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Crítica: Las 'Vespro', de Claudio Monteverdi, con Balthasar-Neumann-Solisten & Ensemble para el CNDM

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Autor: Mario Guada
4 de diciembre de 2017

El conjunto alemán vuelve al Universo Barroco, de la mano de su director titular, para ofrecer una lectura correcta, aunque distante, de la magnífica colección monteverdiana.

RECUPERANDO SENSACIONES

   Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 08-X-2017. Auditorio Nacional de Música, sala sinfónica. Centro Nacional de Difusión Musical. Universo Barroco. Música de Claudio Monteverdi. Balthasar-Neumann-Solisten y Balthasar-Neumann-Ensemble. Thomas Hengelbrock.

   El Balthasar-Neumann-Ensemble continúa abonado a la programación del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM]. Es sin duda el conjunto estrella en el Universo Barroco de la presente temporada, así como el gran representante de la música de Il divino Claudio en el ciclo #Monteverdi4.5.0, que la institución nacional ha programado para honrar la figura del genio cremonés en el 450.º aniversario de su nacimiento. Acudían de nuevo a la sala sinfónica del Auditorio Nacional para interpretar una de las grandes obras del universo de Claudio Monteverdi (1567-1653), su Vespro della beata Vergine, colección sacra de 1610 que supone uno de los hitos en la historia de la música occidental. La gestación de la obra –como en otros muchos casos en Monteverdi– tiene un trasfondo de interés personal. Empeñado en abandonar Mantova, la dedicatoria al Papa Pablo V de esta colección Sanctissimæ Virgini Missa senis vocibus ac Vesperæ pluribus decantadæ, cum nonnullis sacris concentibus, ad Sacella sive Principum Cubicula accomodata, opera a Claudio Monteverde nuper ejfecta ac beatiss. Paulo V pont. max. consecrata deja entrever su claro interés en Roma como próximo destino. Monteverdi llegó incluso a trasladarse a la ciudad con el fin de conseguir una audiencia papal en la que poder presentarle su obra. Finalmente, la misión no tuvo éxito.

   En la edición de 1610 la colección aparecía impresa junto a su Missa In illo tempore a 6 –cuyo título completo deja claro su modelo: Missa da capella a sei voci fatta sopra il mottetto «In illo tempore» del Gomberti le fughe del quale sono queste, compuesta en un claro y fascinante stile antico –polifonía en estilo arcaico, con una parte de órgano que realiza el basso seguente, no el continuo–. Tras la misa aparecen las diversas piezas para las vísperas, esto es, para ser interpretadas durante las diferentes horas del Oficio Divino. Quizá sea su fascinante mezcla de elementos renacentistas y barrocos; su, en cierta manera, fastuosa plantilla vocal e instrumental; lo genial de su estructura y esa magnífica variedad de formas y géneros; su escritura rítmica tan atractiva; o especialmente lo enigmático de la misma; pero sea como fuere, este Vespro supone para el intérprete un ejercicio de cierta libertad interpretativa al que es casi imposible resistirse. La primera edición de 1610 sorprende por lo descriptivo de sus indicaciones, con siete partes impresas para cada una de las voces, además de los instrumentos correspondientes: cantus, altus, tenor, bassus, quintus, sextus septimus, violino, viuolino [sic] da brazzo, cornetto, pifara y flauto –solo para el Magnificat I–, viuola [sic] da brazzo, trombone, contrabasso da gamba, además de un parte final denominada bassus generalis, que no es sino la parte dedicada al órgano para acompañar en el bajo todas las piezas. A pesar de lo detallado de las indicaciones, el Vespro della beata Vergine es una de las obras en las que más versiones divergentes se pueden escuchar, especialmente en cuanto al uso de los cantores solistas y el coro. La premisa principal, como bien apunta Denis Morrier –gran especialista en Monteverdi–, es la distinción habitual en la época entre coro favoriti –cantores solistas– y coro ripieni –los que rellenaban partes que requerían mayor sonoridad–, aunque esto no restrinja en absoluto la libertad interpretativa. La manera de concebir el tratamiento de voces e instrumentos es relativamente similar a la de algunos autores del momento, con una notable influencia del policoralismo veneciano, a pesar de que la obra no se concibió, ni probablemente se imaginó, para la Basílica de San Marco.

   Tenía mucho interés en descubrir cómo afrontaría el conjunto germano esta interpretación en manos de su director titular, Thomas Hengelbrock. Sigo sin considerar a dicho ensemble el más adecuado para este repertorio, pero esperaba en ellos un cambio casi radical en relación con la fatídica lectura integral de la Selva morale e spirituale en manos de Heras-Casado. Pues bien, este concierto me ha servido para dos cosas: comprobar que el conjunto es más maleable de lo que parecía, y en manos de alguien con criterio y saber hacer es capaz de evitar el desastre cuando interpreta a Monteverdi; confirmar mi tesis de que aquel director español es un mediocre director en cuanto a Il divino Claudio se trata, porque, aun en esta versión del Vespro todavía alejada del ideal monteverdiano, el resultado ha sido muy digno y correcto, alejado del descalabro precedente, lo cual dice mucho de quienes la agrupación tiene y ha tenido delante.

   Interpretada sin pausa, los trece números del Vespro llegaron firmados por una selección de doce cantantes, quedando fuera una lectura más coral a la que solemos estar acostumbrados en muchas de las versiones que se hacen de esta obra. Se prescindió aquí, pues, de ese contraste entre cori favoriti/ripieno del que se hablaba unas líneas más arriba. Se trató de una versión más minimalista en lo sonoro, incluso con pasajes a una sola voz por parte, lo cual le resta ese encanto del colorido tímbrico que le aporta un conjunto vocal más amplio, además de complejizar la interpretación, porque las voces utilizadas aquí presentan características muy marcadas, algunas muy alejadas entre sí, lo que perjudica el resultado final. Una de las grandes complejidades de esta colección es el encontrar un sano equilibrio entre los números concertados –en la línea del concerto sacro del momento, que requieren de voces solistas– con los números más grupales y de escritura claramente polifónica y policoral –que requiere de voces de conjunto acostumbradas al ensamblaje vocal y auditivo–. Lograr una selección de cantores que sean capaces de cumplir ambas tareas con brillante resultado resulta poco menos que una tarea hercúlea. En este aspecto Hengelbrock no ha salido airoso. El coro no llegó a sonar nunca como un coro y los solistas– en su mayor parte– realizaron una honrosa aportación, pero alejada de la calidad individual que se les exige a cantores de este nivel, más aún para una obra de este calibre.

   No es una versión a la que se pueda achacar grandes males técnicos –salvo quizá la elección de los solistas–: rítmicamente el trabajo es muy bueno, el balance entre voces e instrumentos estuvo bien equilibrado –aunque en ocasiones un punto más de voces y menos de instrumentos hubiera facilitado la comprensión del contrapunto; y en otros momentos más presencia del viento metal hubiera enriquecido la lectura global–, hubo buenos intentos de contrastar, un trabajo refinado sobre las dinámicas bajas, e incluso un empeño en mostrar un Monteverdi elegante y por momentos delicado. Sin emnargo, el sonido –muy cuidado en lo global y de con una afinación muy pulcra– llega al espectador, pero no emociona. Y este es un mal tan importante como lo son las faltas en lo técnico. Es una versión demasiado gélida, carente de emoción, de expresividad, de la luminosidad que irradia el lenguaje monteverdiano. La música de Monteverdi parece estar aquí vista con demasiada distancia, sin rebuscar en la entraña de su universo ni sumergirse en su esencia y en el por qué, cuándo y cómo.

   Aun con ello, cabe destacar los bellos momentos regalados por Agnes Kovacs y Alicia Amo –sopranos I y II del primer coro–, las cuales, a pesar de no lograr conectarse de manera profunda entre sí, ofrecieron algunos momentos de gran interés, como en su hermoso dúo Pulchra es. Interesante en general la aportación de Mirko Ludwig en su desdoblamiento permanente entre alto y tenor –con más acierto en la segundo que en el primero–. Entre los tenores cabe destacar a Jakob Pilgram, cantante de línea elegante y bello timbre –aunque excesivamente de cabeza en dinámicas bajas sobre el agudo–, como demostró en un interesante Nigra sum. Hans Jörg Mammel no es, lamentablemente, lo que fue otrora, aunque perdura en él una presencia escénica imponente y un buen hacer en este tipo de repertorios –por mucho que mantenga un exceso de engolamiento en algunos momentos de su canto–. Entre los dos bajos de la velada nada especialmente reseñable –lo cual lo dice todo–.

   Por su parte, el conjunto instrumental rindió un punto por encima, con destacadas aportaciones especialmente del viento más que de la cuerda. No tener que destacar nada brillante de las dos violinistas dice, de nuevo, mucho menos de lo que cabría esperar. Más interesante la siempre importante labor aquí de las violas, con meritoria labor llevada a cabo por Donata Böcking, Danka Nikolic y Rafael Roth. Especialmente brillante el concurso de Frithjof Smith, Josué Meléndez y Gawain Glenton al cornetto –y primero y tercero en el breve pasaje para flautas de pico, omitiendo, como suele ser habitual en directo, la presencia del traverso–. Digna de mención a su vez los trombones de Christoph Paus, Cas Gevers y Ralf Müller, aunque en ocasiones excesivamente alejados del sonido imperante necesario en la sonoridad global. La labor de los continuistas presentó luces y sombras. Luces por el resultado general de un buen continuo que sustentó el conjunto a la perfección, pero sombras por el exceso de ornamentaciones e imaginación en algunos intérpretes concretos, como Margret Köll al arpa doble y Michele Passotti a la tiorba –con una pulsación de envidiable sonoridad, pero a veces poco refinado–, e incluso Michael Behringer al órgano positivo, con una presencia a veces excesivamente preponderante. Muy bien, por su parte, la cuerda grave de Frauke Hess a la viola da gamba y Davide Vittone al violone.

   Thomas Hengelbrock es de ese tipo de director crossover en lo que no creo especialmente –Harnoncourt y Herreweghe aparte–, pero hay que reconocerle un algo especial cuando está encima de un escenario. Sin ser el mejor valedor de la música de Monteverdi, el conjunto alemán adquiere otro calibre cuando él se sitúa al frente. El refinamiento y la búsqueda de un sonido cuidado son de agradecer. Pero no encuentro en él las mismas sensaciones que se hacen muy evidentes cuando dirige la música de Jan Dismas Zelenka, Antonio Lotti, Felix Mendelssohn o incluso Johann Sebastian Bach. Aun con todo, es un director realmente fantástico, con un gesto pulcro y absolutamente clarificador, que gusta de bucear en la música para intentar ofrecer momentos especiales. En la Sonata sopra Sancta Maria lo logró por momentos –dejando a un lado la elección nula de que fuera una soprano distinta cada vez la que realizará la breve línea del cantus firmus que se repite incesantemente entre el bello contrapunto instrumental, pero que mostró muchas carencias en algunas de las solistas y especialmente las claras divergencias tímbricas y de emisión entre las cuatro sopranos–, así como en ciertos pasajes del Magnificat I, con momentos muy etéreos sobre dinámicas bajas y en gran contraste con los pasajes más grandilocuentes, logrando una expresividad más directa y luminosa que se acerca al Monteverdi que nos hubiera gustado disfrutar durante toda la velada.

   En cualquier caso, un Monteverdi que recupera buenas sensaciones en las interpretaciones del conjunto alemán y que sirve para dejar constancia de que un bien director es más importante de lo que a veces puede parecer, incluso en la llamada música antigua. Un cierre de año monteverdiano digno, que regresará en 2018 con algunos conciertos más para seguir honrando una de las figuras más transcendentales de la historia de la música en Occidente.

Fotografía: Florence Grandidier.

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