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Crítica: Chailly y Rachlin junto a la Gewandhausorchester Leipzig en Ibermúsica

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Autor: Gonzalo Lahoz
13 de febrero de 2015

 

11 y 12/02/15 Madrid. Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Obras de Mendelssohn, Mahler, Tchaikovsky y Rachmaninov. Julian Rachlin, violín. Gewandhausorchester Leipzig. Riccardo Chailly, director.

   Incluso Kierkegaard, a través de coordenadas mozartianas, nos lo intentó hacer entender: “O lo uno, o lo otro”, podemos entender la vida desde una visión estética, o podemos entregarnos a la moral y la ética. O nos rendimos al hedonismo o nos ponemos trascendentales. No todo en la vida tiene que ser blanco o negro desde luego y tampoco es cuestión de ponerse aristotélicos para decidir aquí cómo deberíamos vivir, pero se presentan ocasiones, y Mahler siempre es una de esas ocasiones, en las que es fácil caer en ello, y este último “fácil” puede usted sustituirlo por “absurdo”, “elemental”, “necesario”.

  
   El Mahler de Riccardo Chailly ha evolucionado desde su paso como titular de la Concertgebouw de Amsterdam hasta el atril de la Gewandhausorchester Leipzig en una búsqueda personal de un sonido que le sea propio. Ciertamente, lo ha conseguido. El director italiano se erigió el pasado miércoles como efectista amanuense frente a la Titán mahleriana. Amanuense en cuanto a una intención de transcripción límpida, nítidísima, ligerísima y todos los -ísimos que se quieran en pro de una lectura brillante en el sonido y clara en la exposición. Efectista en cuanto a que, entre lo uno y lo otro, Chailly obvió lo otro. No es que se olvidara de ello, no es que no fuese capaz de ir más allá, es que a Chailly simplemente no le interesó adentrarse en luchas internas mahlerianas, en sus diatribas moralistas como desde un principio lo hicieran las grandes batutas que sí consiguieron aunar lo uno y lo otro. Así pues, Chailly no es Klemperer, no es Walter, no es... Bueno, ¿quién parece acordarse hoy en día de esa gente? Tampoco pretende serlo y con ello logra una construcción ya digo, presurosa en tiempos y formas, con una cuerda realmente espectacular y unas maderas, en cierto sentido sobre-expuestas, magníficas. En esta búsqueda del hedonismo, mientras que se regaló un comienzo soberbio en el plano sonoro, (hubiera sido colosal si no llega a ser por una mala labor de las trompas) se desdibujó la narración del Langsam inicial. Mucho en Mahler lo hacen los contrastes, los cambios de dinámicas en particular y la progresión global que se le quiera aplicar a determinado movimiento o a la sinfonía en general. Chailly dilata de tal manera la progresión inicial, la diluye de tal manera, que el sentido mahleriano acaba por perderse un tanto entre tanta orgía de luces. Todo brilla tanto que no hay cabida para la égloga. Todo está hilvanado en pro de la ligereza que las maderas terminan pues por sobre-exponerse, de nuevo en la búsqueda del sonido, sin parecer pequeños detalles de la naturaleza sino más bien llamadas enclavadas en un efectismo que resulta necesario para crear contrastes que, ahora, no son los de Mahler.
   Del mismo modo en que este sentido pseudobeethoviano de abordar el primer movimiento no ayuda, tampoco lo hace una visión a lo Shostakovich del tercer movimiento. Mahler es Mahler y así debe ser interpretado, porque si no, también ocurrió aquí, toda la carga que encierra el espeluznante y sarcástico Frère Jacques, ese desasosegante canon, pierde su eficacia. El balance aquí ha de ser minucioso, pero Chailly seguía más preocupado por la clarividencia.
   Que este ha sido un Mahler brillante, desde luego; que Mahler es más que eso, también.


   En las dos primeras partes pudimos escuchar dos de los principales conciertos para violín del romanticismo, a manos del austríaco Julian Rachlin, ganador del Festival de Eurovisión para músicos en 1988 (porque ¿sabían ustedes que existe un Festival bienal de Eurovisión para jóvenes de la clásica? ¡Pues lo hay, pero claro España sólo ha participado en dos de sus más de 30 años de vida!) y quien se destapó como un gran virtuoso de su instrumento, que a la vez se adapta como un guante a la sonoridad de la orquesta que le acompaña. Nítido, incisivo, sonido pequeño y penetrante, dibujó un Mendelssohn de clasicista concepción, arropado por una gran Gewandhaus, donde triunfaron unas clamorosas maderas, con un mágico fagot en transición entre los dos primeros movimientos. Lo mejor del violinista se mostró en la segunda velada, con un arrebatador Concierto de Tchaikovsky, donde regaló vistuosismo por doquier, abriendo un sonido de lo más maleable y con un Chailly atentísimo a su solista, para el que doblegó a una orquesta completamente entregada.


   Con los mimbres comentados, un servidor no pegó ojo esperando el concierto del segundo día, un Rachmaninov, en su Segunda sinfonía, que surge como un grandilocuente estallido melódico ante la fragmentación compositiva sufrida por el ruso con el cambio de siglo y tras el rotundo fiasco que resultó el estreno de su Primera sinfonía, con un Glazunov completamente fuera de juego a la batuta, que llevaron a Rachmaninov a una depresión que necesitó de hipnosis y psicoterapia. Es una respuesta tan intensa como melódica, como lo es todo Rachmaninov al fin y al cabo, que hay que saber manejar y espaciar con equilibrio y claridad de conceptos. Una vez estrenada, tal es la carga personal que encierra, el ruso afirmó que nunca jamás volvería a escribir una sinfonía... aunque treinta años después cambiase de parecer.
   La lectura de Chailly, aquí ya fuera de moralidades diversas, fue apabullante. Haciendo gala de la misma ligereza, la narrativa, el juego de dinámicas y la exposición de planos sonoros fueron, simplemente, rotundos.  La labor de la cuerda fue magistral, con un dibujo de temas y motivos sensibilísimos (vuelvo a los -ismos) ya desde el primer pianissimo por chelos y contrabajos que abre la partitura, con una recreación categórica del tema en la reexposición y que ahora muchos de los oyentes asociarán a la recién estrenada película de Iñárritu: Birdman. Enérgica y vibrante en el Allegro molto y desplegándose en un halo de romanticismo hasta el punto justo, nunca ni un segundo más en manos de Chailly, por el Adagio del tercer movimiento, (¡qué arranque! ¡Qué sólo de clarinete!) reflejo de esa añoranza tan rachmaninoviana (el Dies Irae vuelve por cierto a inspirar aquí al compositor).
   Mientras escuchaba me venía a la memoria la que considero la mejor grabación que se ha hecho de ella, la de Mariss Jansons en el sello Chandos, cayendo en la cuenta de que en tres días le tendremos precisamente a él en Madrid, al frente de la Concertgebouw de Amsterdam... y de nuevo gracias a Ibermúsica ¡Y qué grande es Ibermúsica!

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