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Crítica: 'Parsifal', de Richard Wagner, en el Nationaltheater Mannheim

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Autor: José Amador Morales
14 de febrero de 2018

¡El Grial está en Mannheim!

   Por José Amador Morales
Mannheim. National Theater. 30 de Marzo de 2018. Richard Wagner: Parsifal. Frank van Aken (Parsifal), Thomas Berau (Amfortas), Sung Ha (Gurnemanz), Angela Denoke (Kundry), Patrick Zielke, (Titurel), Joachim Goltz (Klingsor). National Theater Opernchor (Dani Juris, director del coro). National Theater Opernorchester. Alexander Soddy, dirección musical. Hans Schüler, dirección escénica de 1957 (actualizada por Paul Walter).

   La Ópera Nacional de Mannheim guarda (custodia sería más preciso) la mítica producción que Hans Schüler ideara en 1957 para la temporada inaugural de la que ha sido su sede desde entonces –bien que remodelada y ampliada sucesivamente– tras la destrucción de la anterior durante el bombardeo de la ciudad en septiembre de 1943. Desde entonces, el coliseo ha tratado de recuperar con justo orgullo la gran tradición de la que se ha hecho acreedora la ciudad no sólo en música (con la famosa “Escuela de Mannheim” del siglo XVIII que, bajo el impulso de Johann Stamitz o Christian Cannabich, convirtieron a su orquesta en la mejor de Europa) sino en teatro. Entre sus directores musicales o Generalmusikdirektor, en el último siglo ha contado con maestros de la talla de Artur Bodanzky, Wilhelm Furtwängler,  Erich Kleiber, Joseph Rosenstock, Karl Elmendorff, Horst Stein  y, más recientemente, Peter Schneider, Adam Fischer o Frédéric Chaslin.

   En Mannheim se fundó la primera asociación wagneriana de Alemania, lo que por sí solo acredita una autorizada cultura en torno a la figura de Richard Wagner. Siendo así, desde que el 14 de abril de 1957 la producción que comentamos fue puesta en escena por primera vez, no ha dejado de representarse cada año sin excepción, generalmente en fechas señaladas como Viernes Santo y Corpus Christi. Sesenta y un años consecutivos de esta –apropiadamente remozada– propuesta escénica de un Hans Schüler estéticamente vinculado a lo que se dio en llamar "Nuevo Bayreuth" que, con Wieland Wagner al frente, supuso un vuelco en los principios escénicos (¿también ideológicos?) que hasta entonces se postulaban en la colina verde. Este Parsifal da cuenta de ello con una escenografía abstracta, unos contrastes de color (en el vestuario, decorados y luminotecnia) muy expresivos, una ausencia casi total de un attrezzo reducido a los elementos simbólicos esenciales de la trama y una sobriedad en los movimientos con los que difícilmente se puede expresar más con menos, dando cierto margen de libertad (dentro de estos presupuestos artísticos) a cada intérprete. En definitiva, aquí sí “se celebra” el festival escénico sacro y uno se sumerge en todo un ambiente celebrativo desde que entra por la puerta del mismo teatro que en ningún caso se daba en la jornada precedente. Todo lo que uno había leído y le habían contado de la “edad de oro” wagneriana, de las funciones evocadoras de Parsifal, del clima casi ritual y místico, etc... fue sutilmente percibido por quien esto suscribe en su visita al Festival de Bayreuth del pasado verano (con cobertura para Codalario). Pero aquí en Mannheim cobra tal dimensión que uno acaba por sucumbir conmovido ante la fuerza de la maravillosa música de Wagner de una parte, y ante la experiencia única y compartida que esto provoca cuando es servida de una manera tan increíblemente hermosa. Hablamos de detalles como el recogimiento con el que el público acoge la obra, la ausencia de subtítulos o el inmenso el final del primer acto, o la ausencia de aplausos tras un sublime final del primer acto que uno sólo puede entender in situ pues se tardan varios segundos en salir del trance una vez que se ilumina la sala y uno la abandona impactado por tanta belleza.

   Musicalmente la representación supuso prácticamente un negativo interpretativo de la que presenciara quien esto suscribe en Baden-Baden apenas seis días antes con la batuta de Simon Rattle. Y es que la dirección sorprendentemente clásica, en la línea de la “gran tradición” germánica, del joven “oficiante” Alexander Soddy (actual director titular de la casa) se reveló como un sugerente valor añadido, situando la interpretación musical en clara sintonía idiomática con la producción. Ya en el bellísimo preludio puso de manifiesto el peso expresivo de una articulación basada en el eficaz juego de tensión-distensión, de un color denso particularmente en la cuerda, robusta y lacerante, y de unos tempi equilibrados. Éstos, no en vano, a pesar de ser objetivamente ágiles fluían con naturalidad y en ningún caso hubo sensación de premura: es más, el carácter contemplativo fue conmovedor particularmente en el preludio, como hemos señalado anteriormente, así como en los acto primero y tercero. Tal vez el director británico careció de un punto de intensidad dramática en general en un acto segundo donde también seguramente hubiese sido deseable una mayor dosis de sensualidad tanto en la escenas de muchachas flor como en la seducción de Kundry. Aun así es de alabar la valentía del concepto de Soddy que bien podría haber elegido una línea de mayor recogimiento y control de una orquesta que en términos generales respondió de manera impecable, si bien su sonido, aunque hábilmente trabajado para la ocasión, no se presentaba uniforme en todas las secciones.

   El Parsifal Frank van Aken resultó bastante plausible en base a un instrumento lírico de partida, con un timbre grato, evidente musicalidad y un centro suficientemente compacto como para afrontar el temible “Amfortas die Wunde!” de forma solvente. Su interpretación pecó de cierta inexpresividad que quedó aún más al descubierto teniendo en cuenta la sobriedad gestual de la producción. Fue bastante sorprendente su aparición en una escena final en la que acusó una importante fatiga vocal. Angela Denoke viene asumiendo papeles dramáticos consistentes desde hace años, a menudo avalados por su innegable talento como actriz, que han propiciado el ensanche de un registro medio esmaltado y de estimable presencia, pero a costa de limitar aún más su de por sí precario registro grave y forzar un agudo cada vez más resentido. Podemos concluir que Denoke hizo una gran creación de Kundry hasta el temible final del segundo acto donde sufrió lo indecible y fue superada de manera evidente por sus propias limitaciones vocales.

   Imaginándonos lo peor después de su actuación la noche anterior en Ernani, Sung Ha remató un muy digno Gurnemanz con una dicción infinitamente más limpia y un tono que seguía siendo gutural pero sin llegar a la saturación. Aunque su interpretación fue monolítica y careció de variedad de acentos, al menos en su fraseo hubo cierta intención y su entrega fue indiscutible. Al contrario que el protagonista, el veterano Thomas Berau llevó su emotivo Amfortas a un terreno en el que lo expresivo compensó pasajeros problemas de fiato, como Joachim Goltz remató un convincente Klingsor por presencia vocal e intención en el fraseo.

   La cuidadísima selección de cantantes para los roles secundarios, muy por encima de la media habitual, revelaba una vez más hasta qué punto se mima y protege esta producción. Algo similar podemos señalar a propósito de un coro que, sin ser el colmo del refinamiento y sutileza, se mostró bastante más empastado y ajustado que el día anterior.  

   Finalmente no podemos dejar de insistir en la importancia vivencial que supuso asistir a la representación (¿celebración?) que comentamos, sin duda toda una experiencia tremendamente emotiva. Tras los muy entusiastas aplausos finales que sirvieron de catarsis colectiva de las emociones, la visión de muchos ojos aguados y pañuelos limpiando lágrimas por los pasillos hablaba por sí sola. No había sido para menos en este histórico Parsifal de Viernes Santo.

Fotografía: Nationaltheater Mannheim.

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