y cuando breves instantes después volvió al escenario, se tapó los ojos dando a entender lo disgustada que estaba porque no se hubieran seguido sus indicaciones. Antes de irnos, varios amigos nos acercamos al camerino a hablar con ella, y felizmente, el enfado ya se le había pasado. Eso sí, nos resaltó que su inspiración puntual para un concierto venía de la atmósfera que se respiraba, y que esa se había roto esa noche. Afortunadamente se le pasó y la Pires ha visitado Madrid con bastante asiduidad desde entonces.

   10 años después, en mayo de 2003, volvió la lisboeta a darnos una versión técnica y musicalmente cuasi perfecta de la D. 960. Sin embargo, lo de este martes alcanzó aun un escalón superior. Podríamos mencionar pasajes concretos en los que nos hizo levitar. El fraseo del Molto Moderato inicial, toda la angustia y la congoja que desprende el Andante, esa alegría que sale de la partitura del Scherzo a la que ella le dota de un toque melancólico, y como no, lo que ya mencioné anteriormente del arranque de la coda del Allegro final. Y es posible que otros asistentes mencionen otros, tal es el poder de una interpretación como ésta, que a cada uno le puede tocar una fibra sensible distinta.

   Recuerdo pocas respuestas del público tan contundente como ésta. En cuestión de segundos el Auditorio se puso en pie y ya no paró. La lisboeta trató de calmar algo las aguas volviendo a Debussy, pero fue imposible. Y ahora sí, su sonrisa fue más amplia. Cuando los aplausos terminaron y ella ya no salió, veías a viejos y conocidos aficionados casi sin poder hablar. Los jóvenes no pararon de silbar y «aullar» como en cualquier concierto de rock. Sus caras de entusiasmo lo decían todo y por un momento me vi reflejado en ellos hace ya unos cuantos años. Pensé en titular esta reseña con un «¡Pires superestar!», pero tras la tempestad viene la calma. Y nos queda recrearnos en las dos horas mágicas que vivimos. Solo esperamos que vuelva a salir de vez en cuando de «su retiro» para regalarnos noches como ésta.

Fotografía: Fundación Scherzo.

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