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Crítica: «La traviata» vuelve al Teatro Real tras la crisis del coronavirus bajo la dirección de Nicola Luisotti

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Autor: Raúl Chamorro Mena
2 de julio de 2020

El Teatro Real ha tenido la iniciativa, audacia y determinación de ser el primero entre los teatros punteros de dar el paso hacia la anhelada normalidad.

Anhelado reencuentro

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 1-VII-2020. Teatro Real. La traviata (Giuseppe Verdi). Marina Rebeka (Violetta Valéry), Michael Fabiano (Alfredo Germont), Artur Rucinski (Giorgio Germont), Sandra Ferrández (Flora Bervoix), Marifé Nogales (Annina), Albert Casals (Gastone), Stefano Palatchi (El Doctor Grenvil), Isaac Galán (El Barón Douphol), Tomeu Babiloni (El Marqués de Obigny), Emmanuel Faraldo (Giuseppe). Orquesta y Coro Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Nicola Luisotti. Responsable del concepto escénico: Leo Castaldi. Versión concierto semiescenificada.

   Entre las numerosas funciones de La traviata que ha presenciado el que suscribe, la que aquí se comenta no se sitúa entre las más logradas artísticamente, pero, sin duda, fue una representación muy especial con tintes de auténtico hito dada la situación que vivimos, como así subrayó Iñaki Gabilondo en unas palabras previas al evento, en las que, asimismo, pidió un minuto de silencio por las víctimas de la epidemia que el público guardó con exquisito respeto. Personalmente, desde el día 8 de marzo no asistía a una ópera en directo y el Teatro Real, que permanecía cerrado casi 4 meses a causa de pandemia de la Covid 19, ha tenido la iniciativa, audacia y determinación de ser el primero entre los teatros punteros de dar el paso hacia la anhelada normalidad. De tal modo, que puede convertirse en la proa en ese trayecto hacia la vida normal (vivir, no sólo sobrevivir) tanto en el aspecto musical, teatral y cultural como en el social, como así parece certificar la presencia en el evento de importantes personajes de la vida social y política como Carmen Calvo, Nadia Calviño, Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida.


   Un emblema del repertorio como La traviata no podía ser más adecuado para este reencuentro con la lírica. De la mano de Verdi, compositor clave en la historia del teatro lírico, jalón fundamental en la la literatura operística, y una de sus más memorables criaturas, Violetta Valéry, el camino del melodrama se retoma con la mayor fuerza y mejor augurio. Si esta serie de representaciones transcurre tan positivamente como la primera, se abrirá una senda de ilusión, ejemplo y optimismo para los demás teatros nacionales e internacionales.

   Ninguno de los presentes en la sala del Teatro Real, reducida a la mitad de su aforo, podríamos imaginar que tendríamos que presenciar una ópera con mascarilla. Efectivamente, no es cómodo, pero enseguida la música de Verdi, su partitura vocal (como expresaba el gran musicólogo Massimo Mila, La traviata es una obra maestra que tiene como base la escritura para el canto), sus personajes y su fuerza teatral te atrapan y te olvidas del molesto objeto que también portan los músicos de la orquesta, excepto la sección de viento, lógicamente. El foso es el mayor que puede presentar el Teatro Real, el propio de óperas como Elektra, o La mujer sin sombra, ambas de Richard Strauss, que exigen más de una centuria de músicos, lo que permite la suficiente separación entre ellos, ya que la plantilla orquestal que prevé Traviata es más reducida. El maestro Nicola Luisotti se quita la mascarilla al llegar a la tarima, pues la misma está protegida por una gran mampara de metracrilato. El coro, sin mascarilla, pero estático, cada uno en su cuadrícula con la correspondiente distancia, cumple una buena actuación, con compromiso y profesionalidad. Un descanso de 40 minutos situado entre las dos escenas del segundo acto y la numerosa presencia de acomodadores y auxiliares evitaron las aglomeraciones y garantizaron la salida escalonada y distribución del público por la zona correspodiente a cada localidad.


   En esta ocasión, la infortunada Violetta, a la que esa sociedad burguesa, rígida, hipócrita, reaccionaria, inhumana -e inferior a ella en estatura moral- nunca perdonará, ni permitiría ser feliz, no recibe los abrazos de Alfredo, ni siquiera ése de Germont en el segundo acto, con más egoísmo e interés, que verdadera compasión, aunque el padre autoritario, víctima también de esas mismas reglas sociales, se redime  en el último acto. Es más, ella muere de tuberculosis dolencia pulmonar similar a la del covid 19, por lo que la enfermedad de Violetta y la exigencia de esas distancias se convierten en más que reales, actuales. La intuición teatral verdiana parecía atesorar proyección metafísica a futuro.

   Leo Castaldi, responsable de esta versión concierto semiescenificada (la situación sanitaria provocó la renuncia a la producción prevista de Willy Decker) , distribuye en el escenario unos pocos elementos escénicos, incluida la cama donde yace Violetta en el último acto, algo de lo que se nos privaba en la mayoría de puestas en escena actuales. Hábilmente y luchando con las limitaciones en ese campo que imponen las distancias perfectamente señaladas en el escenario con las citadas cuadrículas, Castaldi -con una estupenda iluminación de Carlos Torrijos- dispone un eficaz movimiento escénico y todo ello nos lleva a las esencias de la ópera, el protagonismo fundamental de la música, del canto, de ese sustrato dramático, en este caso, fruto de la intuición teatral única de Giuseppe Verdi. Muchos aficionados han agradecido todo ello dado los dislates escénicos que en los últimos años han tenido que padecer. Por supuesto que el aspecto teatral, es muy importante en la ópera, la manifestación artística más completa que existe, pero no es menos cierto, que últimamente la puesta en escena, los «divos» de la dirección escénica, habían adquirido una importancia excesiva y sobredimensionada. La situación actual puede conducirnos a algo positivo, a un reequilibrio, a una ponderación, y los recursos económicos que serán limitados en plena crisis, deberán administrarse, dosificarse y pensar bien en donde se colocan. Las producciones espectaculares hace tiempo que, prácticamente, habían desaparecido, pero las estrellas de la escena y sus montajes, tantas veces alejados del espíritu de las obras, se llevaban una desmesurada porción del prespuesto de una obra. Todo esto habrá de reestudiarse.


   Ante todo, hay que felicitar a todo el elenco artístico, director musical, orquesta, coro, cantantes y todos los empleados del Teatro Real por haber llevado a buen puerto este audaz regreso y esperar que las 26 funciones restantes transcurran sin incidentes y con el éxito de esta primera.

   En la rueda de prensa del pasado día 22 de junio, que presentaba estas funciones, la soprano letona Marina Rebeka afirmó que Violetta es su papel favorito, el que más veces ha cantado y con el que debutó teatralmente. Tanto en la función que le vi en Valencia en 2017 como en esta madrileña, Rebeka demuestra un solvente dominio del papel en el aspecto vocal, apoyada en un timbre sonoro y con cuerpo de soprano lírica, grato pero no especialmente seductor ni personal, además de ayuno de un punto de morbidez. La fonación eslava de la soprano letona y su articulación resultaron poco idiomáticas (algo que compartieron los tres protagonistas), pero se compensan con una buena escuela de canto, un correcto legato y cierta capacidad para regular el sonido (como pudo comprobarse en pasajes cantabile como «Ah forse lui» «Dite alla giovane», «Addio del passato», Prendi, quest’è l’immagine»). Asimismo, Rebeka superó, no sin cierta incomodidad, la intrincada agilidad de su gran escena del primer acto, así como los requerimientos en la zona aguda y sobreaguda, en la que pudieron escucharse sonidos con metal y alguno que otro con cierta acidez, si bien no emitió el sobreagudo optativo del final de «Sempre libera», que sí abordó en Valencia hace 3 años. La falta de incisividad en los acentos y contrastes en el fraseo enmarcaron una Violetta falta de carisma, que no termina de imponerse, ni emocionar en el aspecto interpretativo.

   El Alfredo del tenor Michael Fabiano se caracterizó por el ardor y la efusión, aunque el timbre, siempre de respetable presencia, sonó opaco y sin terminar de fluir hasta el último acto, en que pareció liberarse y ganar brillo certificando la mejor parte de su interpretación con un «Parigi o cara» cantado en pianissimo y un fraseo más reposado que el prodigado hasta ese momento, en el que predominó la elocuencia y el arrojo sobre el refinamiento. Cantó la cabaletta del segundo acto «Oh mio rimorso» con vibrantes acentos, aunque sin afrontar la puntatura al Do 4 conclusivo.


   Germont padre, personaje antipático, egoísta y reaccionario sí, pero víctima también de esas reglas morales e hipocresía de la sociedad en que vive, tuvo un apreciable intérprete en el barítono Artur Rucinski. En clave muy lírica y con un material vocal nada seductor tímbricamente, el barítono polaco demostró el fraseo más variado e intencionado de todo el elenco. Buen legato el que exhibió Rucinski en «Pura siccome un angelo», así como fraseo elegante y trabajado en la fabulosa aria «Di provenza il mar», que arrancó la ovación del público más cerrada de toda la noche.

   Impecable, siempre profesional y con encanto en escena Marifé Nogales como Annina, mientras que las limitaciones de movimiento escénico no impidieron que Sandra Ferrández compusiera una desenvuelta y sensual Flora Bervoix. Cumplidor y con su grato timbre habitual el tenor Albert Casals como Gastone y una justa mención para el veterano Stefano Palatchi, que intentó sacar el máximo jugo escénico al Doctor Grenvil al mismo tiempo que, un tanto cavernoso de emisión bien es verdad, aún se hace oir en lo vocal.

   Las limitaciones y condicionantes en cuanto a colocación de los miembros de la orquesta y el devenir de los ensayos afectaron a la versión musical ofrecida con 51 músicos con la debida distancia en el amplio foso, pero, afortunadamente, en el podio se encontraba Nicola Luisotti, director musical principal de ópera italiana del Teatro Real, que demostró su oficio y gran conocimiento de este repertorio. El sonido, más bien extraño, falto de vigor y un tanto borroso resultó discreto, pero la batuta, más allá de algún pasaje vulgar y que al sublime preludio del último acto le faltó algo de la apropiada atmósfera desoladora, aseguró aliento verdiano, tensión y sentido teatral, además de apoyar adecuadamente el canto. Bien balanceado resultó el concertante del final del acto segundo aunque le faltó un punto de progresión. Notable actuación de las maderas, que se lucieron especialmente en el acompañamiento al aria «Di Provenza» y espléndido el clarinete de Luis Cámara Palomares en el pasaje previo a «Amami Alfredo».

   El público aplaudió con entusiasmo a todo el elenco y las ovaciones se alargaron varios minutos, pues si bien no asistimos a una Traviata musical y vocalmente memorable, sí fue especial y puede resultar emblemática en la situación que vivimos.

Foto: Javier del Real / Teatro Real

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