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Crítica: «The Fairy Queen» de Henry Purcell, con Les Arts Florissants y la Compagnie Käfig en el CNDM

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Autor: Mario Guada
29 de enero de 2024

La célebre agrupación francesa y su academia Le Jardin des Voix aúnan esfuerzos con la compañía de danza gala y su director, Mourad Merzouki, para ofrecer una propuesta excelentemente trabada en la que el compositor inglés y la danza urbana conviven con enorme éxito

Les Arts Florissants, Compagnie Käfig, William Christie, Mourad Merzouki, CNDM, Purcell, Universo Barroco

Purcell riega el jardín de Christie

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 14-I-2024, Auditorio Nacional de Música. Universo Barroco [Centro Nacional de Difusión Musical]. The Fairy Queen, Z 629, de Henry Purcell. Paulina Francisco [soprano], Georgia Burashko [mezzosoprano], Rebecca Leggett [mezzosoprano], Juliette Mey [mezzosoprano], Ilia Aksionov [tenor], Rodrigo Carreto [tenor], Hugo Herman-Wilson [barítono] y Benjamin Schilperoort [bajo] • Compagnie Käfig, Mourad Merzouki [coreografía y dirección de escena] • Les Arts Florissants | William Christie.

The Fairy Queen era una obra específica para un lugar concreto, diseñada para un teatro concreto y que no podía representarse satisfactoriamente en otro lugar, ni entonces ni ahora, sin la aportación creativa de artistas con visión e imaginación propias. La autenticidad basada en fuentes históricas llevada demasiado lejos tiende a impedir que eso ocurra.

Andrew Pinnock [A Complex theatrical economy, 2020].

   Tiene el bueno de «Bill» Christie un poco enfadadas a las huestes barrocas con esta propuesta sobre la semiópera de Henry Purcell (1569-1695) The Fairy Queen, que ha estado ofreciendo –y ofrecerá– por buena parte del mundo junto al conjunto de su vida, Les Arts Florissants [LAF], con la colaboración para la danza y escena de Mourad Merzouki y su Campagnie Käfig. Recalaron con ella en el Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM], que continúa apostando por las grandes agrupaciones mundiales, sin reparar en gastos –este espectáculo no ha tenido que ser muy asequible–. Y yo, que supuestamente me debería encontrar en ese bando de los que salieron ofendidos por lo presenciado en esta cita, lo cierto es que salí bastante convencido de que cuando hay mucho trabajo y la idea es medianamente convincente, la cosa acaba fluyendo. Y así fue. Claro que hubo aspectos mejorables o con los que se puede estar o no de acuerdo, pero la propuesta dancística y escénica de Merzouki no resultó en absoluto molesta –lo que me parece ya todo un logro, dado que poner en baile urbano y actual elementos musicales tan personales como son lo de Purcell, no es tarea sencilla–. Resulta muy complicado poner en escena una obra como esta, cuya dramaturgia es escasa, lo que provoca una sensación como de una tela hecha de retales. Por eso, aunque la danza no ayudó a situar la acción, sí aportó cierta cohesión general, un telón de fondo o hilo conductor estético que ayudó a darle fluidez al espectáculo. Y todo resultó muy natural y fluido.

   Dice Andrew Pinnock, en las excelentes notas de la grabación que hace algunos años llevó a cabo la agrupación británica Gabrieli Consort & Players, de Paul McCreesh, para el sello Signum Classics –que recomiendo, sobre todo por las extensísimas y muy ilustrativas notas de varios especialistas en la interpretación y la ópera de este período– al respecto, que «Purcell empezó a escribir música teatral al final de su adolescencia. Durante la mayor parte de sus veinte años dio prioridad al trabajo para la corte, consolidando su reputación de experto tanto como compositor como teclista. En 1689, cuando Betterton empezó a planear su ópera dramática de 1690, The Prophetess, or the History of Dioclesian, Purcell era la elección obvia como compositor. El éxito triunfal de Dioclesian dio lugar a las secuelas King Arthur en 1691 y The Fairy Queen en 1692, pero Purcell también escribió canciones ocasionales y música instrumental para más de 50 producciones menos ambiciosas. La relación con Betterton aseguró la fama duradera de Purcell –se convirtió en el primer compositor superestrella de la historia británica– aunque la asociación pronto llegó a su fin. […] Dioclesian, King Arthur y The Fairy Queen fueron logros notables pero muy contingentes: productos de un ecosistema teatral inestable en el que las ambiciones de los productores, los egos de los intérpretes, los aspectos prácticos financieros y las expectativas del público habían alcanzado un estado de equilibrio temporal. Poco antes de la muerte de Purcell, ese ecosistema se vino abajo. La Reina de las Hadas es una adaptación del Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, una obra que no se representaba con mucha frecuencia a finales del siglo XVII, ni estaba muy bien considerada (‘la obra ridícula más insípida que he visto en mi vida’, escribió Samuel Pepys en su diario tras una visita a verla en 1662). Sin embargo, Betterton tenía clara su idoneidad para transformarla en una ópera dramática. Los personajes sobrenaturales del reparto tenían el poder necesario, aunque ficticio, para conjurar cómplices que cantaran y bailaran».

   Y continúa: «La obra de teatro Pyramus and Thisbe era muy entretenida y se había convertido en una de las favoritas del público del teatro de calle, en una versión ‘divertida’ llamada Bottom the Weaver. El trabajo en la producción pasó por varias fases: en primer lugar, la adaptación del guión (una revisión de una versión publicada disponible del guión original de Shakespeare, reordenando algunas de las escenas y modernizando el lenguaje); después, la invención de la mascarada (Betterton o un ayudante versificador contratado escribieron las letras que Purcell pondría en escena más tarde); después, la escenografía, la iluminación y los efectos especiales. Purcell empezó a trabajar en la música a principios de 1692, y el coreógrafo Josias Priest comenzó a planificar las danzas. Los ensayos comenzaron probablemente en marzo, durante las breves vacaciones de Pascua del teatro. Mucho antes se había puesto en marcha una campaña de marketing en la prensa y de boca en boca. Los rumores sobre el extravagante coste de la producción se difundieron deliberadamente: las cifras diferían (2.000 libras en un informe, 3.000 libras en otro), pero el nivel de gasto era invariablemente impresionante. En la producción original, Titania y Oberón fueron interpretados por ‘niños de unos ocho o nueve años que actuaban de la forma más bonita que se pueda imaginar’ (Katharine Booth, escribiendo a una amiga tras asistir al estreno el 2 de mayo de 1692). Es muy posible que las hadas bailarinas también fueran niñas, de la misma estatura que la mini-reina y el mini-rey. Betterton y Purcell trabajaron un amplio abanico emocional: ira cercana al odio (el Rey y la Reina Hada en guerra, reconciliados sólo al final); angustia mezclada con indignación (Helena: al final las cosas también se arreglan para ella); amor verdadero (Hermia, Lisandro); enamoramiento inducido por las drogas (Demetrio); y comedia burlona (Bottom el tejedor y sus socios en el crimen dramático amateur). La mayoría de estos estados de ánimo se reflejan en la música en algún momento. Hay secciones que inspiran asombro (el descenso del dios del sol Febo, con un floreo de trompetas y tambores); números para reír a carcajadas (Coridón y Mopsa); uno que conmueve casi hasta las lágrimas (El llanto); y muchos momentos de pura magia (‘Silencio, no más'). A esta distancia, el proceso de producción de 1692 sólo puede reconstruirse muy vagamente. Las fuentes conservadas presentan versiones muy diferentes tanto del texto teatral como de la música de Purcell. Es evidente que el concepto original evolucionó durante las fases de planificación y ensayo. El guión, la partitura y la coreografía se ajustaron para conseguir una fluidez óptima y se adaptaron para que los cambios de escena se produjeran a la vista del público. En otras palabras, The Fairy Queen era una obra específica para un lugar concreto, diseñada para un teatro concreto y que no podía representarse satisfactoriamente en otro lugar, ni entonces ni ahora, sin la aportación creativa de artistas con visión e imaginación propias. La autenticidad basada en fuentes históricas llevada demasiado lejos tiende a impedir que eso ocurra».

   Si Christie hubiera leído estas notas, se puede entender que estaría muy de acuerdo con lo dicho por este musicólogo en la última frase del texto. Si no entendemos esto –muchos no lo hacen, es evidente–, difícilmente vamos a poder comprender la propuesta aquí presentada. Y, a mí entender, pueden ser otras las pegas que ponerle a esta propuesta, pero en absoluto el plantear darle una nueva vida fusionándola con la danza en pleno siglo XXI. Por supuesto, dada mi falta total de conocimiento al respecto, obviaré analizar la parte puramente coreográfica, centrándome, como es menester, en los aspectos musicales. Vamos a ello…

Purcell, Les Arts Florissants, Compagnie Käfig, William Christie, Mourad Merzouki, CNDM, Universo Barroco

   Esta era la propuesta bianual que Les Arts Florissants y William Christie –junto a Paul Agnew, que es codirector de la misma– plantearon para los galardonados en la undécima edición de Le Jardin des Voix, una academia para jóvenes cantantes especializados en repertorio barroco que LAF impulsó por vez primera allá por 2002. Desde entonces han pasado por ella muchos de los que hoy copan buena parte de los escenarios del mundo en las músicas históricas –el contratenor español Xavier Sabata, por ejemplo, participó en aquella edición–, así que resulta siempre un escaparate fundamental para escuchar a voces muy cualificadas, algunas de las cuales a buen seguro serán estrellas en pocos años. Un total de ocho cantantes, distribuidos en dos cantantes, dos mezzosopranos, dos tenores, un barítono y un bajo. Obviamente, no todos lucen por igual aquí, tanto por sus propias capacidades como porque la disparidad en los papeles es notable –he aquí una pega importante–.

   Aunque todos los cantantes mantuvieron un nivel muy significativo en esta velada, cabe destacar de forma especial a algunos de ellos, comenzando por el dúo de tenores conformado por el lituano Ilja Askisonov y el portugués Rodrigo Carreto. Como quiera que esta es una obra muy coral, en sentido de que presenta numerosos personajes, todos ellos encarnaron diversos personajes. Esto exige una permeabilidad de caracteres notable a lo largo de la velada, pudiendo pasar de un rol más cómico o otro más neutro, incluso a uno con cierta carga dramática. El lituano mostró un canto muy natural, cómodo y brillante en el agudo, de timbre cálido, bastante ligero, sin mucho espacio a la frivolidad vocal. Se adaptó excelente al registro de cabeza en el dúo «Now the maids and the men are making of hay», asumiendo muy bien aspectos fundamentales de carácter en otros momentos, como en la canción «Here’s the Summer, sprightly gay», a nivel tímbrico, o en un aspecto más rítmico en «Thus the gloomy world». Por su parte, el portugués tuvo varios momentos de impecable factura, con un timbre muy bello, con brillo, pero redondez en el agudo, y aunque es ligero presenta más cuerpo en la voz que su compañero. Es un cantante, además, de gran elegancia, con un canto muy fluido y carente de tensión. Desde su primera aparición a solo en el acto II [«Come all ye Songsters of the sky»], ya hizo gala de sus capacidades canoras, pero también de su notable presencia escénica, amplificada esta de manera muy notable en «When a cruel long Winter», muy seguro, con un planteamiento muy orgánico del canto y la actuación. «See my many colour’d fields» remató su actuación a solo, refrendando la belleza tímbrica y lo evocador de su canto. Uno de esos tenores que prefieren no cargar las tintas, rara avis entre los de su cuerda en los últimos años.

   De entre las voces femeninas, bastante correctas de forma general, destacaron de manera especial la soprano estadounidense Paulina Francisco y la extraordinariamente joven mezzosoprano francesa Juliette Mey, que regaló a los asistentes uno de los momentos más memorables de toda la velada. La primera logró moverse con mucha solvencia tanto en el ámbito del recitativo como en los momentos más ariosos, que Purcell logra imbricar en muchos pasajes de su música de forma magistral. Voz muy bien adaptada al canto barroco, natural, firme en el agudo, escénicamente logró plasmar con verosimilitud la actitud más desenfadada y jovial de algunos de sus roles, como en «Trip it, trip it in a ring» o «Confess more, more», en un primer acto que es pura frescura. Muy sólida también en momentos posteriores, como «Sing while we trip it on the green», el dúo amoroso con Carreto «If love’s a sweet passion», «Hark! the echoing air a triumph sings» o el dúo final con Mey «Turn then thine eyes». No hay que olvidar que parte del éxito en buena parte de sus números vino de la mano de un excelente acompañamiento, especialmente en una sección de bajo continuo absolutamente pletórica. La francesa, por su parte, brilló especialmente en el aspecto escénico, muy verosímil y natural, acompañando a un canto expresivo y de notable profundidad, lo que le vino a la perfección para el maravilloso lamento «O let me ever, ever weep!», acompañada por un exquisito solo de violín a cargo del concertino de la agrupación Emmanuel Resche-Caserta –una licencia aquí para esta versión, pues, si no estoy en un error, el original lleva acompañamiento de oboe–, y sustentados ambos por la siempre deliciosa presencia de laúd de Thomas Dunford, en el que fue probablemente el momento álgido de la noche. Excelente también en la canción de la noche «See, even Night herself is here», retóricamente muy bien trabajada –otro gran momento de la velada–.

Les Arts Florissants, Compagnie Käfig, Emmanuel Resche-Caserta, Juliette Mey

   Otras dos mezzosopranos, la canadiense Georgia Burashko y la inglesa Rebecca Leggett, alcanzaron cotas elevadas, aunque algo más discretas que sus colegas. Esta última mostró un bello timbre, de fraseo muy natural, con un sólido registro medio y solvente en los que lo exceden, tanto en el agudo como hacia el grave, muy homogénea en el paso de unos a otros. Sobradamente elegante en su epitalamio «Thrice happy lovers», se desenvolvió muy bien en los números de conjunto, como el dúo con coro «Now the Night is chas’d away» que casi cierra la obra, en la que el pegadizo y animoso ostinato se encargó de enganchar al público antes del gran final. Burashko se mostró muy firme en el agudo, con un canto bastante fluido, bien adaptada al lenguaje «purcelliano» y capaz de ofrecer una expresividad convincente, como mostró en «Ye Gentle spirits of the air, appear». Sin embargo, en «Thus the ever grateful Spring» no mostró tanta redondez en su timbre y estuvo más tensa en el agudo, pero mantuvo la excelente expresividad y un solvente cariz escénico.

   Para concluir, las dos voces graves mantuvieron el excelente nivel general. El barítono británico Hugo Herman-Wilson, aunque podría haberle sacado algo más de jugo al personaje del poeta borracho, que protagoniza buena parte del primer acto, optó por una visión más neutra, menos histriónica de este tipo de personajes, pero no por ello resultó poco creíble ni falto de cierto gracejo. Personalmente prefiero una versión menos sobreactuada, pero que mantenga la vocalidad estable y que rinda en el papel con una calidad musical notable. Y así fue en su caso. Posee un timbre de cierta carnosidad, con buena proyección y con un manejo del fraseo bien articulado sobre el texto. Mostró sus cualidades en solos como «Fill up the bowl», «Enough, enough», «I confess, I’m very poor» y «See, see, I obey», pero también en el dúo «Now the maids and the men are making of hay». El jovencísimo bajo Benjamin Schilperoort –formado también en dirección de escena–, presentó un timbre algo más cargado en el grave, pero de bellas coloraciones y una proyección de gran recorrido, que no planteó, además, problemas al aproximarse al registro agudo. Como el resto de sus compañeros, exhibió una dicción muy bien trabajada, meridiana y con una pronunciación excelente del inglés –gran trabajo como consejera lingüística de Sophie Daneman, una absoluta leyenda del canto barroco y compañera inseparable de Christie y LAF durante varias décadas, ahora ya retirada como intérprete–.

Les Arts Florissants, Compagnie Käfig, William Christie, Mourad Merzouki, CNDM, Purcell, Universo Barroco, Ilia Aksionov, Hugo Herman-Wilson

   Y si el papel de todos fue, como se ha visto, encomiable, no menos excelente resultó el trabajo grupal en los números de conjunto y los coros, para los que no se utilizaron voces extras. Bien trabados, huyendo de lo habitual en estos casos, que no es otra cosa que juntar a varios solistas con buenas voces y hacerles cantar a la vez distintas líneas. No, Christie, quizá sabedor de que esto puede marcar la diferencia, planteó unos coros inteligentes, con mucha escucha activa entre los solistas, una excelente afinación y un balance muy logrado entre las voces, pero también de estas con el aparato instrumental. Incluso se animaron a bailar, en algunos momentos con poderoso énfasis, destacando una escena final que cerró la velada en lo más alto. Enorme implicación la de estos jóvenes a los que poco más se les pudo pedir.

   El desempeño de la orquesta francesa, que acudió con una plantilla muy plausible en número para un teatro inglés del XVII, fue en general sobresaliente, pero es cierto que resultó en algunos momentos algo escasa para las dimensiones de la sala sinfónica del Auditorio Nacional, con capacidad para más de dos mil trescientas personas, que además colgó el «no hay entradas», algo que no suceden en muchas ocasiones, sólo con los «grandes nombres». Y más allá de una cuestión tan puramente básica como es el número de integrantes, quizá habría que plantearse aspectos de mayor enjundia, como las técnicas de arco «a la francesa», la llamada «regla del arco bajo» de Lully –descritos ya por John Lenton, miembro de la banda de violines de la corte de Purcell en la década de 1680–, el uso de cuerdas de tripa pura y sin entorchar, con la misma tensión en todas ellas, el uso de un arco de violín «francés» para tañer el bass violin, es decir una variedad mucho mayor de formas y tamaños que su descendiente moderno, el violonchelo… Todo ello estudiado y experimentado por el violinista Oliver Webber ya desde 1999, pero también aspectos del canto histórico en la música inglesa del momento, el uso de trompetas naturales y otros aspectos –que son reflexionados por los Gabrieli y expuestos en sus notas de la grabación antes mencionadas–, que sin duda serían asuntos más trascendentes sobre los que reflexionar y que en la versión de LAF no han sido tan minuciosamente tratados, sin que por ello pueda hablarse de una interpretación menos historicista, ni tampoco falta de solvencia.

Les Arts Florissants, Compagnie Käfig, William Christie, Mourad Merzouki, Purcell, Universo Barroco, CNDM

   Puede decirse de LAF aquí que mostró un sonido muy compacto, dúctil, con un cierto deje afrancesado –como no podía ser de otra forma– que le sienta magníficamente bien a la música de Purcell. La práctica totalidad de las líneas brilló a un altísimo nivel, desde los violines liderados por Resche-Caserta y Tami Troman, pasando por una excelente pareja de violas [Lucía Peralta y Simon Heyerick], hasta las violonchelos en los que Félix Knecht se encargó de un continuo magistralmente sustentado por el ya mencionado Dunford al laúd, Myriam Rignol a la viola da gamba, Hugo Abraham al contrabajo y Florian Carré en la dualidad clave/órgano positivo. Como es habitual, algunos de los compañeros de fatigas de Christie hace décadas, como Sébastien Marq a la flauta de pico o Pier Luigi Fabretti al oboe barroco –acompañados ambos por una muy solvente Nathalie Petibon– se encargaron de reivindicar a las «viejas glorias». Completaron las maderas Yanina Yacubsohn en el taille de hautbois y Evolène Kiener al fagot barroco. Cumplidor trabajo de Rupprecht Drees y Jean Bollinger a las trompetas barrocas, contando con la legendaria Marie-Ange Petit a los timbales y percusiones varias, tan sólida e imaginativa como acostumbra.

   William Christie va ya tan sobrado, y tiene un engranaje tan bien engrasado en LAF, que se permitió el lujo de estar casi de espectador, dirigiendo lo justo, pero aportando todo lo que lleva a las espaldas, no en vano es una de las figuras más autorizadas en la interpretación histórica del panorama desde hace medio siglo. Con su gesto típico y unas enormes dosis de diversión, sobrevoló el escenario, a su orquesta y los solistas casi como quien abraza a un ser querido, más que como quien manda en una multinacional. Aún así, tuvo destellos y prestó bastante atención a muchos detalles quizá nimios, pero que marcan la diferencia. Fue esta, en definitiva, una velada de enorme altura de miras, artísticamente de muchos quilates y de una modernidad absoluta. Una imbricación brillante, sólo a la altura de quien ya tiene toda la carrera hecha y no tiene miedo al fracaso. Un exquisito ejemplo de que el trabajo bien hecho e inteligente, por muy problemático que pueda resultar para una parte de los espectadores, será valorado en su justa medida por aquellas que no se dejan asustar por la experimentación respetuosa.

Fotografías: Rafa Martín/CNDM.

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