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Crítica: Radu Lupu en el Ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
9 de mayo de 2018

Ante todo, la verdad

   Por Álvaro Menéndez Granda | @amendendezgranda
Madrid. 08-V-2018. Auditorio Nacional de Música. Fundación Scherzo. Ciclo «Grandes Intérpretes». Obras de Franz Schubert. Radu Lupu, piano.

   Creo que entre músicos, críticos, melómanos y aficionados en general caben pocas dudas de que Radu Lupu ha sido y es uno de los grandes pianistas de nuestro tiempo. Suele decirse que quien tuvo, retuvo, y el caso del fantástico intérprete rumano es un ejemplo perfecto de lo que este dicho representa. Lupu no está ya en sus mejores momentos y esto es una evidencia que nadie puede negar sino cayendo en una obcecación más propia de un fanático que de un espectador inteligente y avisado. La edad pasa factura, y los setenta y dos años —de los cuales sesenta han sido de duro trabajo, escenarios y giras— pesan sobre su claramente debilitada espalda. Los dedos no son ya tan ágiles como lo fueron en otros tiempos y la memoria a veces traiciona. Pero no es menos cierto que su aparición del pasado martes 8 de mayo en la vigésimo tercera edición del ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo fue una nueva demostración de cómo va este asunto, de cómo se sale al escenario ante mil personas y se hace sonar un Schubert lleno de claroscuros, sereno y redondo.

   No es Lupu un pianista de artificios. Sobre su silla con respaldo no realiza más movimientos de los necesarios. De hecho, se diría que la espalda apenas interviene en su acción pianística salvo en los momentos en los que es absolutamente imprescindible y que, incluso entonces, lo hace de forma discreta. No veremos a Lupu en vertiginosas cascadas de octavas, no es el mero lucimiento su objetivo. En cambio el sonido es el protagonista, el triunfador de cada concierto. Capaz de un pianísimo al límite de lo audible, Lupu iluminó la sala con una selección de obras de Schubert de las que yo destacaría la monumental sonata D959. Su segundo movimiento fue, sin duda, el punto álgido de la velada. El rumano mantuvo al público en vilo, congelado en el paisaje estático y yermo de la desolación schubertiana, con un sonido sublime como pocas veces he escuchado antes. Hermosamente vertido el movimiento final, cada uno de los ritornelos del rondó tuvo su particular y emotiva personalidad.

   A Lupu se le perdonan los deslices porque son fallos del momento, porque no son las absurdas veleidades de las que otros hacen gala. No es uno de esos falsos genios que toman el texto como un objeto moldeable a su antojo, como una simple excusa para el despliegue de su propia creatividad —sea ésta fundamentada o no—. La genialidad auténtica concilia la verdad del texto con la individualidad del intérprete y de eso es de lo que estamos hablando aquí. A Lupu se le perdonan los pequeños errores del momento porque, pese a ellos, el público obtiene la verdad. Se le habría perdonado, incluso, que hubiera retirado las manos del teclado interrumpiendo la música y se hubiese levantado de la silla para llamar impresentables a los dos incívicos sujetos cuyos teléfonos móviles sonaron durante el concierto, destrozando irremediablemente momentos que —como decía un profesor de filosofía que tuve en la facultad hace unos años— no por repetibles dejan de ser únicos. Sobre la mala educación del respetable es trabajo estéril escribir una sola palabra más, pero lo cierto es que el delicado e íntimo sonido de Lupu puso en evidencia el comportamiento irrespetuoso de algunos, e hizo que cualquier ruido, por insignificante que fuera, cobrara un protagonismo usurpado e inmerecido. Los cálidos aplausos, las ovaciones y los gritos de «bravo» no compensan los incesantes y molestos carraspeos, los papeles de caramelo, los objetos caídos al suelo, o los teléfonos móviles. La verdad es que empieza a resultar hartante tanta falta de respeto. Y sin embargo, pese a todo, la música ganó el pulso una vez más. Aunque las capacidades técnicas se hayan visto limitadas por el paso del tiempo, el sonido de Lupu sigue siendo infinitamente delicado, un ideal al que cualquiera que se haya puesto ante un piano debería intentar aspirar. El músico salió del escenario visiblemente cansado pero con energía suficiente para, antes de irse, regalar el segundo Impromptu, D935, y completar de esta forma una tarde de Schubert en la que pese a los fallos, la edad, el cansancio y los teléfonos móviles se impuso, ante todo, la verdad.

Fotografía: Roberto Sierra.

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