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Crítica: Recital de Pierre Laurent Aimard en el Auditorio Nacional

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Autor: Francisco Zea Vaquero
4 de octubre de 2020

La experiencia de Hammerklavier o la verdad del intérprete 

Por Francisco Zea Vaquero
Madrid, 29-IX-2020. Auditorio Nacional de Música (sala sinfónica). Ciclo Grandes Intérpretes de Scherzo. Beethoven: Sonata nº 31 en la bemol mayor, op. 110 y Sonata nº 29 en Si bemol mayor, op. 106 «Hammerklavier». Pierre Laurent Aimard (Piano).

   Solemne ocasión la de reunirse con tamaño intérprete y músico, uno de los únicos cuatro que en Madrid han interpretado la mítica sonata que nos cita en este regreso del ciclo de Grandes intérpretes. Empezando por el principio, habría que recordar que el concierto formaba parte de un proyecto creativo para esta temporada, la de las celebraciones que Pierre Laurent Aimard nos proponía: «Beethoven y el Avant- Garde».  En este marco, el pianista francés nos propone referencias cruzadas entre obras que caminan junto a la influencia del músico alemán en la Viena clásica, o las que forman parte de la herencia infinita y legado del compositor universal. Este concepto le permite combinar obras maestras de Schubert, Ives o Ligety, entre otros.

   La propuesta programática inicial emparejaba dos titanes; la schubertiana Sonata en sol mayor, D. 894, llamada «Fantasía» y la Gran sonata nº 29. Pues bien, incluso este programa aguerrido se nos desbarata debido a la pandemia maldita; la imponente longitud de estas músicas lo desaconsejaba, debido a la imposibilidad de realizar el necesario descanso en esto tiempos de contagio del virus. Por otro lado, es cierto que el clasicismo vienés, aun en manos del Schubert más visionario, le pilla a Pierre Laurent Aimard, adalid de la música del XX, un poco a desmano. A cambio, se abrió la velada con la bellísima y magistral Sonata nº 31 y se respetó el «leit motiv» de la convocatoria, la pieza misteriosa y eterna, zenit de la carrera pianística de Beethoven.


   El invitado de hoy procede del ámbito de la música de nuestro tiempo y de finales del siglo pasado. Como los buenos intérpretes y grandes ejecutantes, permaneció bastante tiempo velando armas y estudiando profundamente su repertorio. Fue el hombre fuerte de Boulez en el Ensemble intercontemporaine de París, y uno de los discípulos de Yvonne Loriod y colaborador de Olivier Messiaen. Apenas comenzado el nuevo siglo, tras su eclosión artística como pianista en solitario, se convirtió durante unos años en «el deseado». Todo el mundo musical quería oírle por su sabia capacidad de análisis musical y su técnica sin límites. Sin dudarlo creo que su éxito procede claramente de una vida de entrega, sacrificio y estudio. Así es la música: sino eres un genio, no hay otro camino.

   Emparejar la Sonata en si bemol mayor, op. 106 es siempre un dilema artístico, pues por fuerza la propuesta debe girar en torno a ella. Si además se elige otra obra maestra, en este caso la penúltima sonata del autor de Bonn, hay que esforzarse por realzarla para que no acabe en el olvido frente a la inmarcesible partitura, centro de gravedad de la integral de sonatas beethovenianas. Para colmo, hablamos de otra partitura del periodo final de la vida del compositor en el que ya había abandonado el mundo, y permanecía en completa soledad emocional (y casi física). El divino Ludwig se encontraba en busca de un más allá por el que estaba rompiendo todas las reglas que Haydn le legaba poco menos de un cuarto de siglo antes.  La sonata en La bemol Mayor ya no luce la forma sino el fondo. Está compuesta mucho más de hermosos gestos, delicadas suspensiones, y enigmáticas transiciones que de estructuras, de emociones interiores que unidad de concepto. En definitiva, el aliento lírico y el fraseo amplio sientan muy bien a esta música para diferenciarla del tour de force que venía a continuación. La cosa se quedó en preludiar y encabezar el concierto que en interpretar. Las comparaciones son odiosas.


   Transparencia y sonoridades fueron perfectas en el Moderato cantábile que abre fuego. La emisión inicial de graves se resiente un poco, aunque inmediatamente corrige en el Scherzo posterior. Sin embargo, falta vehemencia que pide claramente la indicación molto espressivo, así mismo en el adagio posterior donde se mostró aséptico como un cirujano. Se nos expuso todo a tempo, pero añorando esas reflexiones profundas, tan críticas en esta obra. Cómo se esperaba de él presentó dinámicas, ritmos y tensiones reveladores de gran dominio en el Scherzo, el puente y en la fuga final, donde estuvo soberbio de transparencia en las líneas y el contrapunto. Una coda como un trueno llena de furia beethoveniana fue audazmente enlazada a la fuga precedente, pero quien esperase más expresión no la halló, no hubo más. Tenía pinta de que el pianista francés había puesto todos los huevos en la misma cesta, como enseguida pudimos escuchar.

   La Hammerklavier de Ludwig Van Beethoven es una obra magna, obsesiva y desafiante, la más completa de entre todas, cima de nieves perpetuas, como el propio Aimard comenta hoy por hoy. Su historia está plagada de anuncios y cancelaciones, de públicos superados que no alcanzan a entender al gigante, en definitiva, de ansiedad e insatisfacciones en su ejecución (al igual que la inmensa Misa Solemnis). En si misma constituye una historia de amor y odio con el resto de la colección, que la deja aislada, heroica, e improbable de programar todavía en nuestros días. Sin embargo, nuestro pianista implacable e inasequible al desaliento la programa por segunda vez en nuestra sala, casi 15 años después de su presentación con ella.

   Su visión es elástica, intensa y emocionante en cuanto a la materia sonora pero el enfoque no posee una atmósfera romántica sino formal. Puso en juego toda su destreza percusiva, el impecable uso de los pedales y la imprescindible variedad en los ataques para conseguir que el poderoso sonido no se resquebrajara ni por un momento. Sólo con ponerla en pie ya deberíamos estarle enormemente agradecidos, pero es que además la enalteció en el plano técnico, más aún que en su última interpretación en el presente ciclo.


   En cuanto atacó la gran fanfarria del tema inicial, puso en el crisol una aleación de durísimos metales, y una dosis medida de lirismo que equilibran al titán en su primer movimiento. Los acordes soportan las cuatro «f» sin abrirse, y llegados al desarrollo vuelve a hacer gala de su privilegiada mente para limpiar el discurso y que se escuchen todas las notas limpias y plenas de timbre. De nuevo el análisis ocupaba el sitio del corazón. Se nos mostró didáctico y magistral, pero con poco pathos. La coda fue resuelta con tal tensión y limpieza que por su perfección desconcierta y conduce al paroxismo. Su Scherzo fue irreprochable; felino, apurado el tempo y los silencios, cortaba el aliento, y al mismo tiempo daba el necesario espacio ante un Adagio oceánico que continuación domina la obra. En él, su autor parece abandonar la forma sonata casi por completo, deambulando entre los materiales; a veces a retales, y en ocasiones con prolijo desarrollo que nos lleva poco a poco a la lejanía del mundo interior de Beethoven hasta el olvido de uno mismo.

   La fidelidad del pianista a su criterio y coherencia de planteamiento general, nos aleja de toda esa soledad, ese mar de desolación, a través cierta renuncia a la gama dinámica (echamos de menos algún pianissimo) y porque no decirlo de un moderado rubato. Naturalmente se lució en la inmensidad de las modulaciones dinámicas y transformaciones armónicas en el deambular de esta página única de la historia del piano. Pero Aimard no es amigo de exagerar, y frente a la indicación de molto moderato, prefirió no cruzar ese lago caminando y obrar, ya de paso, el milagro interpretativo además del estilístico e instrumental alcanzados. Desde luego que la opinión personal en este caso es irrelevante, lo que manda aquí es la obra: inconmensurable, megalópolis, transatlántico de las sonatas, que sin duda cursó su singladura ¡y bien que llegó a puerto!

   Los que le conocemos un poco sabíamos que guardaba lo mejor para el final. Creó un preludio para la fuga, y ahí tocó el cielo, estuvo onírico y misterioso con las cualidades del alquimista del XX para introducirnos en la Fuga con alcune licenze que cierra la obra: simplemente genial. Se mostró Impecable durante toda la prueba, sin concesiones de tempo, y con entrega absoluta en toda la variedad de ataques, fue una mezcla de carga a la bayoneta, y un desplante tirando los trastos ante el Miura. Pero siempre musical en la imposible proeza de mantener las voces limpias, y aun los estrechamientos y disonancias en su sitio. El macizo silencio que abre el desarrollo cortó la respiración a un servidor, tras un fortísimo catedralicio, y de ahí hasta el final con los pelos de punta, con tal intensidad como la «Carga de los Mamelucos». ¡Chapeau!


   Verdaderamente la mente de este Pianista es privilegiada, porque no contento con el hercúleo trabajo se atrevió a mostrarnos como propina  un programa minúsculo de los pertenecientes a su proyecto personal más arriba citado. La dualidad y antagonismo tonal, rítmico y dinámico de bagatelas de Beethoven frente a piezas escogidas de la Música Ricercata de Giorgy Ligety, el último genio descarado, junto a Messiaen, de la composición del siglo pasado. Casualmente nuestro protagonista es un consumado practicante de la música de ambos.

   Sin perderle el respeto a la sonata recién homenajeada, nos propuso este juego hasta en 4 ocasiones. Otra vez pedagógico, curioso, bromista, y ahora sí, con un tempo un poco más provocador nos dio a degustar sugerentes sonoridades clásicas y vanguardistas. Entre ellas las celebradas parejas Op. 119, nº 9 contra el sinuoso bajo de la ricercata num 7. O la última bagatela de la Op. 33 y el Stacatto de la famosa 3ª de Ligety. Nos recreábamos comparando la segunda de la Op. 119 con el Vals nº 4 del húngaro. Cerrando su fabuloso recital que enfrentaba las armonías clásicas de la Op. 33, nº 4 con el Capriccioso nº 10 y sus tremendos martellati.  Gran rubato, trufado con Chispas y nervio.

   Muchos acudimos a la llamada de Beethoven para nutrirnos de alimento espiritual, y encontramos al maestro Pierre Laurent Aimard dándonos catalizador y combustible para seguir soportando la grisura de la vida bajo la influencia del Virus. ¡Por él no pasan los años!

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