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Crítica: Veronika Eberle, Steven Isserlis e Iván Fischer ofrecen un monográfico Brahms en la Wiener Konzerthaus

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
16 de mayo de 2024

Crítica del concierto a cargo de la violinista Veonika Eberle y el violonchelista Steven Isserlis junto a la Budapest Festival Orchestra, con dirección de Iván Fischer, en un programa todo Brahms en la Konzerthaus vienesa

Veronika Eberle, Steven Isserlis, Iván Fischer, Budapest Festival Orchestra, Wiener Konzerthaus

Luces y sombras

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 13-V-2024, Konzerthaus. Danzas húngaras n.º 14 y 21, Concierto doble para violín y violonchelo en la menor, Op. 102 y Sinfonía nº 4 en mi menor, Op. 98, de Johannes Brahms. Budapest Festival Orchestra. Veronika Eberle, violín. Steven Isserlis, violonchelo. Director musical: Iván Fischer.

   Además de ser una gran orquesta y un muy buen director, Iván Fischer y su Budapest Festival Orchestra son una máquina de hacer giras. La calidad de la centuria húngara, la personalidad de su maestro y fundador, su facilidad para que grandes solistas los acompañen, y su conocimiento del público –ya nos contaban The Who en los sesenta aquello de «Give the people what they want»– se venden bien por todo el mundo. Y es evidente que el público quiere Brahms, por lo que en este año 2024, han diseñado «cuatro jornadas» en las que abordan las cuatro sinfonías, los cuatro conciertos de la mano de solistas como Yefim Bronfman, Sir András Schiff o Nikolaj Znaider, aderezados con varias de las Danzas húngaras menos conocidas, pero no por ello menos hermosas. Los programas los interpretan primero en el auditorio de Budapest –el imponente Mupa– y luego los giran por toda Europa siendo Viena una cita ineludible. El pasado mes de febrero dieron el pistoletazo de salida con la Segunda sinfonía y el segundo de los conciertos para piano con Vadym Kholodenko –Yefim Bronfman canceló a última hora–, mientras que esta segunda jornada se dedica a las obras finales, su Cuarta sinfonía y su Concierto doble para violín y violonchelo, que ya han tocado en Budapest y que ahora llevarán de gira por el Auditorio Nacional de Madrid, Reggio Emilia, Frankfurt o Brujas. Y en el próximo otoño se darán las dos jornadas finales con las que concluirá el ciclo.

   Las Danzas húngaras elegidas para abrir cada parte de esta velada fueron la dinámica y chispeante danza final, la n.º 21 en mi menor en el arreglo para orquesta de Antonín Dvořák, de tempo vivo y rica ornamentación, y la n.° 14 en re menor, una de las más líricas de la serie, mas pausada y elegante, en el arreglo para orquesta del compositor alemán, experto en música militar, Albert Parlow. Tanto Fischer como la orquesta le dieron a ambas obras el empaque y el lirismo que desprenden, sobre todo a esta última, con una lectura sutil y melancólica.

   No fueron tan bien las cosas en el Concierto doble para violín y violonchelo en la menor, Op. 102. La obra, la última que compuso para orquesta, tiene una historia curiosa detrás. Según le contó el compositor a su confidente Clara Schumann, el concierto fue una «idea divertida», totalmente fuera de las costumbres de la época, para reconciliarse con su amigo el violinista Joseph Joachim. Su amistad de toda una vida se había roto tras el divorcio de éste, y Brahms lo diseñó como una suerte de diálogo entre Joachim –el violín– y él –el violonchelo–. El compositor hamburgués combina solos y dúos bellísimos, con momentos bastante más densos, puramente orquestales, que había bosquejado para una posible quinta sinfonía.

   Para este apasionante diálogo teníamos a priori dos solistas más que solventes: la joven violinista bávara Veronika Eberle y el veterano violonchelista londinense Steven Isserlis. Sin embargo, de entrada las cosas no terminaron de cuajar. Isserlis abordó la obra con un vibrato en parte excesivo, algo borroso, y no siempre cálido, mientras que la Eberle, que no empezó fina y con un sonido pobre, fue creciendo en intensidad y riqueza tímbrica según avanzaba la obra. Afortunadamente, tras un Allegro inicial algo deslavazado, al que tampoco contribuyó un Iván Fischer contundente de más, el diálogo entre ambos mejoró ostensiblemente en el Andante, cálido, lírico, muy bien fraseado y muy bien cantado por ambos, y en el Vivace final, donde los dos «se desafiaron», subieron el nivel tanto desde el punto de vista técnico –sonido más pulcro y claro– como en expresividad, y nos dieron un final de concierto virtuoso y enérgico, que en nada se pareció al inicio. Una atinada lectura del segundo movimiento, Très vif, de la Sonata para violín y cello de Maurice Ravel fue la obra fuera de programa con la que respondieron a los muchos aplausos.

   Tras el descanso, Iván Fischer nos recordó que es capaz de hacer una cosa y la contraria. De ser casi un orfebre cuando se lo propone, a parecer en otros momentos el General Custer al frente del Séptimo de caballería.  La última de las obras del compositor hamburgués es quizás la más seria y dramática, «más reflexiva que apasionada”» según escribió el irascible Eduard Hanslick tras su estreno en Meining el 25 de octubre de 1885 bajo la dirección del compositor, en una noche que supuso un éxito incuestionable y que le llevó a repetir dos de los movimientos. Iván Fischer por el contrario, nos llevó por la vía de la pasión, en varios momentos desbocada. Y eso que la apertura del Allegro non troppo inicial, llevado a un tempo reposado y fraseada con primor, pareció otra cosa. Pero con la entrada del segundo tema, el maestro húngaro apretó el acelerador y se olvidó del tono reflexivo y poético que la obra desprende. Fue particularmente visible en un Andante moderato con su preciosa melodía «brahmsiana», que fue poco moderato y poco andante, donde hubo desajustes evidentes, un trazo algo grueso, y donde la intensidad del fraseo no llegó a compensar la falta de claridad y sobre todo, la sensación de que nos estábamos perdiendo mucho de lo que hay en esos pentagramas. El Scherzo, llevado de nuevo a una velocidad que puso en varias ocasiones a la orquesta al borde del infarto, fue mas una marcha militar que la gavota ligera y popular, de carácter bailable que hemos admirado en tantas ocasiones. La lectura de Fischer fue más apropiada en el Allegro energico final. Aquí, su fraseo cálido –con unas cuerdas mucho mas ajustadas–, su lirismo incontenido y la pulsión dramática marca de la casa, estuvieron mucho más acorde con el dramático final de la obra.

   El público respondió con gran entusiasmo y Fischer y sus músicos nos regalaron algo inaudito en otras orquestas, pero bastante habitual en ellos. Cantaron a capella el coral «Abendständchen», la primera de las Tres canciones para coro mixto a 6 voces a cappella, Op.42 del propio Johannes Brahms. Una forma sin duda diferente de acabar un concierto con luces y sombras, pero interesante a todas luces.

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