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Crítica: Martha Argerich y el Cuarteto Quiroga, juntos en el Auditorio Nacional

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
8 de octubre de 2016

SINERGIA DE TALENTOS

  Por Álvaro Menéndez Granda
Madrid. 6/10/16. Cuarteto Quiroga (Aitor Hevia, violín primero; Cibrán Sierra, violín segundo; Josep Puchades, viola; Helena Poggio, violonchelo) y Martha Argerich, piano. Concierto coproducido por el Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) y La Filarmónica.

   La perspectiva no podría ser más interesante: el acceso principal a la sala sinfónica del Auditorio Nacional abarrotado de gente, largas colas para conseguir una entrada de último minuto y algunos rostros familiares en el recibidor; alumnos y profesores del conservatorio, músicos profesionales, todos reunidos ante un acontecimiento que, por su naturaleza musical, es en sí mismo único, pero que en este caso es aún más excepcional debido a sus protagonistas.

   Sabíamos lo que nos esperaba y acudimos con las expectativas de quien conoce la trayectoria de los intérpretes. Martha Argerich abrió la tarde con la Partita nº2 en do menor de J.S. Bach, obra bien conocida por la argentina y que, como dejara constancia de ello en el maravilloso documental Evening Talks, disfruta interpretando al comienzo de los recitales por producirle un efecto tranquilizante.

   Sin embargo, lejos de provocar ese mismo efecto en cualquier otro intérprete, la Segunda partita –que es en realidad una suite– es un desafío para la mente y una dura prueba para el cuerpo. La Sinfonía que sirve de pórtico a la obra consta de una grave introducción, seguida de un delicado andante y encuentra el culmen en un sinuoso allegro. El comienzo fue rotundo; el andante sublime, en un pianissimo imposible, de gran expresividad y dulzura; el allegro, de marcado carácter contrapuntístico, sirvió a Argerich para exhibir su fuerza imparable y su –por todos conocida– vertiginosa velocidad. Velocidad, por cierto, que años atrás conseguía sin perder limpieza en el sonido pero que, con el paso del tiempo, parece empeñarse en mantener aún a expensas de una menor claridad. Allemande igualmente sutil y delicada, con un discurso bien dirigido, que dio paso a una Courante un poco confusa en su registro más grave. La Sarabande supuso una nueva exhibición, esta vez de magisterio interpretativo. Pocas veces hemos escuchado un sonido como aquel, limpio, soto voce, claro y luminoso pero, al mismo tiempo, capaz de hacernos caer en una honda desesperanza. Tal es el poder del genio alemán. Nos viene a la mente otro gran maestro, Grigory Sokolov, al que escuchamos interpretando la Obertura francesa BWV831 en otra gran sala española como es el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo. Recordamos aquel dominio de los planos sonoros, que también pudimos escuchar el pasado jueves en las manos de Argerich y que consiguieron impresionarnos y conmovernos. El Rondeau fue brillante y claro, anticipo del durísimo movimiento final, Capriccio, en el que la maestra argentina demostró de nuevo su imponente capacidad para tocar a velocidades inhumanas, esta vez manteniendo un nivel de nitidez sonora a la altura de sus más famosas interpretaciones. El público, entusiasmado, le brindó un estruendoso y prolongado aplauso, obligando a la pianista a salir al escenario cuatro veces para agradecer la ovación.

   Fue después el turno del Cuarteto Quiroga, una formación joven pero con una trayectoria envidiable y de sólido reconocimiento internacional. Ese espíritu de juventud quedó reflejado en la interpretación del Cuarteto en do menor de Johannes Brahms. El primer movimiento, Allegro, fue –en nuestra opinión– el menos brillante de los cuatro que integran este op.51. Esto, que en parte fue provocado por una cierta carencia de vibrato en el primer violín, se tradujo en un sonido algo estéril y de expresividad limitada pero que, a medida que los intérpretes avanzaban en la partitura, fue mudando en otro tipo de sonido mucho más cálido y empastado. La Romanze fue expresiva y reposada –quizá demasiado, pues en algunos momentos nos pareció un poco lenta–, y el Allegretto molto moderato e comodo estuvo marcado por la suavidad de un fraseo bien entendido y proyectado, y de unos planos sonoros muy claramente delimitados. El cuarto y último movimiento, Allegro, fue a nuestro gusto el más logrado. La compenetración de los integrantes del cuarteto fue casi perfecta en este difícil reto que Brahms plantea a los intérpretes, y del cual supieron salir airosos con éxito y maestría. Si hubiéramos de arrojar –en una visión general de su interpretación de este Cuarteto op.51– una opinión acerca del conjunto de sus movimientos, diríamos que su versión nos resultó joven y fresca, una versión a la que aún le queda algo de maduración –que no es, por otra parte, nada que el tiempo y la experiencia no solucionen– pero que deja ver un conjunto de primer nivel trabajando muy duro en conseguir lo mejor.

   Al Cuarteto Quiroga se unió de nuevo Martha Argerich para abordar, después del intermedio, el bellísimo Quinteto con piano en mi bemol mayor op.44 de Robert Schumann. Es aquí donde, después de haber disfrutado por separado de una de las leyendas vivas del piano y de un cuarteto de primer orden, sucede la sinergia: una combinación inmejorable en la que el resultado es mucho más que la suma de sus partes. Realmente es difícil poner en negro sobre blanco, pues es una experiencia que debe presenciarse para entenderse en su totalidad. La música, por suerte, no está hecha para ser descrita con palabras y no puede delimitarse con ellas. Arropados por el piano, los integrantes del Quiroga pudieron desarrollar toda su expresividad en un primer movimiento Allegro brillante que fue en verdad brillante. Por su parte, liberada de su conocida aversión a tocar sola, Argerich dejó algunas muestras de su mejor piano para que todos pudiéramos admirarnos. El segundo movimiento, In modo d'una marcia. Un poco largamente, fue sensible e íntimo donde requiere del conjunto sensibilidad e intimidad, y enérgico y apasionado donde la doble personalidad de Schuman así lo impone. El Scherzo fue vivaz, con un empuje y una energía admirables pero siempre bajo control. Fue difícil contener el aplauso a su término, incluso sabiendo que no era el momento adecuado para dejarse llevar por tal impulso. El movimiento final Allegro ma non troppo, fue una nueva muestra de la energía natural de los intérpretes: Argerich empujando al conjunto de cuerda, y éstos envolviendo al piano con su magnífica cohesión.

   El público madrileño alabó el arte de los cinco, con una larga y sonora ovación que propició la repetición del Scherzo schumanniano y que provocó si cabe aún más algarabía en la sala, entre aplausos y gritos de «bravo».

    Entendemos que un cartel como el de esta noche del día 6 de octubre merece una sala como la sinfónica de nuestro Auditorio Nacional. No obstante debemos recordar que por eso recibe el nombre de sinfónica: está pensada para una orquesta completa. Un piano solo, en una sala de ese volumen, siempre sonará débil y con demasiada reverberación, algo que no beneficia al contrapunto limpio de Bach. Por ello, en descargo de una grande como Argerich, debemos dejar claro que la confusión que percibimos en las voces de la Partita pudo deberse al entorno en el que se desarrolló el concierto. A pesar de ello, y de las incesantes toses que ya parecen ser patrimonio del Auditorio, nada impidió que disfrutáramos de una noche irrepetible y extraordinaria, con grandes figuras de la música ofreciéndonos lo mejor de sí mismas.

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