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Crítica: Neil Shicoff ante su último Eléazar de La Juive, en Viena

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Autor: Alejandro Martínez
8 de marzo de 2015

WIEN, NUR DU ALLEIN

Por Alejandro Martínez

Viena 07/03/2015 Wiener Staatsoper. Halévy: La juive (1835). Neil Shicoff (Eléazar), Olga Bezsmertna (Rachel), Hila Fahima (Eudoxie), Dan Paul Dumitrescu (Brogni), Jason Bridges (Léopold), Gabriel Bermúdez (Ruggiero), Marcus Pelz (Marcus) y otros. Dirección musical: Frédéric Chaslin. Dirección de escena: Günter Krämer.

   Aunque no haya habido anuncio oficial al respecto, todo apunta a que esta Juive era la última representación de Neil Shicoff en Viena, amén de la gala por sus cuarenta años de trayectoria que se celebrará el 7 de mayo, con fragmentos de Carmen, La juive, Los cuentos de Hoffman y La dama de picas y con la que el tenor neoyorquino podría dar final a su trayectoria. Lo cierto es que Shicoff, que incluso sonó como candidato para suceder a Ioan Holender, es una gloria local, y tanto el sonoro aplauso brindado nada más salir a escena como las exaltadas ovaciones que el público le brindó al terminar esta representación, con el tenor visiblemente emocionado, al borde del llanto, así lo testimonian. Y es que Shicoff lo ha cantado todo en Viena, desde su debut aquí en 1979, con el Duca de Rigoletto: Don José, Rodolfo, Egardo, Pinkerton, Cavaradossi, Lenski, Eléazar, Idomeneo, Captain Vere, Roméo, Des Grieux, Hermann, Werther, Don Carlo, Ernani, Hoffmann y Peter Grimes. Casi nada… Junto a Nueva York, Viena ha sido ciertamente la ciudad en la que Shicoff, nacido en Brooklin, ha labrado lo mejor de su trayectoria.

   Hace poco más de medio año nos referíamos ya a su Hoffmann, también en Viena. Neil Shicoff siempre fue dueño de una voz sonora, aunque muy particular, con una emisión singularísima, cuajada de sonidos espurios, pero capaz de llenar cualquier gran teatro sin problemas. El agudo mantiene todavía hoy un metal y una pegada que asombran. Tuvo que bregar Shicoff en los ochenta y noventa con los años de mayor gloria de Domingo, Pavarotti y Carreras, quedando a menudo como una opción secundaria, cuando seguramente no merecía tal demérito. Ya le habíamos escuchado a Shicoff este papel en Zúrich, en 2011. Y lo cierto es que la suya es una encarnación histórica, sólo comparable con la que otrora brindase el gran Richard Tucker. En su interpretación todo está meditado, no ya las inflexiones en el texto y la entonación, sino el gesto mismo, la composición física del papel. Su gran escena final, el “Rachel quand du Seigneur”, podrá antojarse extravagante, caprichoso en exceso con el tiempo, exageradamente lento, con el que expone el aria. Pero a cambio posee una teatralidad, un magnetismo y una hondura que sobrecogen por su autenticidad. Y es que Shicoff es un actor entregado, brioso, capaz de generar tensión y atención en el espectador de un modo único. A sus 65 años, su último Eléazar también ha sido memorable.

   La obra como tal, todo sea dicho, no se sostiene sino por la presencia en el cartel de un Eléazar de relevancia, como en este caso Shicoff. De lo contrario, es una sucesión muy irregular de momentos poco inspirados y rara vez atractivos para el espectador. Tiene no obstante mucha relevancia que La Juive se haya consagrado como un título de repertorio precisamente en la Ópera de Viena. Y es que estamos ante una ópera judía en el sentido más neto del término, con un final trágico para los protagonistas, con una ácida crítica hacia el cristianismo oficial y su poder. E insistimos, precisamente se ha consagrado como un título de repertorio en la Ópera de Viena, esa misma que ofreció a Gustav Mahler su dirección artística sólo si apostataba del judaísmo para abrazar la fe católica.

   Como Rachel, en sustitución de la inicialmente prevista Soile Isokoski, la Staatsoper de Viena recurrió a la ucraniana Olga Bezsmertna, que ya había reemplazado a Kristine Opolais como Rusalka a comienzos de esta temporada. Su instrumento, aunque grande y bien timbrado en el centro y en el primer agudo, es irregular y tiende a calar las notas conforme asciende. Como intérprete es más bien anónima y su Rachel así no pasó de cumplidora. Está prevista como Marzelline en el Fidelio de esta verano en Salzburgo, para que se hagan una idea del distinto calado vocal, respecto a la prevista Isokoski. Lo mismo cabe decir de la soprano Hila Fahima, a su vez en sustitución de la prevista Garifullina, que tampoco es que sea la quintaesencia en su cuerda y que a su vez reemplazaba a la originalmente anunciada Ileana Tonca. Fahima apenas muestra un tercio agudo fácil y descollante, en claro contraste con el resto del instrumento, más pobre y en manos de una intérprete muy tibia y un tanto inmadura. El Brogni de Dan Paul Dumitrescu no fue la quintasencia del lirismo, pero supero con creces las bajas expectativas que teníamos depositadas en su adecuación para esta parte. El tenor norteamericano Jason Bridges resolvió la parte de Léopold con aplomo y soltura, con una intachable dicción francesa, aunque con un material corto y que tiende a blanquear el timbre en demasía en el agudo. El barítono español Gabriel Bermúdez, habitual en Viena, volvió a a mostrar un material limitado pero una entrega decidida y profesional con la parte de Ruggiero.

   La dirección de Frédérich Chaslin tuvo el defecto general de cargar las tintas en demasía, con un sonido a menudo pasado de decibelios, abusando de la percusión y reclamando un volumen excesivo al coro. Más cuidadoso y matizado en los pasajes más líricos, su labor no pasó sin embargo de un cumplimiento rutinario. En esta ocasión, por cierto, se suprimió la breve obertura inicial, abriéndose la representación, de forma inexplicable. En escena se retomaba la producción de Günter Krämer, estrenada ya en 1999, precisamente con Shicoff como Elézar y con Isokoski como Rachel, bajo la batuta de Simone Young. No estamos ante una partitura fácil de escenificar, pero cabe demandar algo más que una mezcla anodina de literalidad y vana originalidad (ese coro ataviado con los trajes locales, Trachten y Dirndl). En la propuesta de Krämer todo parte de una estructura inclinada que divide el escenario en dos planos, uno por debajo del otro, dando a entender, de forma muy primaria, la opresión del poder católico sobre la clandestinidad del judaísmo. La acción se traslada, más o menos, al cambio de siglo entre el XIX y el XX.

Fotos: Michael Pöhn

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