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Crítica: Forma Antiqva y Anna Caterina Antonacci juntos para el CNDM

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Autor: Mario Guada
12 de enero de 2018

LOS POLOS OPUESTOS NO SIEMPRE SE ATRAEN

   Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 10-I-2018. Auditorio Nacional de Música, sala de cámara. Centro Nacional de Difusión Musical. Universo Barroco. Música de Biagio Marini, Claudio Monteverdi, Andrea Falconieri, Girolamo Frescobaldi, Barbara Strozzi, Samuel Scheidt, Tarquinio Merula y Marco Uccelini. Anna Caterina Antonacci • Forma Antiqva | Aarón Zapico.

   Regresaba el Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical a los escenarios del Auditorio Nacional, en este recién estrenado 2018. Lo hacía con un programa que aunó a Forma Antiqva, uno de los ensembles españoles especializados en la llamada música antigua de mayor proyección en la actualidad, con Anna Caterina Antonacci, la soprano de Ferrara, una de las divas más destacadas en la lírica italiana de las últimas dos décadas. La unión, de mano, resulta extraña. Lo primero que me pasó por la cabeza fue, ¿cómo han llegado a conjugarse estos intérpretes? ¿Ha sido una elección libre del grupo, de la soprano, de ambos? O, por el contrario, ¿hay algún interés e imposición en esta unión que venga de arriba? Sea como fuere, la cuestión es que la unión no hizo la fuerza en este caso. Hablamos de dos universos bien distintos, muy difíciles de conjugar. Y a pesar de hablar de buenos intérpretes, cada uno por su lado, el resultado no tiene por qué ser siempre positivo.

   El programa, titulado L’Antonacci, emuló lo operístico en Un viaje por las emociones del Barroco en un prólogo y cinco actos, aunando obras vocales e instrumentales de algunos de los grandes representantes musicales en la Italia del Seicento. Programa precioso, todo sea dicho, con una selección de obras, si bien no novedosa, sí realmente efectiva y repleta de belleza. En un intento por plasmar aquello de la Teoría de los afectos en el Barroco, se fueron seleccionando obras que pudieran encajar –con mayor y menor éxito– en algunas pasiones humanas, como el desprecio, la melancolía, los lamentos amorosos o el perdón. Con Claudio Monteverdi (1567-1643) como máximo exponente del recital –el concierto se enmarcaba por igual en los ciclos Universo Barroco y #Monteverdi4.5.0–, de quien se interpretaron algunas de sus grandes obras vocales e instrumentales, se inició la velada con un prólogo conformado por dos breves piezas instrumentales de Biagio Marini (1594-1663), La Zorzi y La Zoppa –extraídas de sus Affetti Musicali [Venezia, 1617]–, así como el inicio, protagonizado por La Musica, de la ópera L’Orfeo [Venezia, 1609], de Il divino Claudio, un maravilloso alegato al arte musical. Ambas obras sirvieron para situar al oyente en el camino a transitar a lo largo del concierto. Ya entonces se pudo vislumbrar lo que habría de venir: una agrupación instrumental muy solvente, de gran presencia sonora y que abanderaba ese estilo tan personal que les ha hecho llegar hasta donde están actualmente; por otro lado una cantante de inmensas dotes dramáticas, un poderío escénico apabullante, una voz fantástica, pero más adecuada para otros tipo de repertorios que para obras de este calibre, puro Seicento en el que la sutileza debe cobrar mucha más importancia que la búsqueda del exceso sonoro.

   El primer acto, dedicado al Disprezzo [desprecio] estuvo conformado por tres obras: L’infanta arcibizarra [Il Primo Libro di canzone, sinfonie, fantasie... Napoli, 1650], de Andrea Falconieri (c. 1585/86-1656), y la Moresca que cierra L’Orfeo, como obras instrumentales que enmarcaron la obra vocal central, Così me disprezatte [Primo Libro d’arie musicali per cantarsi, Firenze, 1630], de Girolamo Frescobaldi (c. 1583-1643). La referencia emocional de esta última es evidente. Menos evidente, por no decir ignota, resulta en los otros dos casos. Siendo un programa bien confeccionado –aunque, como decía, no especialmente novedoso, ni en sus piezas ni tampoco en concepción–, la adecuación de varias de las piezas a los bloques emocionales resultó en muchas ocasiones de dudosa concordancia, sino que más bien fueron seleccionadas por adecuarse en tonalidad, color o carácter general con la pieza vocal protagonista, que en general solía ser la más adecuada en cuanto a la adecuación afectos/música.

   El acto II, della Melancolia, tuvo como obra principal es impresionante Disprezzata Regina, de su L’incoronazione di Poppea [Venezia, 1643] –en la que Monteverdi sabe describir musicalmente de manera brillante esos sentimientos entre el desprecio, la desesperación y la ira contenida–, precedida de dos obras instrumentales: la Sinfonia de Il ritorno d’Ulisse in Patria [Venezia, 1640] –siempre Monteverdi–, además del Passacalio en Sol menor, Op. 22, n.º 25 [Per ogni sorte di strumento musicale diversi generi di sonate, da chiesa, e da camera, Venezia, 1655], de Marini, que en su impresionante ostinato cromático del bajo resulta casi hipnótico, mientras los violines se alzan con una melodía de una belleza subyugante. Para el acto III quedaron otras tres piezas para pintar en música della Bataglia [de la batalla]: Battaglia de Barabasso, yerno de Satanás [Il primo libro…], de Falconieri; Lagrime mie, un excepcional Lamento a voce sola de la magnífica compositora Barbara Strozzi [Diporti di Euterpe, overo Cantate e ariette a voce sola, Op. 7, Venezia, 1659]; para concluir con una Galliard Battaglia [Paduana, galliarda, courante, alemande, intrada, canzonetto... Hamburg, 1621], de Samuel Scheidt (c. 1587-1654). Este fue el bloque en el que quizá la concordancia entre las emociones fue menor, porque si bien la obra de Strozzi puede verse como una batalla interna, emocional, las dos obras restantes forman parte de un género instrumental propio del XVII en Europa, la batalla, que no hace sino describir en música el devenir de una batalla en el sentido militar del término.

   Para los dos últimos actos quedaron dos emociones más: del lamento y del perdono. En el acto IV se interpretaron dos de las obras vocales más impresionantes en el catálogo monteverdiano: el Lamento d’Arianna, de su afamada ópera L’Arianna [Venezia, 1623], hoy perdida, un canto desgarrador a la pérdida de un ser querido; y Si dolce è’l tormento [Quarto scherzo delle ariose vaghezze, Venezia, 1624], uno de los más brillantes ejemplos en todo el Barroco europeo de un canto de ese amor que duele, pero a la vez es adictivo. Entre medias de ambos un ejemplo instrumental de otros de los grandes exponentes de los géneros para instrumentos del Seicento, Tarquinio Merula (c. 1594-1665), con su Ballo detto «Pollicio», Op. 12, nº 24 [Canzoni overo sonate concertate per chiesa e camera, Venezia, 1637]. El acto V, último de la velada, se construyó sobre la luminosa y enérgica Aria sopra «La Bergamasca» [Sonate, arie et correnti, Venezia, 1642], otra pieza instrumental de uno de los más brillantes autores del XVII en Italia, Marco Ucellini (c. 1610-1680). A esta le siguió la no menos célebre Se l’aura spira [Primo libro d’arie musicali per cantarsi, Firenze, 1630], de Frescobaldi, que continúa en la línea de la luminosidad y el desenfado más elegante y delicado, como solo los autores del Siecento italiano sabían hacer. Se cerró el concierto con el maravilloso pasaje Vi ricorda, o boschi ombrose, de L’Orfeo, un aria original para tenor grave/barítono [Orfeo], pero interpretada aquí por la soprano ferraresa, que tiene en sus hábiles ritornelli instrumentales y en la maravillosa melodía de la voz un verdadero ejemplo del mejor Monteverdi.

   La interpretación, como anunciaba al principio de esta crítica, se pudo dividir claramente en dos bloques estanco, que lamentablemente en muy pocas ocasiones llegaron a la mixtura deseada en un repertorio de este calibre. Por un lado Anna Caterina Antonacci, como digo es una cantante de grandes recursos. Destaca especialmente en el aspecto expresivo, resultando un animal escénico de notables dimensiones. Paladea el texto –especialmente en su italiano natal–, lo siente como propio en muchas ocasiones y, lo más importante, logra hacerlo llegar al espectador de forma realmente directa. Para una música en la que emociones y el dramatismo son esenciales, contar con una cantante de esta talla en un lujo. Pero, no todo vale, porque a la expresión a la ha de acompañar una voz que se adecúe a lo cantado. En el Seicento, que requiere de una especial sutileza y una línea de canto que destile delicadeza, la proyección excesiva, con una gestión del vibrato sobredimensionada en la mayoría de las ocasiones, así como un fraseo más cercano a de épocas posteriores, la interpretación de la soprano italiana adoleció de una falta de criterio historicista que se equilibrara al establecido por el conjunto instrumental. Un claro ejemplo de esta disparidad de opiniones se observa de forma patente en esa maravilla que es Si dolce è’l tormento, en el que un inspiradísimo Alejandro Villar –a la flauta tenor– dio una lección de fraseo, musicalidad, buen gusto y saber hacer, mientras que la aparición de Antonacci resultó abrupta, tosca e incomprensible en su uso de la sprezzatura.

   Por su parte, el conjunto asturiano Forma Antiqva, que tiene en los hermanos Zapico a sus fundadores y núcleo duro, regresó a sus orígenes, a una música que les sienta especialmente bien. El Seicento es un terreno abonado a la búsqueda de sonoridades más libres, todavía ancladas de forma leve a patrones rítmico-armónicos posteriores. Por eso, la imaginativa propuesta y concepción que de la música tienen los tres hermanos tiene aquí quizá más cabida que nunca. Su interpretación, en la que se regresó a muchas de las piezas que comenzaron registrando en disco, fue un ejemplo de los derroteros por los que transita el conjunto en la actualidad: colorido tímbrico por doquier, un bajo continuo ornamentado y desarrollado casi hasta el extremo, una visión muy dramática de la música, además de una luminosidad y frescura que en ocasiones sobrepasan los límites de lo sostenible; todo ello sin dejar de lado, por supuesto, el arreglo como una marca indeleble. En esta ocasión se ha contado con intérpretes realmente experimentados, todos ellos jóvenes muy resptados en el panorama de la interpretación historicista. El trabajo de Jorge Jiménez y Daniel Pinteño en los violines barrocos resultó encomiable. Técnicamente muy precisos, el empaste y equilibro entre ambos estuvo realmente logrado, y el trabajo de unidad en los pasajes a unísono resulto excelente. Por su parte, el ya mencionado Alejandro Villar estuvo a la altura de lo esperado de uno de los máximos exponentes de la flauta de pico en este país. Siempre elegante y solvente, supo aportar el color y equilibrio que cada pasaje requería. Es un ejemplo de virtuosismo bien entendido. El continuo quedó a merced de la espléndida Ruth Verona, que es siempre un dechado de clase y buen hacer en el violonchelo barroco –pocos continuistas en Europa a su altura se me ocurren actualmente en el panorama del violonchelo barroco, pero no solo en esa faceta, pues a nivel solista es una espectacular ejecutante–; al igual que de la cuerda pulsada de Daniel [tiorba] y Pablo Zapico [guitarra barroca], intérpretes más que experimentados en estas lides. Su aporte es siempre necesario, aunque a veces la ornamentación y el exceso en el rasgueo terminan por aturdir. Por su parte, Aarón Zapico, que interpretó el clave a la par que hizo las veces de director del conjunto, sigue la línea de un continuo muy desarrollado, que busca la riqueza tímbrica y la imaginación como aportes expresivos, no siempre con los resultados esperados.

   En general un concierto disfrutable, aunque la deseable unión entre cantante y ensemble apenas tuvo su adecuada correspondencia con un repertorio tan fascinante. Desde luego, la elección de la voz no parece la más adecuada, al menos en este contexto interpretativo, tanto por repertorio como por criterio. En un mundo en el que la especialización no debe ser vista como un lujo, sino como una necesidad, parece increíble que todavía haya quien crea que se puede interpretar –con la máxima excelencia– repertorio del XVII italiano, belcanto del XIX, grand opéra decimonónica, Rossini y Mozart, oratorio o música sacra francesa del XX. Al menos este concierto ha servido para reconciliarme en cierta manera con la visión que de la música tiene Forma Antiqva desde hace tiempo. Sin duda, el Seicento es un terreno más apropiado para lo que se traen entre manos. Veremos qué depara el futuro...

Fotografía: formaantiqva.com

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