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Crítica: Sara Ruiz interpreta a Telemann en Música Antigua Aranjuez

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Autor: Mario Guada
29 de mayo de 2017

La violagambista madrileña ofrece por primera vez en España siete de las doce fantasías para viola da gamba de Telemann, en un recital en el que faltó música y sobró lo demás.

PRIMA LA MUSICA, POI LE PAROLE

   Por Mario Guada | @elcriticorn
Aranjuez. 27-V-2017 | 20:00. Capilla del Palacio Real. XXIV Música Antigua Aranjuez. Entrada: 20 €uros. Obras de Georg Philipp Telemann. Sara Ruiz.

   Cuán trascendentes son las decisiones extramusicales que un intérprete toma a la hora de llevar a cabo un concierto. Estas pueden elevar el acto a algo memorable o sencillamente devolver al intérprete, con un golpe de realidad, a este mundo de lo terrenal. Y es que a veces pareciera que los intérpretes viven en un mundo paralelo en el que no son conscientes de las decisiones que toman. Acudía a este concierto del XXIV Música Antigua Aranjuez con muchas expectativas volcadas en las obras a interpretar, las 12 Fantaisies pour la Basse de Violle, faites et dediées a Mr. Pierre Chaunell, par Telemann. Hamburg, 1735. ¿Qué tienen de especial? Pues que se sabía de su existencia, pues estaban incluso catalogadas [TWV 40: 23-37], pero se encontraban perdidas. Al menos así era hasta 2015, cuando el violagambista alemán Thomas Fritzsch las descubrió en una colección privada dentro de la Ledenburg Collection. Esta, albergada en el Archivo Estatal de Baja Sajonia [Niedersächsisches Landesarchiv], contiene una serie de manuscritos e impresos musicales del siglo XVIII, que hasta ahora no se conocía entre los estudiosos. La mayor parte de las obras están, además, dedicadas a la viola da gamba. Lo más notable de su contenido es precisamente esta colección de fantasías del gran Georg Philipp Telemann (1681-1767). Imagínense su estupor y alegría. Acto seguido, Fritzsch consiguió comenzó a desarrollar un intenso trabajo sobre ellas, el cual se vio materializado por partida doble en 2016: una edición moderna con facsímil –realizada junto a Günter von Zadow para Edition Güntersberg– y la primera grabación mundial de las obras –para el sello Coviello–.

   Las obras, que suponen probablemente, junto a sus doce fantasías para violín y la doce para traverso, sus colecciones para instrumentos a solo más trascendentales, son, además, el hallazgo de mayor relevancia en lo que a la viola da gamba se refiere de la última década. Es por eso que la expectación era máxima para este recital. Y aquí es donde entran en juego las –malas– decisiones, al menos así me han parecido, pues han perturbado en muchos aspectos la escucha de la propia música. Primeramente se toma la decisión de prescindir de cinco de las doce obras, aduciendo –como he leído en una reciente entrevista– que su duración –poco más de ochenta minutos– es excesiva para un concierto. ¿Excesiva para quién? habría que preguntarse. ¿Tiene sentido presentar por primera vez en España obras de tal importancia, amputando de cuajo la posibilidad de que el público las escuchara completas? ¿Cómo es posible que ochenta minutos sean excesivos, pero tras presentar una serie de aditamentos a la propia música, en los que entraré a continuación, el recital termina por durar, no ya ochenta, sino 100 minutos? Que me lo expliquen, porque honestamente no lo comprendo.

   Hace tiempo que vengo observando una tendencia peligrosa entre los intérpretes, la de plantear dichos aditamentos a los conciertos, como si se tuviese el pensamiento de que la propia música no es suficiente o que necesita de algo más para hacerla accesible y disfrutable al 100% por el público. No sé de dónde se viene este interés por lo extramusical, pero no siempre vale ni se acierta al introducirlo en concierto. Lo que es infalible, si la interpretación es buena, es la música, así sin más. Los conciertos dramatizados o que presentan juegos de escenografía, narraciones de textos, cambios de vestuario... pueden tener su aquel, pero hay que hilar realmente fino para no convertirlos en un espectáculo que acabe por saturar y especialmente que resten relevancia a lo musical.

   Lamentablemente, en esta ocasión es lo que ha sucedido. Y me explico. Sara Ruiz, la solista de la velada, decidió asignar a cada una de las siete fantasías presentadas [n.º 1, 3, 4, 5, 6, 7 y 11] una triple nomenclatura con la que describir el carácter y afectos de las obras: día de la semana, deidad grecolatina y una atribución a un lugar/elemento/personaje concreto. Un tanto extraño, la verdad, porque Ruiz dice que su bagaje como intérprete le ha ayudado a extraer las referencias extramusicales aquí ocultas. Pero, francamente, hay que tener claro que la asignación a estos elementos concretos es única y exclusivamente personal, basada en el arbitrio del intérprete, que lo mismo pudo haberlas atribuido a estos elementos que lo podría haber hecho con colores, meses del año, pintores del Renacimiento italiano o cocineros con tres o más Estrellas Michelin, puestos a elegir. En definitiva, al escuchar las obras uno no percibe nada relacionado directamente con esos dioses ni días de la semana, sino más bien puede relacionar la escritura de Telemann con un sabor más o menos francés, con referencias a otros compositores, con el uso de técnicas interesantes que van más allá de lo que uno podría esperar de su mano… Pero nunca con lo que aquí se pretende. Por si fuera poco, el intento por imbuir al espectador en este universo ficticio y sin sentido nos llevó a la introducción, antes de cada fantasía, de un texto de notables dimensiones en el que se narraron algunos aspectos del dios de turno. A pesar del esfuerzo de Xosé Luis Saqués por recitar y dramatizar los textos de Ana Mancera, la lectura aportó poco o nada a la velada. Excesivamente largos, los momentos de lectura se hicieron bastante tediosos, sin contar además con que, según la posición del recitador, a veces la comprensión de las palabras era entre mala y nula. Que me lo expliquen, porque honestamente no lo comprendo.

   Me costaba entender la excesiva duración de las lecturas, pero cuando tras la segunda de ellas veo que Ruiz aparece de su ausencia en el escenario con un vestido diferente al presentado en la primera obra, empecé a vislumbrar lo que estaba sucediendo. Y sí, estimados lectores, nada menos que siete cambios de vestuario fueron sucediéndose a lo largo de una velada que se iba volviendo cada vez más exasperante y aburrida. Como crítico, pero también como espectador, intérprete, gestor o lo que sea, creo que uno debe preguntarse siempre si lo que se propone aporta valor al espectáculo. Yo me lo pregunté al menos siete veces a lo largo de esa noche: ¿qué aportó a la velada cada uno de los cambios de vestuario realizados? Personalmente creo que nada, al menos nada estrictamente relevante y relacionado con la música y la interpretación. Y francamente, si ello estuvo dirigido a un aspecto puramente estético o al hecho de acudir al morbo de los espectadores, entonces es que nos estamos equivocando completamente con lo que se quiere proyectar hacia fuera. Que me lo expliquen, porque honestamente no lo comprendo.

   Por lo demás, Ruiz utilizó todavía un giro de tuerca más, situándose en un escenario en el centro de la Capilla del Palacio Real, en torno a la cual se colocó a los espectadores, de tal manera que con cada obra la violagamabista iba girando un poco su posición. Algunas obras de cara, otras de costado y otras directamente de espaldas. Aunque la sonoridad de su magnífico instrumento –anónimo de inicios del XVIII– es agradecida desde casi cualquier ángulo, visualmente incomoda un poco tener a la intérprete de espaldas, pero visto lo visto esto no fue la peor decisión que se tomó esta noche. Si todo ello se hubiera regado –porque uno ya no sabía si estaba en un concierto acompañado de recitado y cambios de vestuario, en una velada literaria acompañada de música y cambios de vestuario, o en un muestrario de moda acompañado de recitados y música– por una interpretación superlativa de las piezas, quizá se me hubiera olvidado todo aquello que rodeó la velada y que tanta desasosiego terminó por causarme. Me temo que no fue así. Hubo momentos realmente buenos, no cabe duda, con pasajes muy hermosos bellamente interpretados, con lirismo, expresividad y hasta emoción, sobre todo en los movimientos lentos. Pero lamentablemente, los pasajes de escritura más virtuosística no se vieron igualmente refrendados, con una Sara Ruiz algo dubitativa, bastante imprecisa con la mano izquierda en mucho momentos e indefectiblemente desafinada cuando acudía al registro agudo. Me hubiera gustado de verdad escuchar música, en estado puro, sin aditamentos, sin extravagancias, sin enmascarar la creación artística del genial Telemann –al que imagino Música Antigua Aranjuez rinde homenaje en su efeméride en este 2017, tan desatendida en el panorama musical español–. Tomando prestado el título de la ópera de Salieri, Prima la musica, poi le parole, esto es, primero la música, después las palabras… y los vestidos, y los textos, y las luces, y los giros… Habrá que esperar.

Fotografía: Edition Güntersberg.

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