El conjunto italiano presenta una lectura eléctrica de Telemann, con un Giovanni Antonini desmedido en sus formas y visión de la obra del genio alemán.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 05-XII-2017. Auditorio Nacional de Música, sala de cámara. Centro Nacional de Difusión Musical. Universo Barroco. Música de Georg Philipp Telemann y Johann Gottlieb Goldberg. Il Giardino Armonico | Giovanni Antonini.
Este 2017 ha sido un año de grandes efemérides. Si bien es cierto que la de Claudio Monteverdi ha eclipsado prácticamente todas las demás –al menos sí en España–, no sería bueno olvidarse también –si algo de bueno tienen las fechas señaladas es sencillamente el volver a poner en liza a algunos autores que el resto del tiempo pasan totalmente desapercibidos, aunque sea un espejismo– de autores de la talla de Alonso Lobo, Heinric Isaac, Gioseffo Zarlino, Franz Tunder, Antonio Lotti, Juan Francés de Iribarren o el protagonista de este velada, Georg Philipp Telemann (1681-1767). Y sí, por extraño que parezca, en España apenas este y otro par de conciertos servirán para celebrar la efeméride quien debe ser considerado –no hacerlo de otro modo es demostrar una ignorancia supina– como uno de los grandes genios de todo el Barroco europeo. Y es que no deja de resultar curioso que la institución pública y musical más importante del territorio nacional dedique todo un ciclo de varios conciertos a Il divino Claudio –no seré yo, no obstante, quien se queje de que se programe tanta música de Monteverdi–, pero tan solo tres citas –y alguna obra suelta en algún que otro recital– para honrar al autor de Magdeburg. Parece que se está poniendo el foco –de manera consciente o por descuido– sobre un autor de manera desmedida ante los demás. Tratándose de una institución española, quizá hubiera sido bueno que este foco se pusiera en Lobo o Iribarren, autores hispánicos que bien merecen una atención importante de instituciones que pueden ayudar a su difusión. Habrá que esperar a otra de sus efemérides, aunque me temo que ya no las viviremos –2055 para el de Osuna y 2049 para el zangozarra–.
Sea como fuere, al menos el ciclo Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical ha detenido su atención en Telemann por medio del presente concierto, una cita con algunos de los mejores ejemplos de la suite, el concierto y la sonata dentro de su ingente y monumental catálogo compositivo. Los protagonistas principales, dos instrumentos: la flauta de pico y el chalumeau –traducido como salmoé–. El primero no necesita presentación. Quizá sí el segundo, un instrumento de lengüeta simple y caña de madera con agujeros bastante usado en la Europa de los siglos XVII y XVIII, por cuya sonoridad y tipología es considerado como un antecesor del clarinete, aunque con un timbre y unos matices más evocadores y de tinte hasta un punto pastoril, que le aportan un encanto especial. Instrumento más usado de lo que pueda parecer –y por autores de la talla de Antonio Vivaldi, Antonio Caldara o Johann Joseph Fux–, tiene en la figura de Telemann a uno de sus mayores garantes.
Pero vayamos al principio de este intenso y largo programa, que se inició con la Suite para flauta de pico, cuerda y continuo en La menor, TWV 55:a2, sin duda una de las más célebres para el instrumento y que se interpreta de forma recurrente. Brillante ejemplo de la mixtura de los estilos francés e italiano, de la que Telemann era un absoluto dominador, presenta esa alternancia entre pasajes puramente afrancesados –la obertura inicial tan alla francese, la Réjouissance o la Polonaise conclusiva–, con otros italianizantes –Air à l’italien–. Muestra una escritura realmente virtuosística para la flauta de pico, en un hermoso diálogo en igualdad de fuerzas con la cuerda, que depara además momentos de gran expresividad. Como segunda obra de la primera parte se interpretaron los dos últimos movimientos de la primera de una serie de seis sonatas para dos flautas de pico o dos violines senza basso continuo, concretamente la catalogada como TWV 40:101, en Sol mayor, una obra de una elegancia y refinamiento fascinantes. Para finalizar esta primera parte el Concierto para dos chalumeaux, cuerda y continuo en Re menor, TWV 52:d1 –único concierto para dos instrumentos en esta tonalidad de todo su catálogo–, un ejemplo magistral de la escritura virtuosa, luminosa y expresiva de Telemann, quien consigue sacar grandes matices tímbricos a este instrumento, aunque no presenta específicamente una escritura idiomática para el mismo, sino más bien para un instrumento de viento madera en general. En cualquier caso, el resultado es apabullante.
Para la segunda parte quedaron otras tres obras, siendo la primera su Sonata para dos chalumeaux, violín y continuo en Fa mayor, TWV 43:F2, curiosa obra, de carácter extrañamente concertante para su denominación original en el catálogo Telemann-Werke-Verzeichnis, como Cuarteto para violín, dos chalumeaux y continuo. Se cerró el concierto con su magnífico Concierto para flauta de pico, cuerda y continuo en Do mayor, TWV 51:C1, otro de los hitos para el instrumento dentro del catálogo telemanniano, de nuevo muy interpretado por los grandes solistas, escrito claramente para el lucimiento del intérprete de viento y con un soporte de la cuerda, no obstante, muy bien desarrollado más allá de los límites del mero acompañante. Entre medias de ambas obras una composición de Johann Gottlieb Goldberg (1727-1756) –que no se sabe muy bien qué hace aquí–, su Sonata para dos violines, viola y continuo en Do menor, DürG 14, que a la postre resultó ser uno de los momentos más hermosos de la velada, especialmente gracias a la escritura fugada de sus dos movimientos rápidos [Allegro y Gigue].
Si por algo se caracteriza Giovanni Antonini es por su desaforada energía, que a veces sería bueno canalizase por alguna vía que no fuese la desproporción ornamental y la inquietud escénica. Personalmente, el director y flautista italiano me pone nervioso sobre el escenario. Es el típico intérprete al que es mucho mejor escuchar en disco que en directo –y eso que yo soy mucho más del directo para la música, porque ahí es donde está la verdad–. Y es que el catálogo de movimientos, extravagancias, gestos e idas y venidas –sin contar con el incesante y aborrecible zapateo– termina por exasperar. Por lo demás, Antonini es un gran virtuoso de la flauta de pico y del chalumeau, qué duda cabe, pero también se observan en él ciertos vicios peligrosos para alguien de este nivel: la gestión del aire parece a veces poco cuidada, lo que se aprecia en problemas de emisión del sonido, frases justas en el fiato o pasajes con demasiado sonido; por otro lado, sufre una especie de agobio al vacío, lo que le lleva a ornamentar de manera excesiva, muchas veces con una cantidad de notas que apenas encaja en el discurso sonoro y presenta problemas para acoplarse rítmicamente al resto del conjunto; además, ¿es adecuado ornamentar igual un Allegro o un Adagio? Para Antonini parece que sí. Por lo demás, su visión de la música, aunque alejada ya de aquel frenesí de juventud que dio una nueva lectura a las obras de Vivaldi, sigue resultando a veces chocante. Parece que en su cabeza lo rápido siempre ha de ser un poco más rápido y lo lento un poco menos lento. Y así lo plasma en interpretaciones que se escapan entre los dedos del disfrute por la elección de tempi nerviosos que en ocasiones dificultan la respiración de la propia creación musical.
Todo ello quedó patente de manera meridianamente clara con el concurso del otro solista del concierto, Tindaro Capuano –al chalumeau alto; Antonini al tenor–, mucho más contenido, elegante, con un fraseo más delicado y una sobriedad interpretativa que se agradece, pues no riñe con el virtuosismo.
Por su parte, Il Giardino Armonico, a pesar de acudir a la cita con lo justo –dos violines, una viola y el bajo continuo– se mostró tan solvente y compacto como es habitual. Sorprende la capacidad de sonido extraída por Stefano Barneschi y Marco Bianchi a los violines barrocos, junto a Liana Mosca a la viola barroca –excepcional intérprete, de esas que lograr impactar con su presencia sonora y su capacidad expresiva–. Brillantes los dos violines a lo largo de toda la velada, pero especialmente en la Sonata en Sol mayor senza basso continuo y en la magnífica composición de Goldberg. Por su parte, el continuo se mostró realmente brillante en manos de Marcello Scandelli [violonchelo barroco] –qué forma de llevar la línea del bajo con tanta elegancia y sutileza, siempre coherente y aportando color y carácter a cada pasaje–, doblado con gran calidad por Giancarlo De Franza [violone], alos que sumar Riccardo Doni [clave] –sobriedad y gusto a la par, sustentando de forma inteligente y a capricho al ensemble– y Evangelina Mascardi [tiorba] –en la que se hubiera agradecido algo más de presencia, pero que aportó color y un continuo sopesado y sin artificios sin sentido–.
En definitiva, un buen y bello homenaje a Telemann, a pesar de los excesos de Antonini –que se empeña en hacer de director mientras toca, cuando no es necesario en absoluto– y de lo pequeño del conjunto. Un poco más de presencia instrumental hubiera aportado, sin duda, mayor empaque a la suite y la hubiera diferenciado con mayor claridad del resto de géneros de un programa por otro lado luminoso, elegante y claramente definitorio del arte compositivo de un auténtico genio de la música occidental.
Fotografía: CNDM.
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