El conjunto belga ofreció una muy correcta versión, excelente por momentos aunque en absoluto memorable, del «canto del cisne» del compositor abulense, en una velada en la que muchas reflexiones pudieron asaltar al escuchante más allá de las propias consideraciones musicales
Por una polifonía responsable
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 29-XI-2023, Auditorio Nacional de Música. Obras de Tomás Luis de Victoria y Cristóbal de Morales. Vox Luminis: Suzsi Tóth, Tabea Mitterbauer, Victoria Cassano y Tessa Roos [sopranos]; André Pérez Muiño y Gabriel Díaz [altos]; Adriaan De Koster, Massimo Lombardi, Raffaele Giordani y Olivier Berten [tenores]; Pieter Stas y Sebastian Myrus [bajos] | Lionel Meunier [bajo y dirección].
El Requiem de Victoria es una de las obras musicales más queridas e interpretadas del Renacimiento, y a menudo se considera «un Requiem para una época», que representa la síntesis de la polifonía española de la edad de oro. Sin embargo, ha sido objeto de muy poca investigación.
Owen Rees: The Requiem of Tomás Luis de Victoria (1603) [Cambridge University Press, 2019].
Está reconocida como una absoluta obra maestra, probablemente una de las cinco o diez obras más importantes jamás compuestas por un maestro español en toda la historia. Hay incluso quien dice, como es el caso del musicólogo Jorge Martín, especialista en la polifonía sacra del Renacimiento y editor de Ars Subtilior Editions, que sin ser su autor el mejor compositor español de la historia –que contradice a una creencia generalizada–, esta es la mejor obra de arte –esto es, no únicamente en el ámbito musical, sino en todas las artes en general– jamás compuesta. Ni iría tan lejos, pero desde luego se trata de una inconmensurable creación. Y, sin embargo, es mucho aún lo que está abierto a debate en ella, en su manera de comprenderla y afrontarla a nivel interpretativo. Quizá ahí radica, también, parte de su grandeza. O quizá no… Hablamos, efectivamente, del Officium defunctorum: in obitu et obsequiis sacrae imperatricis [Madrid, 1605] del compositor abulense Tomás Luis de Victoria.
Antes de meternos de lleno en lo que nos concita aquí, y dado que, como los lectores que ya me conocen saben bien, entiendo la crítica también como una oportunidad para reflexionar sobre aspectos que pueden venir al caso de lo interpretado, son numerosas las preguntas que acuden rápidamente a mi mente tratándose de esta obra, compositor, intérpretes y lugar: ¿más Requiems de Victoria cuando quedan todavía decenas de autores por rescatar del olvido y cientos de obras por descubrir? ¿Es la sala de cámara del Auditorio Nacional de Música el lugar apropiado para la interpretación de música como esta? ¿Por qué Vox Luminis y no otra agrupación? ¿No hay conjuntos españoles capaces de interpretar esta obra con calidad suficiente? El hecho de que germinen estas preguntas es ya interesante per se, encuentren o no respuesta, aunque trataré de dársela en la medida que sea posible más adelante.
Pero antes, es preceptivo contextualizar acerca de la obra central del programa que nos ocupa, para lo que tomo prestadas unas interesantes palabras de Greg Skidmore, que vienen muy al caso: «La Misa de Requiem a seis voces de Tomás Luis de Victoria, escrita en 1603 y publicada en 1605, es una obra maestra. Para muchos, representa lo que es la polifonía renacentista, cómo suena y se siente, y lo expresiva que puede llegar a ser. Para quienes la conocen por su interés en la ‘música antigua’, algunos se atreverían a decir que, junto a obras como la Pasión de San Mateo de Bach, la Misa de Requiem de Mozart e incluso la Novena Sinfonía de Beethoven, es uno de los grandes logros de la historia de la música; una obra maestra donde las haya. Sin embargo, sigue siendo conocida como ‘música antigua’. A pesar de los esfuerzos y protestas de muchos intérpretes, a menudo se aprecia a través de la lente (¿o es en realidad un filtro?) del ‘ejercicio académico’. Existe una barrera –en distintos lugares y para diversas personas– entre la ‘música antigua’ y la ‘no música antigua’ que afecta a nuestra relación con lo que escuchamos, a cómo nos implicamos emocionalmente con ella, en cómo creemos que se espera que evaluemos su interpretación e incluso a hasta qué punto permitimos que nos emocione y nos abrume. Entonces, ¿qué es una obra maestra? Quizá sea precisamente aquella obra de arte que, por su grandeza, nos obliga a olvidar la historia; cuándo fue escrita, en qué circunstancias, por quién y para quién. La grandeza de la obra en sí existe fuera del tiempo y es tan impresionante ahora como lo fue en el momento de su creación. Un gran compositor solo necesita encapsular su idea en notación y un gran intérprete solo necesita entenderla y comunicarla a un público receptivo. Esto es música, no música moderna o antigua, nueva o vieja. Pero, sin duda, comprender la vida del artista contribuye a comprender su arte. Al fin y al cabo, el artista era una persona que creaba arte para que lo experimentaran otras personas, en un momento y un lugar concretos. Por lo tanto, una verdadera comprensión de la obra requiere la aceptación de esta idea y de estos límites. ¿Acaso todo esto de la universalidad, la trascendencia y la atemporalidad en el arte no es más que un poco de ensoñación? El tiempo nos separa definitivamente del pasado. Lo mejor que podemos hacer es comprender los hechos de la historia e intentar acercarnos a una recreación de otro tiempo. Cuanto más nos acerquemos a ‘estar realmente allí’, más cerca estaremos de ser el propio artista y, por tanto, de comprender la creación de su arte; en otras palabras, de relacionarnos e interactuar con el arte de la forma más intensa posible».
Continúa: «He aquí el problema. Todos estamos familiarizados con el asombroso éxito que muchos han logrado al intentar estar ‘históricamente informados’ sobre la música que interpretan. Mientras que en los círculos académicos estos argumentos teóricos han hecho estragos desde hace unas décadas, en los conciertos y en los discos el ‘valor añadido’ histórico aportado por la continua integración de la investigación académica en las interpretaciones ha gozado de gran popularidad. De hecho, es precisamente este entusiasmo el que ha hecho que obras como la Misa de Requiem a seis voces de Victoria sean tan conocidas. Pero, ¿qué hace que algunas obras destaquen? ¿Por qué, al margen de la fascinación que nos produce la información histórica que consumimos con tanto deleite, a veces nos vemos obligados a enfrentarnos a la difícil cuestión del atractivo atemporal de la música? No importa lo lejos que indaguemos en la historia; la gran música se niega a ser limitada, a ser comprendida, a suscitar cualquier respuesta que no sea asombro, humildad, admiración y todos los demás sentimientos más importantes para los que no hay palabras». Interesantes y necesarias reflexiones.
Victoria permaneció en Roma más de veinte años, expresando su deseo de regresar a España para llevar una vida más tranquila y proseguir con sus deberes dentro de la Iglesia. En 1587 fue nombrado capellán personal y músico al servicio de la hermana de Felipe II, la emperatriz María, viuda del emperador Maximiliano II, quien se había retirado, junto a su hija la infanta Margarita, al Real Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid. Victoria nunca fue el maestro de capilla oficial, aunque a menudo se le trató como tal en su época. La emperatriz murió el 26 de febrero de 1603, siendo enterrada tres días después en el claustro del propio monasterio. Los días 18 y 19 de marzo, las autoridades de la institución celebraron una Vigilia –Oficio de Difuntos: Vísperas, Completas, Maitines y Laudes correspondientes– seguida de tres misas votivas, la última de las cuales fue la Missa pro defunctis. Esta misa conmemorativa fue descrita por Diego de Urbina como «la más solemne y suntuosa que se ha hecho en España». No se menciona la música, salvo que vinieron de Toledo cuatro cantores más, como explica adecuadamente el musicólogo británico Bruno Turner, uno de los más eximios especialistas mundiales en la polifonía hispánica del Renacimiento.
Turner explica lo siguiente: «Los días 21 y 22 de abril tuvo lugar otra celebración, más pública, en la gran iglesia jesuítica de los Santos Pedro y Pablo –situada entonces donde hoy se alza la catedral de Madrid–. En efecto, se trataba del funeral de Estado, una magnífica ocasión a la que asistieron Felipe III, la Corte Real, los nobles y el alto clero. Se celebró el oficio de difuntos completo, se oficiaron las misas y, sin duda, se interpretaron el Requiem y las absoluciones con toda su música. Pero, en las actas, no se menciona música ni músicos. El Libro de Honras, que los jesuitas publicaron más tarde ese mismo año, solo menciona algunas odas especialmente compuestas que se cantaron después de la ceremonia. Los Anales de Madrid contemporáneos recogen que cuando se decidió llevar a cabo estas ceremonias, los superiores jesuitas ‘mandaron a todos los padres con talento que escribiesen poesías y composiciones de todas clases en alabanza de Su Majestad’. Es posible que Victoria escribiera gran parte de la música de su Requiem en previsión de la muerte de su patrona; era su capellán personal y, de hecho, su compositor residente. Una sección, el verso ‘Tremens factus sum’ del final Libera me, se tomó sin cambios de su anterior Missa pro defunctis (1583 y 1592). En la portada del Officium Defunctorum (Madrid, 1605) se lee ‘In obitu et obsequiis sacrae Imperatricis’. La dedicatoria de Victoria a la princesa Margarita recuerda que la compuso ‘para las exequias de vuestra graciosa madre’. Escribió que era ‘como el canto del cisne’ [Cygneam cantionem]. Lo pensó para la Emperatriz. Ahora podemos transferirlo al propio Victoria, ya que no publicó nada más. Se retiró y vivió tranquilamente como organista del convento; murió en agosto de 1611 y fue enterrado en el claustro. Su última carta, fechada el 1 de febrero de 1606, con una copia del Officium, fue enviada a su antiguo Collegium Germanicum en Roma. Comienza así: ‘Este Oficio se hizo por la muerte y honores de nuestra señora la Emperatriz’».
«La música de Victoria para la Misa está escrita para coro a seis voces: soprano I/II, alto, tenor I//II y bajo. Las melodías tradicionales del canto llano están integradas en la polifonía, presentadas de forma audible por la segunda soprano. En el Offertorium, el canto está a cargo de la alto. En el Introitus: Requiem aeternam, con su repetición completa tras el verso «Te decet hymnus», y en el triple Kyrie, Victoria crea una extraordinaria luminosidad de sonido haciendo que la voz superior teja alrededor de su gemela. Este es el efecto sonoro característico de toda la obra. El breve «Christe eleison», escrito para las cuatro voces superiores, es un momento de exquisita ternura, un efecto realzado por los potentes acordes del Kyrie siguiente. El uso de dos partes de tenor contribuye a esta ligereza. Victoria establece los textos de la Misa de Difuntos de acuerdo con el Misal Tridentino de 1570, pero omite el Tractus: Absolve, Domine que seguiría al Gradual. No hace ningún intento de poner el «Dies irae»; España no tenía tradición de usar ese poema relativamente reciente. La sencilla dignidad del estilo de Victoria en esta gran obra es aún más eficaz al tener una pieza central que es más compleja y activa. El Offertorium: Domine Iesu Christe es vigoroso y rebosa inventiva. Tiene un movimiento hacia delante que nos arrastra al drama de las súplicas de liberación de las penas del infierno, ‘de poenis inferni…’ Aquí, y en ‘ne cadant in obscurum’, el compositor modela discretamente sus líneas vocales y su armonía para realzar el significado. Este ofertorio es sin duda una de las mejores creaciones de Victoria. Nos traslada del Infierno al Cielo mientras guía la música para expresar la esperanza de salvación, conduciéndonos a la promesa de Abraham. No podemos dudar de la fe sincera de Victoria en esto. El Sanctus, el Agnus Dei y el verso de Communio: Lux aeterna son sencillos; concluyen la Misa de Requiem en paz y calma. Tras la despedida, la Corte reunida, el clero y los funcionarios se congregaron ante el catafalco para la Absolución. Es probable que el motete extralitúrgico de Victoria Versa est in luctum estuviera destinado a este momento que precede a las Cinco Absoluciones. El motete es una poderosa expresión de dolor, la más personal que Victoria se permite. Su música canta que se ha convertido en llanto. Hay un momento en que la voz superior se eleva a su nota más aguda y la repite como un grito de angustia: ‘Perdóname, Señor, porque mis días son nada’. Victoria sigue con Libera me, Domine, el último de los cinco cantos responsoriales especificados para la ceremonia de la Absolución. Se trata de música ritual, que sigue la estructura de repetición del texto. La polifonía grave se alterna con la línea austera del canto antiguo. Concluye con dos miniaturas del ‘Kyrie eleison’, entre las que debe cantarse el más sencillo ‘Christe eleison’. El segundo Kyrie pone fin a la Misa y a la Absolución de los Muertos con la infalible habilidad de Victoria para llenar el más pequeño espacio musical con el máximo efecto».
Hace tiempo que tengo el convencimiento de que a la polifonía del Renacimiento se puede acceder desde diferentes vías, las cuales no son en absoluto excluyentes ni tienen por qué escogerse de forma obligada unas frente a otras y, ni muchos menos, en su totalidad. Puede llegarse desde la pureza del sonido, una versión más británica –o de algunos ensembles británicos, cabría apuntar–, por ejemplo, muy pulcra en sonido, etérea, completamente distante de la emoción expresiva y del contenido textual, pero sobrecogedora por la belleza sónica ofrecida. Puede llegarse, al contrario, a través de un sonido menos cristalino, más carnoso, con un tinte expresivo más poderoso, prestando más atención a la retórica musical. Puede lograrse emocionar con una visión más plana, menos contrastante y más obvia, si se quiere, pero también desde una visión más sorpresiva, que busca contraponer fuertemente criterios dentro de una misma lectura. Puede interpretarse desde una visión puramente vocal, obviando cualquier acompañamiento, pero también aportando el color instrumental, desde lo más liviano –un bajón y/o órgano para el bajo– hasta una opulenta versión con ministriles, arpas y órgano. Todas ellas son perspectivas muy válidas y que pueden impactar igualmente en el escuchante. Decidir cuál es la visión correcta es una actividad poco menos que estéril, pues, sencillamente, no existe una mejor ni modélica manera de entender una obra tan poliédrica como es este Officium dufunctorum del genial compositor abulense. Dicho lo cual, creo que no he escuchado en directo aún –y ya van unas cuantas veces a lo largo de los años– una lectura que realmente me sorprenda y emocione a partes iguales. Me temo que esta que nos ocupa, ofrecida por el Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] dentro del ciclo Universo Barroco, tampoco ha resultado la elegida.
Desde la tribuna central del órgano comenzaron a salir los trece cantores que conformaron la agrupación belga Vox Luminis para la ocasión, dos por parte –cuatro sopranos, dos altos masculinos, cuatro tenores y tres bajos–, para acometer tres piezas de Tomás Luis de Victoria (c. 1548-1611) previas al oficio. Obras bastante contrastantes distantes en su concepción y tomadas de su primer libro editado: Motecta [1572]. Comenzaron con dos piezas a 6 en una escritura más brillante: «Vadam et circuibo civitatem» y «Vidi speciosam» –reeditado en 1592–, interpretadas desde la esquina superior derecha, un lugar sin duda inusual, aunque de una acústica meridianamente clara, como lo es esta sala de cámara del Auditorio Nacional. Obviamente, esta música gana enteros en una acústica que aporta más redondez y algo de reverberación –un templo sería lo idóneo–, pero en absoluto debemos desechar esa clarividencia sonora que aporta, en la que cada línea sale a relucir con total desnudez, lo que exige mucho de los cantores y un mayor trabajo para empastar a nivel grupal. Interesante trabajo de fraseo en arco, que permitió balancear los puntos álgidos de las frases y no entremezclar líneas de forma innecesaria. Certeras entradas y cortes en finales de frase, balance bastante bien trabajado, aunque con excesiva presencia de tenores en varios momentos. Buen trabajo retórico, con una pronunciación a la italiana del latín bastante diáfana. Emisión redonda en el agudo en sopranos, con tenores firmes en el agudo y bajos muy sólidos –interesante el hecho de tener tres para reafirmar la base armónica del contrapunto–. Faltó algo de presencia en los altos, conformados por una curiosa mixtura de un tenor agudo y un contratenor puro, arriesgada propuesta que en varios momentos funcionó notablemente bien. El tactus en general firme, aunque en absoluto inamovible, sino planteado al servicio de una lectura más horizontal que vertical. Faltó algo de finura en el trabajo de los semicoros a tres voces en «Vidi speciosam», motete con texto del Cantar de los Cantares de una sensualidad descriptiva tan excepcional como resultan las sinuosas líneas concebidas por Victoria aquí, aunque llegó con un planteamiento excesivamente neutro a nivel retórico y se echó en falta algo más de calidez tímbrica. Eso sí, el trabajo de empaste y afinación fue absolutamente encomiable.
Por su parte, el contraste con «O vos omnes, qui transitis per viam» a 4 logró impactar, en una versión ya en el escenario con la siguiente disposición de izquierda a derecha: altos [2], sopranos [3], bajos [3] y tenores [2]. Versión más carnosa en la vocalidad, cargando más las tintas en el aspecto expresivo, incluso con bastantes licencias dinámicas y un tactus muy libre.
Antes de interpretar la obra central, dos breves piezas del sevillano Cristóbal de Morales (1500-1553), que fue maestro de capilla en la Catedral de Ávila, institución donde años después se formó como cantor y organista el propio Victoria. «Circumdederunt me», a 5 [Motecta defunctorum] y «Parce mihi, Domine», a 4 [Officium defunctorum], la primera con disposición en forma de U, con tres sopranos en el frontal, destacando la línea del cantus firmus que Morales les concede. Se echó en faltó algo de profundidad y más redondez en el timbre, en una obra que debe envolver y sobrecoger al escuchante como pocas son capaces de lograr. En «Parce mihi», ahora con disposición en O, el estatismo acordal de la obra llegó bien plasmado, no tanto así el extatismo hacia el que debería conducir. Aquí, como en la obra central que comentaré a continuación, se echó falta mucha espiritualidad, pero quizá no tanto por una adecuación de la sala, sino por la posible falta de cercanía del conjunto belga hacia este repertorio. ¿Qué defiende la selección de este conjunto para interpretar un repertorio que en general les es más lejano que el siglo XVII alemán o incluso que la polifonía franco-flamenca? Probablemente el nombre y la agencia que gestiona sus conciertos. ¿Hay algún conjunto español de estas características al nivel de Vox Luminis? Francamente he de decir que no, pero tampoco les convierte en los más adecuados para este programa. De hecho, hasta la fecha ha sido un conjunto español el que ha ofrecido en directo la versión que más ha logrado sorprenderme en su concepción, conjugada con una calidad interpretativa de notable nivel: Los Afectos Diversos, conjunto liderado por Nacho Rodríguez, en un concierto para Patrimonio Nacional el año 2022.
Dando paso ya al Officium defunctorum [1605] de Victoria, todos los cantores en escena dispuestos en un semicírculo, con las voces enfrentadas [2SI/1AI/2TI/3B/2TII/1AII/2SII], de tal forma que la polifonía toma personalidad a nivel lineal, pero debería unir todas las voces en algún punto de la sala y llegar empastadas al escuchante. Esta es, sin duda, una fórmula que funciona mejor en un templo que es una sala de estas características. Comenzaron anteponiendo la lectio «Taedet animam meam» a 4, en una versión repleta de energía, que expande su impacto con la presencia de abruptos y muy marcados silencios, paladeando el texto de manera notable. El Introitus: «Requiem aeternam» se inició con el incipit del canto llano en sopranos, en notas de larga duración, emisión cristalina y bien empastada, dando paso a una dudosa entrada sobre «dona eis». Una elección algo ligera del tactus desvirtuó en cierta forma el carácter solemne y dolente de la escritura, que recobró sentido en el «Kyrie - Christie - Kyrie», con momentos muy potentes a nivel expresivo gracias al trabajo de las disonancias. En el Graduale: «Requiem aeternam», los giros melódicos de las líneas altas llegaron levemente precipitados, de nuevo por una elección del tactus algo liviana. Sin embargo, este fue uno de los momentos más personales de la velada, una visión más marcadamente barroca, incidiendo mucho en la potencia retórica de la composición, remarcado con poderosos crescendi y una vocalidad mucha más carnosa. Misma línea en el Offertorium: «Domine Jesu Christe», contrastante con el «Sanctus - Benedictus» subsiguiente, más etéreo y anclado a la tradición polifónica, enlazando con gran sutileza el alternatim entre canto llano y polifonía, ayudados por un tactus más reposado. El «Agnus Dei» se movió por estos mismos derroteros –ajustando la afinación antes de comenzar–, destacando especialmente las sutiles invocaciones en el canto llano de las sopranos, aunque con un balance en la polifonía algo descompensado hacia algunas líneas. En la Communio: «Lux aeterna», timbre excesivamente abierto de los tenores y una afinación no siempre ajustada en sopranos, no hicieron mella general en una lectura contrastante entre la primera y segunda secciones, contraponiendo dos maneras de ver la polifonía: Tardorenacimiento vs. primer Barroco. Excelsa versión del motete a 6 «Versa est in luctum» –uno de los textos luctuosos mas y bellos y mejor trabajados en el Renacimiento europeo–, destacando muy expresivamente las inflexiones sobre palabras clave como «flentium» o «cythara». Paa concluir, el Responsorium: «Libera me» sirvió como resumen de la versión, en una doble mirada pasado/futuro. Muy interesante el trabajo de empaste entre sopranos y altos en el incipit, concediendo una visión más madrigalística en «tremens factus sum ego», con una voz por parte y con un tactus llevado al extremo para remarcar la retórica anunciadamente barroca de este Victoria moderno. La celestial entonación «Kyrie eleison. Christe eleison. Kyrie eleison» que cierra le pieza llegó aquí en una exquisita versión, de muy hermoso sonido.
En definitiva, una velada notable, aunque en absoluto memorable, que sirvió sin duda para ratificar lo que muchos creemos sobre la grandeza de esta obra, pero la imperante necesidad de dar cabida, por pura justicia artística, a otros de nuestros nombres olvidados en la que fue la edad dorada de la música española. No siempre la excelencia funciona más allá del papel y en todos los repertorios. Hay que ser conscientes de qué, a quién y dónde se programa lo que se programa. No todo tiene sentido por sí mismo. Eso es lo que marca la diferencia entre una temporada de nombres excepcionales de una excepcional temporada musical. Quizá en un futuro no muy lejano el CNDM programe con verdadera responsabilidad un ciclo en el que nuestra polifonía renacentista se vea plenamente representada por nombres más allá de Victoria, Guerrero y Morales, pero también, aunque no sólo, por nuestros intérpretes más capaces. Ojalá.
Fotografías: Rafa Martín/CNDM.
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