Por Alejandro Martínez
Berlín. 02/04/2015. Staatsoper. Festtage. Wagner: Tannhäuser. Peter Seiffert (Tannhäuser), Ann Petersen (Elisabeth), Christian Gerhaher (Wolfram), Kwangchul Youn (Hermann) Marina Prudenskaya (Venus), Peter Sonn (Walther), Tobias Schabel (Biterolf), Florian Hoffman (Heinrich), Jan Martinik (Reinmar), Sónia Grané (Pastor). Dirección musical: Daniel Barenboim. Dirección de escena: Sasha Waltz.
Es francamente interesante, y sobre todo muy revelador, volver a ver por segunda o tercera vez una misma producción ya vista en alguna ocasión anterior, como nos sucedía con este Tannhäuser puesto en escena por Sasha Waltz y dirigido por Daniel Barenboim, que ya vimos el año pasado en su estreno dentro del Festtage de 2014. De aquella ocasión a la presente representación que nos ocupa las cosas han mejorado y notablemente. El principal viraje tuvo que ver con la dirección de Barenboim, que esta vez se mostró inspirado y detallista, verdaderamente fulgurante y vehemente al mando de una Staatskapelle en estado de gracia. En conjunto, Barenboim cuajó con este Tannhauser un un trabajo superior al previo Parsifal que ya comentamos aquí. El público correspondió con una espontánea ovación en pie, francamente merecida.
Si bien en su momento la propuesta escénica de Sasha Waltz nos pareció un trabajo demasiado centrado en su contenido coreográfico, esta vez ha primado ante nuestros ojos la limpieza, elegancia y naturalidad con la que todo ese discurso se integra en el transcurso de la representación. Es evidente que por momentos la presencia de los bailarines es reiterativa y un tanto irritante, pero las coreografías tienen una elogiable riqueza, y una poesía tan natural como estimable, de resonancias orientalizantes. A cambio, es cierto que la propuesta de Waltz como tal está vacía de todo contenido y no es más que un discurso estético, vacío de cualquier otra implicación.
En el papel titular encontramos una vez más a un Peter Seiffert en plena forma, caluroso, descansado y seguro, con una musicalidad a flor de piel, haciendo un verdadero derroche de oficio y personalidad, con una rendición vocal todavía hoy apabullante y sorprendente, mostrando una evolución brillante del personaje desde el Venusberg al tercer acto, que coronó con una intensidad y resistencia sobresalientes. Marina Prudenskaya fue una Venus más que solvente, con un material grande, carnoso y de tintes seductores, muy entregada a la propuesta de Waltz en escena. Ann Petersen ha madurado su Elisabeth, que es ahora más segura y resuelta, menos modosa y más temperamental, ciertamente menos taimada y anodina que el año pasado, aunque la modestia del instrumento lastra indefectiblemente la riqueza de su retrato. Pero la honestidad y entrega de la intérprete se imponen, aunque no haya magia, y ciertamente a Elisabeth no cabe reprocharle otra cosa que no contar con un material más brillante.
Christian Gerhaher es hoy en día un Wolfram prácticamente sin competencia, por esa infinita variedad de inflexiones, merced a una emisión dúctil y fácil, ligada a una articulación y un fraseo de enorme riqueza expresiva. Por esa forma de paladear el texto, por esa teatralidad tan bien medida, y en suma por el carisma y magnetismo de su interpretación, sólo cabe quitarse el sombrero ante su trabajo, entregadísimo además a una producción que no conocía del año anterior, ya que su parte entonces la interpretó Peter Mattei. Kwangchul Youn fue un Hermann simplemente soberbio, con una voz gloriosa y con un trabajo vocal de primera, lleno de pequeños detalles que en modo alguno son fruto de la improvisación. Sólo un grande es capaz de mostrar tal riqueza interpretativa en una parte más bien breve y secundaria. Redondeaba el reparto un extenso grupo de cantantes habituales de la Staatsoper, de impecable factura vocal y escénica en sus respectivos roles: Peter Sonn (Walther), Tobias Schabel (Biterolf), Florian Hoffman (Heinrich), Jan Martinik (Reinmar) y Sónia Grané (Pastor).
Fotos: Bernd Uhlig
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