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Crítica: Recital de Daniel Barenboim en el Auditorio Nacional dentro del ciclo de Ibermúsica

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
28 de noviembre de 2016

EL TRIUNFO DEL SONIDO

   Por Álvaro Menéndez Granda
Madrid. 27-XI-2016. Auditorio Nacional de Música. Ciclo Ibermúsica. Daniel Barenboim, piano. Obras de Schubert, Chopin y Liszt.

   Me permitirán los lectores de Codalario que, por una vez y sin que ello siente un precedente, redacte mi crítica de hoy en primera persona, quizá porque aquel que lleva a cabo el ejercicio de la crítica es, a fin de cuentas, un miembro más del público, un simple relator que vierte una humilde opinión personal que puede ser más o menos válida pero, en cualquier caso, cuestionable y, en definitiva, irrelevante. También porque cuando hablamos de una figura del renombre y el prestigio de Daniel Barenboim debe uno expresarse de una manera individual y absolutamente personal, más aún cuando las palabras que siguen a continuación pueden ir ligeramente en contra del pensamiento mayoritario.

   En el abarrotado Auditorio Nacional era posible percibir la expectación. Largas colas en la entrada, algunas personas dispuestas a pagar por entradas de reventa, un incesante goteo de gente ocupando sus localidades. Tuve incluso la suerte de poder saludar a grandes figuras nacionales de la música, como la mezzosoprano Teresa Berganza o el pianista Javier Perianes, que se encontraban entre el público para escuchar al maestro argentino.

   Entró al escenario entre fuertes aplausos y comenzó la velada con una primera parte dedicada a la obra de Schubert, en primer lugar con la Sonata D664 y a continuación con la D959, ambas escritas en la tonalidad de la mayor, pero con casi diez años de diferencia. Desde mi perspectiva de músico no schubertiano –no por convicción, sino a causa un desconocimiento que me esfuerzo a diario por mitigar– la interpretación de Barenboim estuvo marcada sin duda por el sonido, que podría decirse que participaba de una claridad y una limpieza maravillosas. Como dijera recientemente mi colega y respetado maestro Francisco J. Pantín, a Schubert se llega desde Mozart, y es bien sabido que las interpretaciones mozartianas de Barenboim son referencia para muchos pianistas precisamente por esos mismo atributos. En ese sentido, los que allí coincidimos anoche encontramos una digitación prístina que propició que algunos pasajes bastante densos sonaran con una claridad inusitada. El Andantino de la D959 fue sublime y delicado, el Rondó final –construido sobre una variación del tema que Schubert emplea en el segundo movimiento de su juvenil Sonata D537– estuvo lleno de contrastes; Barenboim lo condujo por un camino sonoro en el que tan pronto el sonido era oscuro y delicado como se volvía brillante y luminoso.

   Sin embargo, en la segunda parte, el cambio de estilo no benefició a la dinámica del recital y Chopin fue el principal perjudicado. Su famosa Balada Op.23 en sol menor fue un verdadero despropósito. Donde debió ser delicada, fue amanerada. Donde debió ser brillante, fue brusca. Donde debió ser limpia, fue turbia. La confusión de los pasajes rápidos fue sorprendente –para un pianista capaz de hacer dos sonatas de Schubert tan limpias y radiantes–, así como su concepción del tempo, a mi juicio poco acertada, caracterizada por un rubato excesivo y contrastes demasiado extremos. Liszt, en cambio, fue bastante mejor. Funerailles fue oscura en el comienzo, recordando por momentos el lúgubre doblar de las campanas y el sonido de las trompas en los pasajes más brillantes. Las «Armonías Poéticas y Religiosas» del compositor húngaro presagian ya un lenguaje impresionista y Funerailles presenta una construcción armónica en la que nunca se acaba de estar en casa y hay pocos momentos de reposo. Barenboim hizo una demostración de su virtuosismo y su técnica provocando que el público le ofreciera un estruendoso aplauso.

   Aunque el programa anunciaba el Vals Mephisto, también de Liszt, como obra integrante de la segunda mitad del recital, Barenboim abandonó el escenario y salió de nuevo a saludar hasta tres veces después de Funerailles, lo que incitó a un asombrado y desconcertado público a sospechar que el concierto había terminado. Desconozco si este inusual comportamiento se debe a la necesidad de un descanso físico para el pianista o a alguna clase de veleidad de divo. Finalmente se sentó de nuevo al piano para interpretar esa endiablada prueba de resistencia que es el Mephisto de Liszt, aunque por conseguir velocidades demasiado rápidas se perdió la inteligibilidad en determinados pasajes. Eso no fue motivo para que el público no aplaudiera hasta agotarse y para que Barenboim no agotara a su vez la paciencia del público, que acabó abandonando la sala ante las negativas del argentino de tocar nada más.

   No me despediré sin hablar del piano. Una de las grandes novedades era el instrumento Barenboim-Maene diseñado por el propio Barenboim en colaboración con el fabricante de pianos Chris Maene y el apoyo de Steinway & Sons. Más allá de que las supuestas novedades que aporta este piano no sean en realidad más que adaptaciones de diseños que en otros tiempo se consideraron obsoletos, sí es cierto que tras escucharlo en directo me resulta mucho más adecuado para una gran sala sinfónica que los habituales Steinway. En una sala tan grande el sonido del Steinway puede llegar a ser algo confuso en su registro más grave. El Barenboin-Maene sonó nítido y cristalino –menos en Chopin– durante todo el concierto, con un grave redondo y un agudo menos chillón y agresivo de lo que puede apreciarse en On my new piano, la grabación que el argentino ha realizado recientemente en este mismo piano para Deutsche Grammophon. En resumen, para grabaciones sigue pareciéndome más adecuado el Steinway, pero para la música en directo, para los auditorios con salas muy grandes, el Barenboim-Maene suena fabuloso, limpio, nítido y cristalino. Pudiera ser que, si quisiera, el fabricante encontrase aquí un interesante nicho de mercado.

   Sería ya perder el tiempo hablar de toses y teléfonos móviles. La diferencia en esta ocasión es que Barenboim no es –al contrario que otras grandes figuras que van pasando por el Auditorio–  nada discreto, no se calla, y expresa física y verbalmente su malestar cuando el estertor de una tos rasga el lirismo de un pasaje musical o cuando un despistado –o caradura– intenta tomarle una fotografía con flash. Terminaré, pues, diciendo que Barenboim no defrauda, aunque a veces nos asuste con extravagantes versiones de Chopin, porque cualquiera de esas excentricidades queda neutralizada rápidamente por el triunfo de su sonido, que sigue siendo envidiable para cualquiera que se haya puesto alguna vez delante de un piano.

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