La joven agrupación historicista francesa, con el brillante y heterodoxo laudista al frente, demostró que ha venido para quedarse brindando una esplendorosa inauguración del Universo Barroco del CNDM, dando vida a uno de los más admirables oratorios del compositor anglo-germánico
El futuro ya está aquí
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 04-X-2025, Auditorio Nacional de Madrid. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Theodora, HWV 68 de George Frideric Handel. Lea Desandre [mezzosoprano], Hugh Cutting [contratenor], Avery Amareau [mezzosoprano], Laurence Kilsby [tenor], Alex Rosen [bajo] • Jupiter | Thomas Dunford [archilaúd y dirección].
No puedo terminar esta carta sin mencionar a Theodora. He escuchado la obra tres veces y me atrevo a decir que es una composición tan completa, hermosa y trabajada como cualquiera de las que compuso Handel. Según tengo entendido, le llevó mucho tiempo componerla. A la ciudad no le gusta nada, pero… varios músicos excelentes opinan lo mismo que yo.
Carta del cuarto conde de Shaftesbury a James Harris [24 de marzo de 1750].
A Thomas Dunford lo de la música histórica le viene de cuna: hijo de dos intérpretes muy conocidos años ha, como fueron Jonathan Dunford y Sylvia Abramowicz, violagambistas que desarrollaron una extensa y fructífera carrera en Francia, al abrigo de muchos de los más legendarios conjuntos historicistas de las últimas décadas. Nacido en París, Dunford es, diría, uno de esos casos de niño prodigio musical de nuestro siglo, rara avis entre ellos, dado que la mayoría suelen dedicarse al piano o el violín, pero en muy pocas ocasiones a los instrumentos de cuerda pulsada del Renacimiento y Barroco, como en su caso. Con esos mimbres, era de esperar que desarrollase una pronta y fulgurante carrera en la música, como así ha sido, aunque a su manera, practicando una heterodoxia y libertad interpretativas no siempre entendidas por todos, pero que le han llevado a ser uno de los jóvenes músicos europeos más requeridos en la última década. Y así lo ha sido también al lado de su propio conjunto, Jupiter, que fundó con algunos colegas y amigos allá por el 2018, aunque ha sido en los últimos cuatro o cinco años cuando ha despegado de manera abrumadora entre las agrupaciones historicistas jóvenes del panorama internacional. Ya hicieron su debut en el Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] en la temporada 2021/2022, con un programa dedicado a las dos luminarias de la música inglesa en los siglos XVI y XVII, Dowland y Purcell –fruto, además, de su más reciente grabación en Erato, Songs of Passion, cuya escucha recomiendo vivamente–, y cuatro temporadas después regresan por todo lo alto para inaugurar el ciclo en la sala sinfónica, con una entrada considerable y ofreciendo uno de los más grandes oratorios firmados por George Frideric Handel (1685-1759), otro enormidad de la música inglesa, aunque naturalizado en la década de 1720, pues es alemán de nacimiento.
Comenta Christoph Heyl que «El oratorio Theodora no puede considerarse uno de los mayores éxitos públicos de Händel. Sólo se representó dos veces más tras el estreno, el 16 de marzo de 1750. Después, cayó en el olvido. Las fuentes no dicen mucho sobre la acogida que tuvo la obra en su momento y no hay nada explícito sobre lo que disgustó al público londinense. Sin duda, no fue por la música, ya que Händel se encontraba en la cima de su carrera. Sin embargo, una lectura detenida del libreto revela algunos elementos de la trama y algunos aspectos de los personajes que bien podrían haber irritado al público. Es importante situar el libreto en el contexto del clima intelectual inglés de mediados del siglo XVIII. Debemos conocer las ideas y actitudes del público contemporáneo para comprender por qué Theodora no gustó a las primeras audiencias. En el siglo XVIII, Londres se convirtió en el centro de un imperio mundial. La ciudad crecía rápidamente y de forma aparentemente continua; el número de habitantes se duplicó entre 1700 y 1800, pasando de medio millón a aproximadamente un millón. Londres superó entonces a París y se convirtió, con diferencia, en la ciudad más grande del mundo occidental. Para una ciudad así, solo parecía haber un paralelo histórico, el de la antigua Roma. No es de extrañar que la capital británica llegara a ser conocida como la Roma del mundo moderno. […] Por extraño que parezca, esta extraordinaria fijación por la Antigüedad pagana coexistía con la idea de que Inglaterra era un país cristiano, un país que había adoptado su propio tipo de protestantismo como religión oficial del Estado. Las dos orientaciones, por un lado, la Antigüedad pagana y por otro el cristianismo, eran mutuamente incompatibles en teoría. Sin embargo, en la práctica coexistían y prosperaban una junto a otra. El libreto de Theodora contiene un ataque frontal contra la aparente coexistencia armoniosa entre el antiguo mundo pagano y el mundo cristiano moderno. El conflicto entre la antigua Roma y la religión cristiana se pone aquí de manifiesto de forma espectacular. Entra un coro de paganos que nos ofrece una canción en la que se alaba la crueldad contra los cristianos. Del mismo modo, el gobernador romano declara abiertamente su placer por el poder y la venganza: ‘Los potros, las horcas, la espada y el fuego / expresarán mi ira vengativa’ (n.º 6). Estos instrumentos de tortura y persecución por el fuego y la espada se asociaban automáticamente en la Inglaterra del siglo XVIII con los enemigos políticos reales de la época, con países como Francia, que se consideraba el principal ejemplo de país oprimido por un régimen católico y absolutista. Cuando, en la década de 1750, William Hogarth, el artista inglés más importante de la época quiso retratar al enemigo en un grabado titulado La invasión, mostró a un fanático vestido con un hábito de monje, con una carga de instrumentos de tortura, listo para cruzar el Canal de la Mancha y derrocar a los ingleses libres».
Continúa: «Aquí tenemos una razón muy importante por la que el libreto de Theodora podía irritar al público contemporáneo. Los antiguos romanos, modelo cultural de Inglaterra, aparecen aquí simplemente como opresores bárbaros y crueles. El modelo se convierte inesperadamente en enemigo. Pero eso no es todo. Había inquietantes paralelismos entre la razón de Estado de la antigua Roma, que establecía un ritual religioso como prueba de lealtad cívica, y la razón de Estado británica moderna, que prescribía una prueba religiosa con el mismo propósito. El libreto de Theodora establece una conexión explícita entre el reconocimiento de los dioses paganos y el del emperador romano. Esta conexión entre la religión y la política, entre lo sagrado y lo secular, también era familiar para los monarcas ingleses que, desde la Reforma, habían sido tanto reyes como jefes de la Iglesia de Inglaterra. En 1672 se promulgó la Ley de Prueba, según la cual cualquier persona que aspirara a un cargo oficial debía, en un momento determinado y ante testigos, participar en el servicio de comunión de la Iglesia de Inglaterra. Esta ley se siguió aplicando rigurosamente hasta bien entrado el siglo XVIII. A través de la prueba de la comunión, no sólo los católicos, sino también los protestantes no conformistas conocidos como disidentes, es decir, los bautistas, los metodistas y los cuáqueros, eran identificados como ciudadanos poco fiables. Se les prohibía no solo ocupar cargos públicos, sino también estudiar en la universidad. […] El público londinense podía identificarse sin dificultad con los personajes del Antiguo Testamento. Debido a la lectura obligatoria de la Biblia protestante, personajes como Sansón, Saúl, Ester o Josué eran aceptables, como se puede ver en la elección por parte de la mitad del país de nombres bíblicos para el bautismo. Mártires y santos desconocidos como Teodora se encontraban en una posición más difícil. Su historia habría sido completamente desconocida para el público londinense que asistía a las primeras representaciones de este oratorio. La publicación de Love and Religion Demonstrated in the Martyrdom of Theodora and Didymus (1687, con una segunda edición en 1703) de Robert Boyle se remontaba a una generación anterior y, aún más remota para la gran mayoría del público, habría sido la obra de Corneille Théodore, vierge et martyre, de 1645».
Escena segunda del acto II de Theodora, de G.F. Handel [edición impresa de Samuel Arnold, 1778].
Por su parte, Ruth Smith comenta lo que sigue acerca de la obra: «Entre los diecisiete oratorios ingleses de Handel, Theodora (1749) es único. La historia no procede de la Biblia, está ambientada en la época cristiana, no hay ningún triunfo nacional y no concluye con alegría. Al final, el héroe y la heroína mueren, la comunidad con la que se identifica el público se encuentra en peligro mortal y el coro final es en tono menor. Como drama musical, es el antecesor directo de Dialogues des Carmélites. A los 65 años, Handel compuso una obra demasiado radical y compleja para la mayoría de su público. Fue admirada por sus amigos y mecenas musicales, pero, aunque el reparto inicial incluía a sus mejores cantantes, con el joven Guadagni como el héroe Didymus, Theodora fue un desastre de taquilla. Los terremotos en Londres contribuyeron a ello, ya que ahuyentaron de la ciudad a muchos mecenas adinerados y provocaron sermones apocalípticos que mantuvieron a otros alejados de los teatros. Según su libretista (30 años después), Handel dijo que los judíos no acudieron porque la historia era cristiana y las damas porque era virtuosa. Esto plantea la pregunta de por qué decidió poner música al libreto en primer lugar, ya que no puso música a todo lo que le ofrecían (por ejemplo, El paraíso perdido). La respuesta puede estar en su comentario, también relatado por el libretista, de que era el mejor libreto de oratorio que había encontrado jamás. Hoy en día, Theodora es apreciada como una ‘ópera de la mente’ emblemática, profundamente desafiante y poderosamente conmovedora. […] Handel siempre destaca en la representación de heroínas sometidas a coacción, pero la implacable crueldad del libreto de Theodora no permite esperar la sorprendente calidez que impregna la partitura. Handel abordó los retos del libreto de una manera extraordinaria. Theodora trata sobre el poder de la fe visionaria que aspira a una vida mejor. En esto se diferencia de los oratorios del Antiguo Testamento de Handel, cuyos personajes buscan resultados concretos más a menudo que estados espirituales, y de la mayoría de sus arias de ópera, en las que la música suele evocar emociones presentes en lugar de un estado deseado. La música de Theodora es tan abundantemente lírica porque evoca repetidamente, no el estado en el que se encuentran los personajes, sino el estado que esperan alcanzar. Theodora nos ofrece algunas de las piezas musicales más tiernas, intensas y trascendentes de Handel».
Y en palabras de Klaus Stübler: «Theodora es un oratorio dramático y una tragedia, a diferencia del célebre Messiah, por ejemplo. Sin embargo, predomina la música tranquila, apagada y profunda. Se trata de un oratorio que favorece las tonalidades menores, especialmente el sol menor de la obertura, Handel demuestra así ser un maestro de la penetración psicológica, para quien las luchas internas de sus personajes son más importantes que cualquier drama de los acontecimientos. Su enfoque también explica el tono íntimo, introspectivo y a veces extasiado de su heroína. El mundo romano ofrece un marcado contraste a través de las arias del déspota gobernador Valens y los coros en adoración a Júpiter y Venus cantados por el pueblo. En general, la orquestación es sencilla, con un uso específico de los colores instrumentales individuales: trompetas para el poder de Roma, trompas para el pueblo romano, flautas para la escena de la prisión. Al final, la partitura se ha reducido sólo a cuerdas y oboes. El oratorio termina con sensibilidad, con una nota reflexiva. Handel, por cierto, consideraba Theodora como su oratorio más importante. Tenía en especial estima el coro final de la segunda parte, ‘He seen the lovely youth’, que consideraba mucho mejor que el coro ‘Hallelujah’ de su Messiah».
Desde luego, el riesgo de esta inauguración era importante, tanto para el CNDM como para la propia agrupación y director: sin ser todavía muy conocidos en nuestro país, –aunque Dunford y Desandre ya portan cierto halo de estrellas en el mundo de la música barroca internacional–, el hecho de no comenzar con un conjunto de «relumbrón» podía suponer un riesgo de entrada, por más que el Universo Barroco está ya establecido como uno de los ciclos más exitosos del CNDM. Para Dunford, además, debutar en la dirección al frente de una agrupación orquestal y coral con una obra de esta envergadura, características y complejidad podía suponer todo un fiasco, y desde luego no éramos pocos –sí, me incluyo– a los que nos parecía bastante osado por su parte. Sin embargo, a tenor de lo presenciado en esta velada, hay que admitir que la apuesta les ha dado buen resultado. Dunford alternó la dirección al uso –sin batuta, por supuesto, pero sí en el podio– con otros momentos archilaúd en mano, y aunque calmar un tanto el estrés del paso de uno a otro hubiera sido deseable, afrontó con seriedad su labor, bien armada a nivel orquestal, con un elenco muy joven, pero brillante en muchos momentos, y con muy buenos planteamientos musicales en general, trazando una versión en absoluto superficial y en la que hubo momentos que quedarán en la memoria de muchos, a buen seguro. Quizá el mayor logro de Dunford y los suyos fue presentar una versión con notable personalidad, sin excesivos, pero sí algunas licencias, resultando un aporte significativo a las ya excelentes versiones que existen grabadas desde hace más de dos décadas por algunos de los más grandes conjuntos del panorama. Iremos desgranando los detalles de la versión a continuación, pero hay que apuntar primeramente que el hecho de que los solistas y el coro cantasen toda la obra sin partitura en mano supuso una aportación muy substanciosa a la libertad y la plasmación de una mayor profundidad dramática en una obra que, si bien no requiere de escenificación, gana muchos enteros con una verosimilitud e interacción mayor entre los personajes –el coro, al fin y al cabo, es uno más en este tipo de oratorios «handelianos»–, alejada de la siempre anquilosada lectura con atriles de por medio.
El rol principal, que da título a la obra, fue encarnado por la mezzosoprano franco-italiana Lea Desandre, una de las más rutilantes estrellas del canto barroco actual. Su personaje tiene algunas de las más hermosas arias de toda la obra, un papel relevante que sustentó merced a su carisma, su seguridad escénica, una convincente expresividad y presencia canora que, sin bien no arrebata desde lo tímbrico, presenta muy buenas prestaciones técnicas. Así lo demostró desde su aria inicial [«Fond, flatt’ring world, adieu!»], acompañada aquí por una excelente sección de cuerda –la cual sostuvo buena parte de la velada con exquisita mano–. La intensidad expresiva en el recitativo accompagnato «O worse than death indeed!» y el aria subsiguiente «Angels, ever bright and fair» fue palpable, contrastando caracteres desde lo más arrebatado hasta lo sutil, moviéndose especialmente cómoda en estos momentos de calma. Únicamente hubo que lamentar leve falta de color en el agudo, algo que fue enmascarado por su magistral manejo del texto. «With darkness deep» es, a todas luces, una de las más hermosas arias del oratorio, y así la exhibió Desandre, todo un dechado de profundidad y pureza sonora, manejando, junto al acompañamiento orquestal, las dinámicas con pulcra mano. «O that I on wings could rise» sirvió para mostrar otro registro, más enérgico y vívido, en el que la joven mezzosoprano se mueve igualmente con solvencia y sin salirse de su rol en ningún momento, especialmente en el tratamiento de las agilidades, bien resueltas, con un agudo redondo y con cierto brillo, aunque levemente descontrolado en las frecuencias más agudas. En «The pilgrim’s home» demostró estar cómoda igualmente en una línea de cierto estatismo melódico, bien regulada en dinámica y expresividad, a lo que ayudó una finura orquestal muy notable. El saber estar escénico y el evidente feedback con la orquesta y Dunford se hizo notar en «When sunk in anguish», la última de sus arias a solo, mostrando incluso un mayor interés sonoro en los registros medios-graves de su voz, que no siempre frecuenta. Suya fue, por lo demás, la participación en los tres dúos de la obra: «O thee, thou glorious son of worth» y «Streams of pleasure ever flowing», junto a Didymus, en los que encontró importante acomodo junto a su compañero de escenario, muy bien imbricadas ambas voces, con una afinación exquisita, un muy pulido balance sonoro y un gran ejercicio de escucha mutuo. Sin duda, en el primero de ellos ofrecieron uno de los grandes momentos de la velada. Igualmente mimado y de delicioso resultado fue el dúo «Whither, princess, do you fly», con Irene, dos voces con aportes tímbricos bien distintos, pero que fueron engarzadas con impecable mano, en un trabajo de orfebrería musical de muchos quilates.
El coprotagonista, Didymus –oficial romano convertido al cristianismo–, recayó en la voz del contratenor británico Hugh Cutting, que a pesar de su juventud ha recibido ya numerosos galardones y construido una sólida carrera en la que transita otros repertorios, además del consabido Barroco. Ya desde su aria de inicio [«The raptur’d soul»] hizo gala de algunas de sus características vocales más destacadas: amable y cálida emisión; timbre agradable, aunque no especialmente personal; agudo sólido, levemente falto de peso en momentos puntuales; registro de pecho sobrio y resonante, con bastante color, pero sin excesiva homogeneidad con el de cabeza; elegancia y prestancia escénicas; coloratura bien gestionada; trabajo textual bien gestionado en lo dramático y en la dicción. Trabajó con excelencia el contraste sonoro y melódico entre las secciones A, con su respectivo da capo, y B de sus arias. En «Kind Heav’n» se notó la libertad impuesta por Dunford, especialmente en el trabajo rítmico del acompañamiento orquestal, casi jazzístico, destacando los rasgueos en los archilaúdes y una sección de cuerda exquisitamente desenvuelta, con gran expresividad y profundidad de sonido; se echó en falta algo más de presencia vocal del solista. Cutting se movió muy cómodo en el tipo de arias de escritura más amable y calmada, como «Deeds of kindness» o «Sweet rose and lily», con esa sutil languidez tan elegante y refinada, de calidez tímbrica, pulcra emisión y afinación muy ajustada, acompañado además por una orquesta bastante dúctil y efectiva en los contraste dinámicos y sonoros. Su aria final [«Streams of pleasure ever flowing»], que antecede el último dúo con Theodora, es otro ejemplo de ese tipo de arias marca de la casa en Handel, de una finura y capacidad melódica que muy pocos han logrado igualar en la historia de la música vocal.
Por su parte, la mezzosoprano estadounidense Avery Amereau se puso en la piel de Irene, confidente cristiana de Theodora. Otra joven cantante, comenzando como quien dice su carrera, pero ya con algunos logros muy destacados, cuyo mayor interés vocal radica en su timbre de suntuosas y obscuras coloraciones –a veces con un exceso de peso–, un registro grave bien aposentado y una prestancia escénica notable, con un canto solemne que le va muy bien a su rol. Comenzó con el aria «Bane of virtue», en la que mostró la solvencia de su registro medio-grave, un buen manejo del texto y cuidadas articulaciones en las agilidades, y un agudo, si bien sin excesivo brillo, bien asentado. «As with rosy steps the morn» es una de sus arias más hermosas y afamadas, de esas que todas las mezzos dedicadas al canto histórico quieren cantar, y la afrontó con la serenidad y el cuidado en el fraseo que merece, aunque con excesivo peso vocal en aquellos pasajes que requieren de mayor contención; además, las ornamentaciones en el da capo fueron sutiles e inteligentemente introducidas dentro del discurso melódico, sostenido por unos violonchelos y contrabajos barrocos que son el verdadero motor rítmico del aria. «Defend her, Heav’n!» es un aria cuyo cómodo registro le sienta muy bien, pero sin perder las cualidades en el color que aportan ese cariz especial a su voz; interesante el desarrollo aquí de las notas tenidas. A pesar de los leves desajustes orquestales en el inicio del aria «Lord, to thee», la sutileza vocal de Amereau y esa cuidada mixtura en el brillo y la obscuridad de su canto hicieron el resto, así como una excelente participación de los violonchelos barrocos. Concluyó su participación con «New scenes of joy», logrando destacar la hondura y la psicología del personaje.
El jovencísimo tenor británico Laurence Kilsby encarnó a Septimius, oficial romano y amigo de Didymus. Posee un timbre con brillo en el registro de cabeza, con una zona media amable, sin excesivo cuerpo, y un grave apenas inexistente, el tipo de color de los tenores británicos desde hace décadas lleva logrando encandilar a muchas audiencias. Aunque por su juventud le falta todavía aposentar algunas características de su canto, y quizá algo más de verosimilitud dramática, ofreció un Septimius sólido, con proyección suficiente para una sala de estas dimensiones y ese agudo luminoso que es quizá lo más atrayente de su voz. Su personaje tiene algunas de las arias más bellas del oratorio, y así lo hizo demostró ya desde el inicio [«Descend, kind pity»], acompañando con mucha dulzura por la sección de cuerda, el dúo de traversos barrocos y el órgano positivo, realizando además una cuidada labor en la dicción, y sólo cabría desear un manejo algo más libre del fraseo por su parte. «Dread the fruits» es un aria, por contraste con la anterioridad, de poderosa bravura, que defendió con nobleza en la emisión y correcta desenvoltura en la coloratura, con notable intenciones dramáticas, defendiendo el rol con convicción, ayudado por un enérgico acompañamiento orquestal, y solamente en algunos picos de las frecuencias más agudas le costó controlar un tanto la emisión. El aria «Tho’ the honours» destacó por la textura cálida y aterciopelada de las secciones de violas barrocas [Jasper Snow, Kim Mai Nguyen e Iván Sáez Schwartz] y violonchelos barrocos [Cyril Poulet, Arthur Cambreling y Magda Probe], a las que Kilsby supo sumarse con inteligencia. En su aria conclusiva [«From virtue springs»] se echó en falta algo de finura en el agudo y un punto más de mimo en el fraseo de las agilidades, pero no afectó en exceso al resultado general bastante satisfactoria de su participación.
Por último, el bajo estadounidense Alex Rosen –aunque joven, quizá el más veterano en los escenarios de todo el lenco–, firmó un Valens –gobernador de Antioquía– convincente y vocalmente sólido, a pesar de tratarse de un rol claramente secundario. Timbre de cobrizas coloraciones, poderoso en emisión, con un registro medio y grave contundente, incluso carnoso en las zonas más profundas del grave, con articulaciones muy bien definidas, agilidades firmes y un trabajo sobre el texto loable, firmó una excelsa aria de salida [«Go, my faithful soldier»]. Excelente dicción en su aria «Racks, gibbets, sword and fire», estuvo enérgico y convincente tanto en lo vocal como en lo dramático, defendiendo bien su línea en todo momento, incluso en los pasajes más virtuosísticos –apoyado en una orquesta igualmente habilidosa en estas lides–. Muy bien desenvuelto en las agilidades de «Wide spread his name», se contagió del impulso rítmico elaborado por la cuerda y el bajo continuo, en un aria con un rango vocal bastante extenso, que defendió con mucha suficiencia. Incluso las profundidades del grave, de sonoridad algo cavernosa, llegaron con una articulación muy clara. El carácter más marcial de algunas arias, como «Cease, ye slaves», le sentó especialmente bien a su voz, y así lo hizo palpable también en su aria final [«Ye ministers of justice»].
Es de justicia hacer una mención especial para la labor de la agrupación vocal, conformada tan solo por catorce voces [4/3/3/4], muy bien equilibrada entre sus líneas –sólo las contraltos estuvieron menos presentes de lo deseado en algunos números–, y aunque no tiene la relevancia apabullante de otros oratorios, podría decirse que se trata de un personaje más. Así lo hizo valer Dunford, parece que consciente de su importancia, prestándoles la atención merecida en los detalles y dirigiendo las voces con mimo en varios momentos –no es habitual en muchos directores, que dan por sentado el buen hacer del coro y les dejan bastante desatendidos frente a una atención más clara a la orquesta–. Bonito color general, con sopranos y tenores de puro y brillante agudo, afinación general exquisita, cuidado empaste –las líneas con tres cantantes por parte no son siempre fáciles de defender–. El trabajo de entradas y finales de frase resultó excelente, clarificando los pasajes más contrapuntísticos con pincel fino, incluso hubo pasajes destinados a trabajar las dinámicas al detalle, con exquisito resultado, muy atentos a esa entidad dramática a la que Handel dota siempre al aparato coral. Destacó, asimismo, la labor sobre el texto, tanto en la cuidada y clara dicción como en el mimo a la hora de articular palabras y frases con un sentido supratextutal. Un trabajo excelso, que dejó algunos momentos verdaderamente memorables a la largo de la velada, quizá con el punto álgido en el último coro [«Go, gen’rous, pious youth»] de la primera parte del oratorio.
Por supuesto, no hay un Handel convincente sin una agrupación orquestal muy sólida y bien trabajada. A fe que en esta ocasión –pese a la exigencia del reto y la inexperiencia de Dunford en lides de este calado– la hubo. Quizá lo más interesante, más allá de lo esperado para un conjunto así, es la personalidad de sonido lograda, esto sí algo bastante inesperado, por más que la libertad interpretativa es quizá una de las banderas que Dunford gusta de enarbolar. Ya desde la ouverture tripartita se pudieron comprobar algunos de los mimbres instrumentales que se desarrollarían a lo largo del oratorio: sonido compacto y empastado, con una afinación en general muy ajustada, cuidado en el unísono de oboes y violines barrocos, articulaciones bien clarificadas, contrastes dinámicos y carácter bastante adaptado a los planteamientos dramáticos de la escritura. Una sección de cuerda no especialmente nutrida [3/3/3/3/3], pero muy bien trabajada y comandada con mano firme por la concertino Louise Ayrton –sin duda ayudó mucho a Dunford en el liderazgo de la orquesta–, fue la encargada de sustentar, junto al continuo, la mayor parte del peso de la obra. De entre del excelente trabajo de las diversas secciones, es necesario destacar la labor de algunas de ellas, comenzando por el dúo de traversos barrocos a cargo de Anne Parisot y Georgia Browne, quienes llevaron buena parte del protagonismo instrumental en muchas de las arias, logrando un sonido cuidado, acogedor, con articulaciones y afinación exquisitas, sabiendo, por lo demás, imbricarse muy bien con los solistas vocales y sobresalir en su medida justa entre el sonido orquestal. A pesar de su discreta presencia, el trabajo de las trompas naturales –con el pabellón hacia arriba, como debe ser– de Jean-Daniel Souchon y Jean Bollinger resultó convincente, seguro y bien afinado. Sin tener un papel excesivamente destacado, los oboes barrocos de Neven Lesage y Jon Olaberria realizaron una labor encomiable en el aporte de color a la orquesta, balanceando, empastando y afinación muy bien en los numerosos pasajes a unísono con la cuerda. Cuidada, por su parte, la labor sonora en el continuo de los fagotes barrocos [Evolène Kiener y Niels Collins Coppalle], que también tuvieron espacio para brillar en el dúo «To thee, thou glorious son of worth». Brillante elección tímbrica entre clave/órgano positivo para cada momento en las manos de Violaine Cochard, una de las clavecinistas francesas más destacadas de los últimos años. Y continuando con la magnífica sección del bajo continuo, hay que alabar nuevamente la labor de los violonchelos barrocos mencionados más arriba, sobre todo con Cyril Poulet como líder en los recitativos, pero también los contrabajos barrocos liderados por Chloé Lucas, junto a Youen Cadiou y el español Ismael Campanero. Por supuesto, no es posible olvidarse del trabajo brindado en los archilaúdes por Yuli Bayeul y el propio Dunford, siempre inteligentes y ornamentando el discurso melódico, con especial ahínco y resultado en esos finales cadenciales tan característicos de Handel, que fueron aquí adornados con mucha personalidad.
Sin ser Dunford un director de orquesta formado para dichas funciones, falto todavía de una técnica firme, un gesto más académico y claro, su percepción de la música, la claridad con que la entiende y su evidente capacidad para mostrarla al público, pero también a sus compañeros sobre el escenario –visto el resultado obtenido–, parecen, por otro lado, evidentes. Extrajo un trabajo de concertación muy notable –a pesar de que su colocación tampoco favorecía un contacto directo con los cantantes, y su intento por darles algunas entradas resultó infructuoso–, el cual incluso no se ha visto tan bien trabajado en directores con mucha más experimentados ni, por supuesto, en otros que como él pasan del instrumento al podio. Desconozco cuanto tiempo de ensayos y preparación ha requerido este proyecto, pero sólo hay dos caminos: o bien ha sido desmesurado, o bien se ha hecho con mucha inteligencia y grandes dosis de talento. Sea cual sea, el resultado ha sido evidente, y así lo hizo saber el público, que ovacionó largamente a solistas, agrupación y director, en una inauguración del Universo Barroco que pocos optimistas pudieron creer tan favorable. Veremos si es el augurio de una excelente temporada… y lo contaremos.
Fotografías: Rafa martín/CNDM.
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