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Crítica: Riccardo Chailly y Jakub Hrůša envuelven de música rusa del siglo XX la Konzerthaus de Viena

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
17 de mayo de 2023

«Mientras tanto, nosotros disfrutamos de dos veladas intensas e incandescentes con la música rusa del siglo XX, que es tan suya como nuestra»

Rusia S. XX de alto voltaje

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 9-V-2023, Konzerthaus. Concierto para piano y orquesta n.º 3 en re menor, op. 30 de Serguéi Rachmáninov; Chant funèbre de Igor Stravinsky; Sinfonía nº 7 en do sostenido menor, Op. 131 de Serguéi Prokófiev. Filarmonica della Scala. Mao Fujita [piano]. Director musical: Riccardo Chailly.
Viena, 10-V-2023, Konzerthaus. Obertura «Celos» de Leoš Janáček; Romeo y Julieta [extractos elegidos por Jakub Hrůša], de Serguéi Prokófiev; Sinfonía nº  5 en re menor, op. 47 de Dmitri Shostakóvich. Wiener Philharmoniker. Director musical: Jakub Hrůša.

   Tras el trío de ases con obras para piano de Rachmáninov y Prokófiev que tuvimos la semana pasada en el Konzerthaus, era ahora el turno de la música sinfónica rusa del siglo pasado, con dos veladas en dos días seguidos de dos de las orquestas más importantes del continente: la Filarmonica della Scala en lo que ha sido su primera actuación en la sala de la mano de un viejo conocido como Riccardo Chailly –éste sí ha sido un habitual tocando aquí con casi todas las orquestas a las que ha dirigido–, y la Filarmónica de Viena con Jakub Hrůša. El principal cometido de ambas orquestas es sentarse en el foso de sus respectivos teatros de ópera –ambos en el Top 5 del mundo–. Sin embargo, sus series de conciertos sinfónicos y sus giras forman parte del panorama musical europeo desde tiempo inmemorial.

  Cuando el año pasado se anunció el programa de Riccardo Chailly para el 9 de mayo, en el programa figuraba la maravillosa Novena sinfonía de Gustav Mahler. Sin embargo, hace ya varios meses que el programa se había modificado, cambiando la obra del compositor de Kalitsch por tres obras maestras del repertorio ruso del S. XX. La primera, el Tercer concierto para piano de Rachmáninov, forma parte del repertorio más convencional –garantía de llenar la sala–, mientras las otras dos, el Canto fúnebre de Igor Stravinsky y la Séptima sinfonía de Serguéi Prokófiev son obras de alto interés de las que rara vez pisan los escenarios. También programa ruso en el concierto de la Filarmónica de Viena –Quinta sinfonía de Dmitri Shostakóvich y  una selección de Romeo y Julieta de Prokófiev– con una brevísima incursión en la música checa: Celos, una obertura que Leoš Janáček compuso para interpretarse con “Jenůfa” que rara vez sube a los escenarios.

   Probablemente, cuando se hizo el cambio del programa de la Filarmonica della Scala, nadie se dio cuenta de que iba a dar lugar a una situación de lo más curiosa. El 9 de mayo es el día en que Rusia celebra su victoria en la Segunda Guerra Mundial. Este año no ha sido menos y los telediarios de todo el mundo nos han mostrado el desfile por las calles de Moscú bajo la atenta mirada de Vladimir Putin. En Viena, a poco mas de 100 metros del Konzerthaus, en la estatua del soldado ruso situada en la Schwarzenbergplatz, varias decenas de rusos y de nostálgicos de otra época se manifestaban en apoyo del dictador ruso y de su victoria en la guerra de ocupación de Ucrania sin mayor repercusión púbica. Por el contrario, en la sala de conciertos, más de 2.000 personas cada uno de los días celebrábamos el poder de su música, una música y una cultura que es tanto suya como nuestra, y que afortunadamente, y a diferencia de otras ciudades donde hay protestas cuando se dan estas obras, en Viena se tiene muy claro: la música rusa es patrimonio de todos, es también nuestra, y la celebramos cuando y como queremos.

   La primera parte del concierto de los italianos estaba reservado para el Concierto n.º 3 de Rachmáninov, sin duda uno de los más bellos y exigentes del repertorio. El solista era el japonés Mao Fujita, vencedor entre otros del Concurso Clara Haskil de la ciudad suiza de Vevey. El japonés es un pianista sensible, musical, con una digitación notable en la parte alta del teclado, pero con una gran carencia de sonido en la parte baja. Los acordes de la mano de izquierda, tan necesarios en esta partitura donde el piano debe tratar de tú a tú a la orquesta, fueron muy pobres. Además, teníamos muy recientes a Trifonov y Babayan, y las comparaciones, aunque odiosas, son inevitables. Hace unos años, al salir de un concierto donde habíamos asistido al Emperador de Beethoven, un gran amigo y excelente crítico musical hizo un comentario bastante atinado: «Hoy nos han dado el Concierto Emperatriz». Una sensación similar sentí al terminar la obra. Chailly fraseó muy bien las grandes melodías de Rachmáninov, pero al otro lado la respuesta era imperceptible. Y eso que tanto el maestro milanés como la orquesta, de sonido luminoso y mediterráneo, sin esa contundencia en los graves que tienen las orquestas rusas o las centroeuropeas, le cuidaron bastante y en ningún momento le apretaron. Brilló más en las cadenzas y en los pasajes arpegiados del Adagio intermedio, que en el enérgico movimiento final. Aun así, el publico le aplaudió con entusiasmo y el japonés nos regaló el Preludio en do mayor de Serguéi Prokófiev.

   Mucho más interesantes fueron las dos obras de la segunda parte. Igor Stravinsky compuso el Chant funèbre para honrar la muerte de su maestro Nikolai Rimsky-Korsakov. La partitura se perdió tras su estreno en el Conservatorio de Sant Petersburgo el 17 de enero de 1909. Permaneció mas de 100 años en la oscuridad, hasta que en 2015 se encontró entre un montón de partituras sin catalogar. Desde entonces, directores como Valery Gergiev, Esa-Pekka Salonen o Riccardo Chailly –autor de la primera grabación– la han paseado por el mundo, permitiéndonos disfrutar de una obra rica en armonías cromáticas, y que por momentos casi parece un breve concierto para orquesta, ya que casi todos los instrumentos tienen un momento solista, como si desfilasen uno a uno frente a Rimsky, ya fuera para examinarse, o para dejarle unas flores ante su cuerpo presente. El Sr. Chailly demostró magisterio y la orquesta exhibió buen sonido y atinadas intervenciones solistas.    

   Concluyó el concierto con la última de las sinfonías de Serguéi Prokófiev: la Séptima en do sostenido menor. Compuesta en 1952 poco antes de su muerte, la obra tiene un fuerte componente nostálgico, como si fuera un examen autobiográfico, donde combina de manera magistral las melodías emotivas y en parte melancólicas con la ironía y el sarcasmo que nunca le abandonaron. Riccardo Chailly nos dio una excelente versión. Cantó y fraseó de manera primorosa los dos primeros temas del Moderato inicial, con unas cuerdas cálidas y luminosas, y unos vientos acertados. En el vals triste del Allegretto posterior nos recordó al Prokófiev de los ballets Romeo y Julieta y La cenicienta. Elevaron aún mas el nivel en el Andante, mas expresivo que nunca, con un lirismo a flor de piel donde Chailly extrajo hasta el último aliento de sus músicos. En el Vivace final, conjugó calidez, detallismo y tímbrica exquisita para redondear una versión de muchos quilates. Hubo muchos vítores y aplausos, y Chailly y la orquesta siguieron haciendo las delicias del público con Prokófiev: culminaron la gran noche con el Scherzo y la célebre Marcha de El amor de las tres naranjas.

   Al día siguiente, ya sin manifestantes en la estatua del soldado ruso, la música rusa siguió sonando, y de qué manera, es la gran sala del Konzerthaus. La Filarmónica de Viena dio uno de esos conciertos que la reafirman entre las mejores orquestas del planeta. La diferencia en sonido, precisión, empaste e intensidad con la orquesta italiana es la que puede haber entre un equipo finalista de la Champions League y un buen equipo de la Liga. Además, en el podio se encontraba Jakub Hrůša, un maestro que no deja de crecer, y que cada día parece mejor que el anterior. Lo hemos resaltado en las diversas críticas que le hemos hecho este último año y medio, y hemos sido testigos de ello tanto con su orquesta de Bamberg, con la propia Filarmónica de Viena o en el pasado Festival Janáček de Brno.

   Comenzó la velada con una acertada versión de Celos, una breve pieza sinfónica –de unos seis minutos de duración– que el compositor moravo consideró durante un tiempo como preludio de su ópera –aún por componer– Jenůfa y que nunca se representó junto a ella. Hrůša y la orquesta se zambulleron sin red en una obra con las aristas propias de un Janáček que combina lirismo intenso con violencia, un curioso juego de percusiones donde ya oímos los timbales que recorren la ópera, y esos ritmos sincopados que la orquesta tocó como quien oye llover.

   A continuación, la versión que orquesta y director nos dieron del Romeo y Julieta de Prokófiev fue sensacional. Impresionante de principio a fin. Como ya es habitual en los últimos tiempos, el Sr. Hrůša se olvidó de las «suites oficiales» y diseñó su propia selección de nueve números, donde nos fue dejando sin habla según interpretaba una tras otra. En el Preludio, extraído directamente del ballet, nos asombró con una delicadeza tímbrica y unos pianísimos que prometían. Con unos imponentes Montescos y Capuletos, donde lució a todas las secciones, nos quedamos literalmente pegados a la butaca. Tímbrica y equilibrio sonoro fueron claves en La joven Julieta, seguidas de una Máscaras elegantemente tocadas, plenas de color y con un control rítmico primoroso. Un fraseo excelente dominó Romeo y Julieta, preludio de una espectacular Muerte de Tebaldo, sencillamente sin igual. Preciosa de intensidad y fraseo la escena de la «despedida» de los amantes, un remanso de paz previo a la escena de Romeo en la tumba de Julieta, brillante, de precioso color y estremecedor sonido. En fin, el control de intensidades y el refinamiento tímbrico que consiguió en la Muerte de Julieta estuvo al alcance de muy pocos.

   Tras el descanso, una inconmensurable Quinta sinfonía de Dmitri Shostakóvich, a la que no se la puede poner ningún pero. Jakub Hrůša eligió tempi bastante amplios, y exigió a la orquesta como lo que es, una de las mas grandes. La versión fue flamígera, de quitar el hipo, de intensidad fuera de lo común. La orquesta respondió al máximo nivel en todas las secciones. La gama dinámica fue amplísima pero sin caer en los histrionismos que tanto gustan a alguno de sus colegas. Por poner algún ejemplo, los ritardandos que hizo al final del Scherzo fueron apabullantes, dando a la interpretación un punto de desesperación y más empaque del habitual, aunque siempre con un equilibrio global encomiable. En el Lento, las cuerdas vienesas nos hicieron tocar el cielo, y en el Allegro non troppo final, con el pie un poco en el freno, pero con una intensidad de la orquesta colosal, con un punto de ironía y sarcasmo, como reiterando esa «respuesta de un artista soviético a unas críticas justas» con las que el bueno de Shostakóvich salvó su cabeza frente al Stalin de las grandes purgas –y al que algunos nostálgicos indocumentados parecían querer regresar en la manifestación del día anterior– fue un colofón apabullante y glorioso, dejándonos los nervios a flor de piel.

   El público saltó como un resorte, y sacó a saludar al Sr. Hrůša hasta seis veces. Un Hrůša que saludó prácticamente uno a uno a todos los solistas de la orquesta. Estos le respondieron también con aplausos. Hrůša se entiende muy bien con la orquesta, y ésta con él. Mientras tanto nosotros disfrutamos de dos veladas intensas e incandescentes con la música rusa del S. XX que es tan suya como nuestra.

Fotografías: Andrea Humer/Wiener Konzerthaus [Chailly] y Dieter Nagl [Hrůša].

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