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Crítica: Tiento Nuovo interpreta música instrumental centroeuropea del siglo XVII en el FIAS 2020 de Cultura Comunidad de Madrid

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Autor: Mario Guada
3 de noviembre de 2020

El conjunto instrumental, fundado por el extraordinario clavecinista madrileño Ignacio Prego, ofreció un recorrido por una de las producciones musicales de mayor hondura y belleza en la Europa del XVII, firmando una actuación de excepcional nivel y en el que fue sin duda uno de los mejores conciertos en lo que va de este aciago 2020.

Absolutamente «fantasticus»

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 27-X-2020. Basílica Pontifica de San Miguel. FIAS 2020 [XXX Festival Internacional de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid | Edición otoño]. Fantasticus. Obras de Johann Rosenmüller, Gottfried Finger, Giovanni Antonio Pandolfi Mealli, Johann Heinrich Schmelzer, Antonio Bertali y Heinrich Ignaz Franz von Biber. Tiento Nuovo: Vadym Makarenko y Daniel Pinteño [violines barroco], Daniel Lorenzo [viola barroca], María Martínez [violonchelo barroco], Ismael Campanero [violone], Pablo Zapico [tiorba y guitarra barroca] e Ignacio Prego [clave, órgano positivo y dirección artística].

El estilo fantástico se adapta especialmente a los instrumentos. Es el método más libre y desenfrenado de composición, no está ligado a nada, ni a ninguna palabra ni a un tema melódico; fue instituido para mostrar el genio y enseñar la concepción oculta de la armonía y la ingeniosa composición de las frases armónicas y fugas.

Athanasius Kircher: Musurgia universalis sive ars magna consoni et dissoni in libros digesta [1650].

   Hubo varios períodos en los que Europa estaba se encontró sumida en un ambiente absolutamente caótico. Uno de los más destacados fue, sin género de duda, el siglo XVII, un momento en el que la población de la mayor parte de Europa tenía muy pocos alicientes para desarrollar una vida medianamente digna. A los enormes conflictos bélicos –con la Guerra de los Treinta Años a la cabeza, pero con prácticamente todas las regiones involucradas de una forma u otra en algún conflicto–, la enorme inestabilidad política y religiosa, una pandemia de peste bubónica que, por desgracia, parece recordar a tiempos muy recientes, hay que sumar los importantes problemas económicos surgidos como resultado de todo ello. Sin embargo, el siglo XVII es también un período absolutamente extraordinario en el desarrollo de las artes y las ciencias, un período en el que el Humanismo se alzó sobre las adversidades para extraer lo mejor de los creadores y pensadores, que legaron a la Humanidad algunos de los logros más impresionantes de la Edad Moderna. En materia musical, este fue un período igualmente fastuoso, monumental, dando a luz algunas de las creaciones más maravillosas de cuantas jalonan la historia de la música occidental.

   Una de esas genialidades surgidas de la mente humana fue el llamado stylus fantasticus o phantasticus, surgido primeramente en el ámbito organístico de finales del siglo XVI y principios del XVII, con las fantasías de Claudio Merulo y Girolamo Frescobaldi como posible origen. Los constantes movimientos en la Europa continental, el animado flujos de músicos italianos hacia el centro y norte de Europa, así como de músicos alemanes hacia el sur, con Italia como epicentro [Hans Leo Hassler y Heinrich Schütz son dos buenos ejemplos] ayudaron a extender este estilo por gran parte de la Europa de la primera mitad del XVII. Hoy se considera a Johann Jakob Frobeger, alumno de Frescobaldi, el «culpable» de exportar este extravagante nuevo estilo compositivo al otro lado de los Alpes, cuya expansión desde aquel momento fue superlativa. Este stylus fantasticus, ya aparece mencionado en tratados de la época [véase la cita de Kircher arriba] como una «manera» de componer especialmente apropiada para la música instrumental y caracterizada por un estilo libre, casi como una improvisación, que se anclaba en el estilo compositivo de los italianos en tocatas y fantasías, y que de una manera magnífica fue llevada a sus últimas consecuencias por los compositores alemanes y centroeuropeos del XVII. Un programa de enorme belleza y que, desarrollado en un ambiente inmensamente convulso, parece que ni pintado para la situación actual que el mundo está viviendo, como destacó Ignacio Prego en una de sus intervenciones habladas, aprovechando convenientemente para alabar el empeño y esfuerzo de Pepe Mompeán y su equipo de la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid por sacar adelante la gran parte de la programación del FIAS 2020 [XXXX Festival Internacional de Arte Sacro] que había quedado a medio hacer por el estado de alarma decretado en marzo.

   Su desarrollo posterior, en el ámbito de la música para conjunto instrumental tuvo dos focos muy claros y, en cierta forma, polarizados: el stylus fantasticus más luminoso, vívido y desenfadado desarrollado por los italianos frente al stylus fantasticus de mayor hondura expresiva, más introvertido y que busca más la expresión en el tratamiento de ciertos recursos compositivos que en el mero virtuosismo. Son dos visiones absolutamente maravillosas y, afortunadamente, en lo más mínimo excluyentes, pero si tuviera que elegir una de ellas me quedaría sin duda con la entraña y el patetismo que los centroeuropeos le aportaron a sus composiciones.

   Un magnífico ejemplo de ellos son las dos obras de Johann Rosenmüller (1619-1684) interpretadas en este concierto: la Sonata ottava à 4 y la Sonata sesta à 3, ambas extraídas de su colección Sonatæ à 2,3,4 è 5 stromenti da arco et altri [Nuremberg, 1682], una de las más conocidas del autor, grabadas en más de una ocasión, pero que sin embargo en España apenas se interpreta sobre los escenarios. Son muy pocos los conjuntos españoles que centran su atención sobre este repertorio, a pesar de las maravillas que depara. Ronsemüller, que es bastante conocido por su –extraordinaria también– música vocal sacra, tocó el sacabuche y el órgano, ostentando, además, cargos de importancia como el de compositor en el Ospedale della Pietà de Venezia, entre 1678 y 1682. En su música instrumental, como destaca Kerala J. Snyder, se abarca toda su carrera creativa, desde 1645 hasta 1682, y a través de ellas se puede trazar una clara línea de desarrollo estilístico.

   En sus dos últimas colecciones, incluyendo la representada aquí, se aprecia la influencia italiana de Giovanni Legrenzi y Francesco Cavalli, aunque le aporte un toque muy personal, lo que colorea una música de una belleza y expresividad inmensas. Impecable versión la ofrecida aquí, con el contrapunto inicial a 3, en los violines barroco de Vadym Makarenko y Daniel Pinteño, junto a la viola barroca de Daniel Lorenzo –qué maravilla cuando se aprecia el color y la línea de forma tan precisa en una viola en la música de este período–, con un sonido exquisitamente refinado en los tres; la brillante fuga a 4 subsiguiente llegó interpretada de forma clarificadora, con cada línea alzándose de forma límpida en el imbricado contrapunto, buscando y encontrando un sutil diálogo entre las líneas altas, acompañadas por un bajo continuo extremadamente compacto. Es música de contrastes, con secciones claramente diferenciadas en tempo y carácter, las cuales fueron remarcadas con la exactitud que requieren para encontrar un impacto mayor. La segunda fuga, esta vez sobre un apabullante sujeto cromático, comenzó de forma exquisita en la viola, con el órgano doblándola de manera magistral, con un fraseo muy homogéneo en todo el conjunto. Magníficas las ornamentaciones introducidas, especialmente por el violín I de Makarenko, muy naturales y ajustadas excepcionalmente al discurso. La segunda de las sonatas, para dos violines y viola [o fagotto, como se indica en la edición de 1682], presenta una escritura algo más luminosa, con la balanza inclinándose hacia el lado del mundo «celestial» de los violines –la Sonata ottava equilibra muy bien ambas regiones con un mayor peso en los graves «terrenales» gracias a la inclusión de la violetta [viola] y la viola da gamba, además del continuo–, lo que adquirió de nuevo una plasmación fastuosa en manos de Makarenko y Pinteño, que se complementaron, en sonido y carácter, de manera muy interesante. Excelente afinación de ambos y unas articulaciones muy homogéneas, dejando aquí la parte de la viola independiente para un violonchelo barroco de prístina sonoridad y magnífica profundidad en el registro medio-grave, a cargo de María Martínez. El continuo, aligerado aquí en su densidad con la supresión del violone, logró una efectivad muy efectiva para el carácter de esta composición. Teniendo en cuenta que contó con dos de los continuistas de mayor peso en el panorama español, Pablo Zapico a la tiorba e Ignacio Prego al clave, no sorprende el éxito aquí conseguido.

   Tras la primera sonata de Rosenmüller se interpretó una obra del poco conocido compositor moravo Gottfried Finger (c. 1660-1730), que sin embargo tiene una ingente cantidad de obras para solo y conjunto instrumental, pero también en el ámbito de la música incidental. Su Ground –término utilizado por los ingleses para referirse a un conjunto de variaciones sobre un basso ostinato–, originalmente compuesta para flauta y que he llegado hasta nosotros gracias a la inclusión, por parte de John Walsh, en la colección The First Part of the Division Flute [London, 1706]. En un arreglo para violín, que funcionó de manera muy idiomática, fue extraordinariamente plasmado por un Makarenko en estado de gracia durante todo el concierto: delicadeza, elegancia, pulcritud y excelencia en sonido, afinación y articulaciones, añadiendo además unas brillantes ornamentaciones de una solvencia apabullante. Cabe seguir muy de cerca a este violinista si continúa por esta senda de excelencia. Por su parte, el continuo se encargó de aportar todo el colorido posible, desarrollando imaginativamente el ostinato, añadiendo recursos como el pizzicato o el rasgueo en la guitarra barroca, manteniendo siempre audible las notas tenidas del ostinato, pero elaborando sobre ellas una construcción muy evocadora en el aspecto sonoro.

   Giovanni Antonio Pandolfi Mealli (fl. 1660-c.1687), compositor italiano muy ligado a Austria, donde se desenvolvió como instrumentista de cámara del archiduque Ferdinand Karl de Habsburgo. Es muy poco lo que se sabe de su vida, aunque gracias al estudio In Search of the Real Pandolfi: A Musical Journey between Innsbruck and Messina [2011], de David McCormick, se están conociendo algunos datos, como que se trasladó a Madrid, donde estuvo vinculado con la Real Capilla y donde murió. Tampoco es mucho lo que se conoce de su música, salvo tres colecciones de música instrumental, en las cuales es evidente su querencia a ese stylus fantasticus. De su Op. III, [6] Sonate a violino solo, per chiesa e camera, se interpretó la n.º 4, intitulada «La Castella», interpretada en esta ocasión Daniel Pinteño, otro de los violinistas barrocos españoles más activos y cuya calidad se encuentra actualmente en un punto muy notable. De sonido un tanto menos brillante que el sonido de su compañero, se trata de una composición de una importante exigencia, con pasajes complicados y de un virtuosismo que solo se puede solventar desde el talento y el estudio. Makarenko y Pinteño hicieron muy bien una cosa, y fue el no plantearse sus intervenciones como un concurso, en competencia, sino sumar el talento de cada uno, por separado y especialmente juntos, para lograr el mejor resultado posible. Desde luego, el planteamiento les salió muy bien. La afinación de Pinteño pudo ajustarse un punto más en ciertos momentos y, si bien es cierto que lució con destellos en varios momentos de la pieza, se echó en falta un punto de excelencia en los pasajes técnicamente más complejos en la parte final de la composición. El continuo fue planteado una vez más desde la variedad y el color, alternando pasajes con tiorba y clave, añadiendo después la cuerda grave y quitando el clave. Una propuesta sin duda efectiva, que ayudó mucho a aligerar la textura. Incluso con ello y en ciertos momentos, debido a la escritura en el rango grave de los instrumentos, la colocación de los mismos –muy juntos en la parte derecha del escenario– y por las condiciones acústicas de la Basílica de San Miguel, el sonido llegó con cierta pastosidad.

   Otro de esos grandes compositores para la música instrumental en la Austria del XVII fue el violinista Johann Heinrich Schmelzer (c. 1620/23-1680), vice-Kapellmeister, primero, y finalmente Kapellmeister en la corte imperial de Leopold I. Además de algunas obras importantes para la escena, Schmelzer publicó varias colecciones de música instrumental, algunas de una importancia trascendental –su Sonatæ unarum fidium, de 1664, fue la primera colección impresa en los países de habla alemana para violín a solo con continuo–, como Sacro-profanus concentus musicus fidium aliorumque instrumentorum [Nuremberg, 1662], en la que presenta sonatas que van desde a dos violines y continuo hasta otras a ocho partes, estas con una escritura policoral de gran brillantez. La influencia italiana es palpable también en él, pero en el desarrollo de su escritura a cinco partes –como en la Sonata VII à cinque aquí interpretada–, en la que prevalecen las líneas graves y una canónica factura contrapuntística, se puede ver la influencia de la escritura vocal del Renacimiento tardío o de la música para consort de violas. Una mezcla que hace de su música algo muy interesante y a veces única. La imitación es claramente palpable en esta sonata, y fue ejecutada con la filigrana que ello requiere, destilando las esencias de cada una de las líneas, con papeles independientes para el violonchelo y el violoneIsmael Campanero, que se ha convertido quizá en el violonista de referencia de la actualidad, por su excelente hacer, utilizó aquí un violone de 8’–, adaptando el original para dos violines, tres violas y continuo a la formación aquí presente. Sin duda, uno de los momentos más impresionantes de la noche. El contraste entre los bloques sonoros agudo/grave y un continuo de gran profundidad, con tiorba y órgano positivo, lograron dar vida a una música muy especial con una sonoridad pocas veces escuchada en un conjunto español dedicado al Barroco.

   Uno de los compositores centroeuropeos, aunque de nacimiento italiano, más brillantes fue sin duda Antonio Bertali (1605-1669), apodado «valoroso nel violino» y que ostentó el cargo de Kapellmeister en la corte imperial vienesa. A pesar de que su producción musical es más bien escasa, es uno de los compositores más valorados especialmente por una maravillosa Ciaccona para violín y bajo continuo, interpretada aquí por un Makarenko monumental, que además ofreció una visión muy particular de la obra, con modulaciones muy marcadas, cambios de tempi bastante bruscos, llevando todos los recursos expresivos y técnicos propuestos por Bertali casi a sus últimas consecuencias. Lo que no suele salir bien, en este caso funcionó a las mil maravillas, porque el violinista ofreció una lectura de enorme fluidez, refinado sonido, con apabullante solvencia y afinación en los pasajes exigentes del registro agudo. El ostinato fue coloreado por los continuistas de diversas formas, acudiendo de nuevo a la variedad: guitarra barroca iniciando como un preludio antes de dar paso al órgano, ornamentando sobre las siete notas que construyen el ostinato que sustenta la pieza. La caja del violone como percusión, rasgueo en la guitarra... Incluso estas licencias –sin duda debatibles– lograron redondear una actuación absolutamente sobresaliente.

   Cerró el programa una de las sonatas de la exquisita Mensa sonora, seu Musica instrumentalis [Salzburg, 1680], del genial Heinrich Ignaz Franz von Biber (1644-1704), compositor austríaco de origen bohemio y uno de los máximos exponentes del violín en todo el Barroco europeo, del que el historiador y cronista musical Charles Burney llegó a decir: «De todos los violinistas del siglo pasado, Biber parece haber sido el mejor, y sus solos son los más difíciles y más extravagantes de todas las músicas que he visto del mismo período». En ellas lleva a las últimas consecuencias la tradición de compilar y editar música de danza para conjunto instrumental. Estructurada en seis Pars [suites], cada una de ellas con una serie de danzas, la concibe para violín, dos violas y un bajo continuo con violone [más probablemente un violín bajo] y cembalo. Como destaca Peter Holman, «esta era la plantilla estándar para la música de baile usada en Europa central en esa época. Muchas de las suites de Biber y sus contemporáneos tienen precisamente esa disposición, y la escritura a cuatro voces con un solo violín y dos violas había sido estándar en el imperio austríaco desde el siglo XVI. Sin embargo, la disposición moderna con dos violines y una viola estaba comenzando a reemplazarla a fines del siglo XVII». Por ello se ha utilizado esta plantilla aquí, con los dos violines, viola y el bajo continuo, con las partes de violone y clave, añadiendo al continuo el violonchelo y la tiorba. Los cinco movimientos de la obra se iniciaron con una Gagliarda de sonido muy firme y compacto, definiendo muy bien la construcción melódica en la que los tres instrumentos altos van aportando notas sueltas para crear una melodía conjunta. Interesante el uso del vibrato, muy selectivo en los dos violines, aportando expresividad, y sin duda muy distinto entre sí. En general se aportó una versión bastante adusta de la obra, un carácter que encajó muy bien en el estilo a veces muy «al descubierto» de Biber. Gran trabajo en el aspecto textural, aligerando y engrosando el continuo según requiere la escritura, además de un sutil trabajo en las ornamentaciones, en absoluto forzadas. La Ciaccona, la parte central y más hermosa de esta Pars III, se planteó en una visión virtuosística en su justa medida, contrastándola sin brusquedad las secciones previas y subsiguiente. Un empaque sonoro de excepcional factura cerró la pieza y el concierto sobre una Sonatina que refrendó la calidad interpretativa general durante todo el concierto.

   Ante los muy merecidos aplausos el conjunto ofreció una breve Sarabande extraída de una de las colecciones de música instrumental más trascendentes de Centroeuropa en el siglo XVII: el Armonico tributo [Salzburg, 1682], del compositor alemán de ascendencia francesa Georg Muffat (1653-1704), una suerte de cinco sonatas para conjunto de cuerda y continuo a la manera de un concerto grosso, en la que mezcla el estilo alemán y francés de forma maravillosamente imaginativa. Esta breve danza, procedente de la Sonata II, supuso un hermoso broche, logrando incluso un aceptable regusto francés en su versión. Cabe felicitar, y mucho, a Tiento Nuovo a su líder, Ignacio Prego, por la valentía al enfrentarse a un repertorio siempre complejo y tan poco habitual sobre los escenarios españoles. Diría que sonaron como nunca, con una adherencia muy especial a este repertorio, por el cual sería deseable que siguieran transitando en el futuro. Les traerá muchas alegrías, y a los oyentes también. Una velada realmente especial, con un ambiente de esos de las grandes ocasiones, cuando se crea una sinergia muy poderosa entre los intérpretes, pero también entre ellos y el repertorio interpretado. Una comunión casi trascendental que el público supo captar, pues no era para menos. Sin duda, uno de los mejores conciertos que he podido escuchar en los últimos meses, tanto antes del confinamiento como en esta nueva y extraña normalidad que nos ha tocado vivir…

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