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Crítica: Vox Luminis firma una «The Fairy Queen» de Purcell muy comunitaria en el Teatro Real

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Autor: Mario Guada
19 de noviembre de 2025

La agrupación belga, liderada por Lionel Meunier, pero aquí explícitamente por un Anthony Romaniuk impecable desde el teclado, ofreció una versión muy cuidada, narrativamente funcional e interpretativamente satisfactoria en la que el sentido de comunidad y la ausencia de personalismos destacó por encima de todo

Teatro Real, Vox Luminis, Lionel Meunier, Henry Purcell

Teatralidad coral adaptada

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 15-XI-2025, Teatro Real. The Fairy Queen, Z629 de Henry Purcell. Vox Luminis | Lionel Meunier [bajo, flauta de pico y dirección artística] • Emilie Lauwers [concepto, escenografía, sombras y diseño de vídeo], Isaline Claelys [dramaturgia y textos], Mário Melo Costa [diseño de vídeo], David Carney [diseño de iluminación], Simon Robson [actor y textos].

The Fairy Queen era una obra específica para un lugar concreto, diseñada para un teatro concreto y que no podía representarse satisfactoriamente en otro lugar, ni entonces ni ahora, sin la aportación creativa de artistas con visión e imaginación propias. La autenticidad basada en fuentes históricas llevada demasiado lejos tiende a impedir que eso ocurra.

Andrew Pinnock: A Complex theatrical economy [2020].

   Tras su exitoso paso por el Teatro Real, allá por la temporada 2021/2022 con un magnífico King Arthur, primer episodio de esta trilogía que Vox Luminis está dedicando a las grandes obras para el teatro de Henry Purcell (1659-1695), regresaba la agrupación belga, fundada y liderada por el bajo y flautista Lionel Meunier, para ofrecer su honesta y bien trabajada versión de The Fairy Queen, Z629, una de las semióperas más celebradas del «Orpheus Britannicus», la cual ha sido ya puesta en escena o semiescenificada de múltiples maneras, alguna de ellas incluso ya disfrutadas en los escenarios de Madrid. Inspirada, como se sabe, en la célebre A Midsummer Night’s Dream [1600] de William Shakespeare, cuenta con un libreto de John Dryden, otro no menos destacado dramaturgo de su época. La complejidad que exige esta pieza para ser puesta sobre las tablas, en la que música, texto y drama no son unitarios, es enorme, pues puede decirse que no hay una The Fairy Queen absoluta o auténtica desligada del drama teatral que da sentido a la música, al igual que esta lo complementa. Y es prácticamente seguro, por tanto, que hacerlo en pleno siglo XXI resulte aún más difícil de lo que debió ser en su tiempo, pues los códigos y maneras de entender el teatro musical han cambiado substancialmente desde entonces. Por tanto, cualquier producción actual exige, y no es posible entenderlo de otro modo, de aquello a lo que hace referencia Andrew Pinnock en la cita que encabeza esta crítica. Ello implica, pues, una multiplicidad de propuestas, casi tantas como intérpretes existen. Y de entre estas decenas de maneras de comunicar y proponer The Fairy Queen, creo que la de Vox Luminis es quizá la que mejor funciona, en tanto que conecta de manera muy primaria con ese concepto de compañía teatral o músico-teatral, en la que música y drama se engarzan de una manera simbiótica y en la que todos los implicados aportan el máximo para un resultado final desde una perspectiva coral, en su acepción pura de comunidad y no tanto en lo relativo al coro como forma o estructura interpretativa. Y a fe que esta propuesta funciona mejor que las típicas versiones plagadas de grandes solistas sin profundas conexiones entre sí, que aportan, por un lado, una mayor solidez y calidad vocal, qué duda cabe, pero que por otro le restan la mayor parte de la autenticidad a la propuesta. Es la del conjunto belga una brillante solución, en tanto que el todo está por encima de los individuos, una máxima que casi siempre practican y que es, diría, el gran secreto del éxito de esta formación de su fundación allá por 2004.

   Pongamos, a continuación, en contexto al lector acerca de lo que se está tratando, pues esta se obra se crea en un contexto en el que Purcell aparentemente tenía poco tiempo o interés en escribir para el teatro, al menos durante los reinados de Carlos II y Jacobo II. Sus únicas obras teatrales importantes anteriores a la Revolución Gloriosa [1688] son los números con los que contribuyó a la tragedia de Lee Theodosius Z606 [1680], las ocho canciones que escribió para la comedia de D'Urfey A Fool's Preferment, Z571 [¿1688?] y, quizás, Dido and Aeneas, Z626, que pudo haberse representado en la corte algún tiempo antes de su representación registrada en la escuela de Josias Priest en Chelsea en la primavera de 1689. Según Peter Holman y Robert Thompson: «Los intentos por establecer la ópera cantada en su totalidad encontraron poco apoyo público a finales del siglo XVII en Londres. Gran parte de la música dramática de Purcell se utilizaba en obras de teatro habladas, en forma de movimientos instrumentales introductorios o incidentales y en canciones o estribillos introducidos donde era de esperar: en escenas de bebida o seducción, en serenatas o canciones de cuna, para celebrar batallas o lamentar la muerte, o simplemente para entretener a los personajes en el escenario y, por ende, al público. Las piezas largas de música concertada solían reservarse para tres situaciones. Las escenas rituales de diferentes tipos requerían naturalmente música, ya fueran los protagonistas sacerdotes cristianos o paganos, adivinos, hechiceros o magos. Las masques autónomas podían ser representadas por personajes humanos, como en la magnífica Masque of Cupid and Bacchus de The History of Timon of Athens, Z632 (mayo o junio de 1695), o por seres sobrenaturales invocados por la magia, como en la Frost Scene de King Arthur, Z628. En las cuatro semióperas de Purcell se invierte la relación habitual en el siglo XVII entre el texto hablado y la música, y el texto sirve de marco narrativo sobre el que se articula una sucesión de escenas visualmente espectaculares y musicalmente elaboradas, en las que se utilizan complejos decorados móviles o maquinaria escénica. Aunque estas escenas solían ser parte integrante de la situación dramática, los personajes principales no solían cantar. En The Fairy Queen […] el adaptador o adaptadores anónimos concentraron los episodios musicales en las escenas de hadas y los conectaron sólo tangencialmente con el drama, mientras que Purcell hizo pocos intentos por proporcionar a su gama de personajes expresiones musicales apropiadas; por ejemplo, la masque del acto V tiene algunos números italianos incongruentemente brillantes y modernos a pesar de su escenario chinoiserie. No obstante, algunos pasajes musicales independientes, como la secuencia de ‘Night, Mystery, Secrecy, Sleep and their attendants’ (Noche, misterio, secreto, sueño y sus acompañantes) del acto II, son magníficamente evocadores, utilizando recursos como violines con sordina y una viola que proporciona la línea de bajo en una sección, un solo de bajo en el que el cantante canta literalmente el bajo por debajo de los violines obbligato o un estricto canon en la ‘Dance for the Followers of Night’ (Danza para los seguidores de la noche) final».

Portada del libreto y manuscrito [c. 1692-1725] de la obertura de The Fairy Queen, Z629 de Henry Purcell [Royal College of Music Library, London].

   Dice Andrew Pinnock, en las excelentes notas de la grabación –que recomiendo, sobre todo por las extensísimos y muy ilustrativos textos de varios especialistas en la interpretación y la ópera de este período– que hace algunos años llevó a cabo la agrupación británica Gabrieli Consort & Players, de Paul McCreesh, para el sello Signum Classics –no menos excelsa y de muy recomendable escucha–, lo que sigue al respecto de esta semiópera: «Purcell empezó a escribir música teatral al final de su adolescencia. Durante la mayor parte de sus veinte años dio prioridad al trabajo para la corte, consolidando su reputación de experto, tanto como compositor como intérprete de teclado. En 1689, cuando Betterton empezó a planear su ópera dramática de 1690, The Prophetess, or the History of Dioclesian, Purcell era la elección obvia como compositor. El éxito triunfal de Dioclesian dio lugar a las secuelas King Arthur en 1691 y The Fairy Queen en 1692, pero Purcell también escribió canciones ocasionales y música instrumental para más de cincuenta producciones menos ambiciosas. La relación con Betterton aseguró la fama duradera de Purcell –se convirtió en el primer compositor superestrella de la historia británica– aunque la asociación pronto llegó a su fin. […] Dioclesian, King Arthur y The Fairy Queen fueron logros notables, pero muy contingentes: productos de un ecosistema teatral inestable en el que las ambiciones de los productores, los egos de los intérpretes, los aspectos prácticos financieros y las expectativas del público habían alcanzado un estado de equilibrio temporal. Poco antes de la muerte de Purcell, ese ecosistema se vino abajo. La Reina de las Hadas es una adaptación del Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, una obra que no se representaba con mucha frecuencia a finales del siglo XVII, ni estaba muy bien considerada (‘la obra ridícula más insípida que he visto en mi vida’, escribió Samuel Pepys en su diario tras una visita a verla en 1662). Sin embargo, Betterton tenía clara su idoneidad para transformarla en una ópera dramática. Los personajes sobrenaturales del reparto tenían el poder necesario, aunque ficticio, para conjurar cómplices que cantaran y bailaran».

   Y concluye: «La obra de teatro Pyramus and Thisbe era muy entretenida y se había convertido en una de las favoritas del público del teatro de calle, en una versión ‘divertida’ llamada Bottom the Weaver. El trabajo en la producción pasó por varias fases: en primer lugar, la adaptación del guión (una revisión de una versión publicada disponible del guión original de Shakespeare, reordenando algunas de las escenas y modernizando el lenguaje); después, la invención de la masque (Betterton o un ayudante versificador contratado escribieron las letras que Purcell pondría en escena más tarde); después, la escenografía, la iluminación y los efectos especiales. Purcell empezó a trabajar en la música a principios de 1692, y el coreógrafo Josias Priest comenzó a planificar las danzas. Los ensayos comenzaron probablemente en marzo, durante las breves vacaciones de Pascua del teatro. Mucho antes se había puesto en marcha una campaña de marketing en la prensa y de boca a boca. Los rumores sobre el extravagante coste de la producción se difundieron deliberadamente: las cifras diferían (2.000 libras en un informe, 3.000 libras en otro), pero el nivel de gasto era invariablemente impresionante. En la producción original, Titania y Oberon fueron interpretados por ‘niños de unos ocho o nueve años que actuaban de la forma más bonita que se pueda imaginar’ (Katharine Booth, escribiendo a una amiga tras asistir al estreno el 2 de mayo de 1692). Es muy posible que las hadas bailarinas también fueran niñas, de la misma estatura que la mini-reina y el mini-rey. Betterton y Purcell trabajaron un amplio abanico emocional: ira cercana al odio (el Rey y la Reina Hada en guerra, reconciliados sólo al final); angustia mezclada con indignación (Helena: al final las cosas también se arreglan para ella); amor verdadero (Hermia, Lisandro); enamoramiento inducido por las drogas (Demetrio); y comedia burlona (Bottom el tejedor y sus socios en el crimen dramático amateur). La mayoría de estos estados de ánimo se reflejan en la música en algún momento. Hay secciones que inspiran asombro (el descenso del dios del sol Febo, con un floreo de trompetas y tambores); números para reír a carcajadas (Coridón y Mopsa); uno que conmueve casi hasta las lágrimas (The Plaint); y muchos momentos de pura magia (‘Hush, no more’). A esta distancia, el proceso de producción de 1692 sólo puede reconstruirse muy vagamente. Las fuentes conservadas presentan versiones muy diferentes tanto del texto teatral como de la música de Purcell. Es evidente que el concepto original evolucionó durante las fases de planificación y ensayo. El guión, la partitura y la coreografía se ajustaron para conseguir una fluidez óptima y se adaptaron para que los cambios de escena se produjeran a la vista del público. En otras palabras, The Fairy Queen era una obra específica para un lugar concreto, diseñada para un teatro concreto y que no podía representarse satisfactoriamente en otro lugar, ni entonces ni ahora, sin la aportación creativa de artistas con visión e imaginación propias. La autenticidad basada en fuentes históricas llevada demasiado lejos tiende a impedir que eso ocurra».

Teatro Real, Vox Luminis, Lionel Meunier, Henry Purcell, Simon Robson

   Como se ve, con estos mimbres resulta muy complejo, por no decir utópico, plantear algo que pueda funcionar mínimamente desde un sentido performativo de marcado carácter narrativo y dramático, y, por supuesto, mucho menos con un afán historicista. De cualquier manera, no parece esta última la aspiración de Vox Luminis, ni en la presente producción ni tampoco en la mencionada de King Arthur. Por tanto, no hubo aquí ni el texto extramusical original, ni una escena medianamente convencional, ni siquiera un vestuario de época, tampoco iluminación con velas, huelga decir. Lo más auténtico –y siendo todo lo aséptico que esto del historicismo musical hoy día requiere– fue, precisamente, la interpretación musical, con un orgánico vocal e instrumental y algunos planteamientos que pueden coincidir en momentos concretos con aquello que resonó en su estreno. ¿Y es necesario que lo hubiera?, cabría preguntarse. Obviamente no. Esta The Fairy Queen no va de eso, y eso que a veces resulta difícil saber de qué va su planteamiento conceptual, pero definitivamente no de esto. Por ello, la labor de génesis de este espectáculo y sus apartados técnicos han resultado tan fundamentales aquí, comenzando por el propio concepto, escenografía, sombras y diseño de vídeo de Emilie Lauwers, así como la presencia la dramaturgia y textos de Isaline Claelys, a los que sumar el diseño de vídeo Mário Melo Costa, la iluminación diseñada por David Carney, además de la ulterior labor fundamental del actor Simon Robson, coautor asimismo de los textos que dan forma a esta producción. Es bien cierto que a veces cuesta encontrar un sentido de los textos ajenos al libreto, y eso que la capacidad de Robson para darles vida resultó apabullante, tanto como lo fue su cuidadísima dicción y el atractivo de su voz hablada. Hay que imaginarse, por tanto, el escenario de un Teatro Real –con la correspondiente concha acústica– en el que la orquesta se situó en pleno centro, quedando tras de sí y en el medio una pantalla, de notables dimensiones, en la que fueron apareciendo algunos elementos, casi siempre figurativos, que evocan los temas y referencias textuales que se van elaborando en cada momento del drama –algunos con una mayor efectividad que otros–. Al lado izquierdo –siempre en la visión del espectador desde las butacas– de la cuerda se situó el propio Robson, que mientras narraba iba modificando algunos elementos iluminados en una especie de linterna mágica, los cuales evocaban, de forma muy esquemática, pero efectiva, algunas referencias al texto, amplificados en mayor medida por los elementos de la pantalla. Los cantores, tanto solistas como el coro, se iban moviendo y situándose por todo el escenario, tanto en la parte más próxima al espectador como a ambos laterales de la orquesta.

Teatro Real, Vox Luminis, Purcell, Lionel Meunier

   Como decía, el hecho de que los solistas salgan de la propia agrupación coral hace de esta selección vocal una suerte de caleidoscopio canoro muy diverso en tímbricas, caracteres y técnicas. Hubo de todo, desde luego, desde actuaciones más discretas, pasando por una corrección general y, sólo en unos casos muy concretos, una brillantez vocal de importante nivel. Quizá haya quien prefiera contar con cinco o seis solistas de relumbrón que encarnen los diversos personajes y logren dotarles de una altura técnica de mayor nivel, pero ni la escritura de las intervenciones –en la mayoría de los casos– lo requiere ni la realidad en el día del estreno fue tal, así que no parece haber motivo para perpetuar un anacronismo tan sólo para regalarse el oído con voces más curtidas en el ámbito solístico. Por supuesto, es una opción, pero la personalidad y honestidad que le aporta la perspectiva interpretativa aquí tomada tienen mucho más valor que el mero hecho de escuchar unas voces superlativas. Por otro lado, el concurso de Vox Luminis, en tanto agrupación vocal, resultó lo más espléndido de la velada, junto al cuidadísimo y deslumbrante apartado orquestal –especialmente en algunas de sus secciones–. Merecen, por tanto, ser nombrados todos los cantores que aquí participaron, y si en el programa de mano no se especificaba quienes fueron los solistas que participaron en los diferentes roles, no seré yo quien desvele algunas de las voces más destacadas en esa faceta. O todos o ninguno: Hannah Ely, Viola Blache, Erika Tandiono, Carine Tinney, Zsuzsi Tóth y Stefanie True [sopranos]; Helene Erben, Jan Kullmann, Vojtěch Semerád y Korneel Van Neste [altos]; Olivier Berten, Rory Carver, Richard Pittsinger y Kieran White [tenores]; Hugo Herman-Wilson, Lionel Meunier, Sebastian Myrus y Lóránt Najbauer [bajos]. Por supuesto, el hecho de que todos cantaran sus roles de memoria, incluido el coro, le aportó una dimensión mucha más dinámica y verosímil a esta propuesta.

Teatro Real, Vox Luminis, Lionel Meunier, Purcell

   El sonido orquestal, desprovisto de cualquier cortapisa, más allá de la acústica, resultó muy equilibrado, bien contrastado en planos sonoros, tanto a nivel de secciones completas como en su presencia individual, y expresivos. Solventaron con inteligencia y perspectiva dramática los diversos planteamientos de Purcell, que planifica aquí pasajes puramente orquestales de enorme belleza y carácter descriptivo. Así lo hicieron especialmente una sección de cuerda cálida y tersa, bien empasta y con una cuidada afinación y emisión de inicio a fin, Liderados por Tuomo Suni, que firmó algunos pasajes a solo de exquisita factura, los seis violines barrocos lograron brillar, al igual que una firme sección de violas barrocas de interesante presencia y sonido [Antina Hugosson, Wendy Ruymen y Ellie Nimeroski]. No menos destacada la profundidad sonora de la cuerda grave, especialmente los violonchelos barrocos [Ronan Kernoa, Edouard Catalan y Octavie Dostaler-Lalonde, con el primero de ellos en las lides de solista, sobre todo en los recitativos] y el violone de 8’ de Benoît Vanden Bemden, de encomiable sonido y articulación general. Los ciertos dejes afrancesados en la cuerda siempre le aportan un toque especialmente interesante a un Purcell que es, como buen inglés, una mezcla muy personal otros estilos europeos con un marcado individualismo. Cálida, incisiva en algunos momentos, y en general muy pulida, la presencia de las maderas, tanto los oboes barrocos [Benoît Laurent, Gustav Friedrichson y Armin Köbler] como las flautas de pico [con el propio Lionel Meunier, y en ocasiones contadas Köbler y Laurent], y un magnífico trabajo, tanto tímbrico como rítmico del fagot barroco a cargo de Lisa Goldberg. No se puede obviar aquí la excelsa presencia de las trompetas barrocas, que tiene notable participación aquí, magníficamente solventadas tanto por Russell Gilmour y William Russell, en solo y a dúo. Siempre complicada, por su ausencia en la partitura, la presencia de la percusión llegó firmada con perspicacia, imaginación y bastante respeto por Marianna Soroka y Helene Erben –la primera también en los timbales–.

   Sin embargo, la gran labor instrumental de la velada quedó al abrigo del continuo, elaborado por un excelente concurso de la cuerda pulsada –tiorba, archilaúd y guitarras barrocas– de Simon Linné y Justin Glaie, sólidos, muy presentes, ofreciendo un gran colorido y un flexible acompañamiento en todo momento. El gran protagonista en este sentido fue el omnipresente Anthony Romaniuk, que sentado al clave y órgano positivo lideró, desde el centro mismo de la escena, todo lo que allí aconteció, siendo le verdadero líder de Vox Luminis aquí, pues la presencia de Meunier en este sentido fue inexistente –entiendo que el suyo fue el trabajo previo de concepción y preparación de la obra–. Estuvo imperial, dominando cada pasaje y detalle, marcando el devenir discursivo de forma dúctil, ora sobrio, ora magníficamente ornamentado, siempre activo e inteligente y prácticamente sin dejar de tocar en las tres horas que duró el espectáculo. Fue el pilar sobre el que construyó una excelentemente planteada concertación, de inicio a fin.

Teatro Real, Henry Purcell, Vox Luminis, Lionel Meunier

   Fue, sin duda, una magnífica propuesta, que requiere de una labor comunitaria muy marcada, fuertemente tejida a lo largo de los años y en la que exista una potente conexión y confianza entre sus miembros. No cualquier agrupación podría hacer lo que Vox Luminis firmó aquí, porque requiere de una importante independencia orquestal y coral, una intervención de solistas que mantenga, al menos, un nivel medio, y que esté trabajada de forma minuciosa antes de salir a escena, con un liderazgo muy presente, aún sin estarlo de manera física durante la interpretación. Todo esto y más es Vox Luminis, una formación que, en su afán de acometer repertorios muy diversos en un lapso temporal notable, a veces puede confundir su camino, pero que tiene en Purcell a uno de sus compositores fetiche. Fue, desde luego, una velada intensa, por momentos algo confusa, pero mimada y muy satisfactoria a nivel interpretativo, que recupera ese sentido de coralidad, en tanto comunidad, que a veces parecemos haber olvidado en pleno siglo XXI.

Fotografías: Javier del Real/Teatro Real.

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