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Crítica: «La hora española» y «Los pechos de Tirésias» en el Teatro Campoamor de Oviedo

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Autor: Raúl Chamorro Mena
9 de septiembre de 2020

Comedia a la francesa

Por Raúl Chamorro Mena
Oviedo. 6-IX-2020. Teatro Campoamor. L’heure espagnoleLa hora española (Maurice Ravel). Maite Beaumont (Concepción), Joel Prieto (Gonzalve), Régis Mengus (Ramiro), Francisco Vas (Torquemada), Felipe Bou (Don Íñigo Gómez). Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias. Dirección musical: Maximiano Valdés. Dirección de escena: Emilio Sagi. Les Mamelles de TirésiasLos pechos de Tirésias (Francis Poulenc). Sabina Puértolas (Thérèse), Régis Mengus (El marido), David Menéndez (El Gendarme/El director del Teatro), David Oller (Presto), Francisco Vas (Lacouf/El periodista), Anna Pennisi (Vendedor de periódicos). Coro de la Ópera de Oviedo. Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias.  Dirección musical: Maximiano Valdés. Dirección de escena: Emilio Sagi.

   Bien es verdad que con aforo limitado (dentro de lo razonable y no la indignante reducción a 60 espectadores a que se ha visto obligada la temporada lírica de La Coruña en su apertura) y un estricto protocolo de seguridad, pudo arrancar, afortunadamente, la LXXIII Temporada de Ópera de Oviedo y, además, con un atractivísimo programa doble de ópera francesa formado por dos deliciosos títulos poco representados de dos compositores fundamentales del siglo XX, Maurice Ravel y Francis Poulenc. Ambas óperas no sólo comparten el lugar en el que vieron la luz, la parisina Opéra-Comique, también el carácter cómico, temas como la mujer insatisfecha, el erotismo y la liberación femenina, además de la polémica y escándalo que rodearon sus respectivos estrenos.  


   Con La hora española (París, Opéra-Comique, 1911), su primera composición para el teatro lírico, Maurice Ravel más que recoger e incluso parodiar las influencias de la ópera francesa, incluido el sentimentalismo de Massenet y el profundo simbolismo de Claude Debussy, homenajea a su padre Joseph y pone de relieve, como en gran parte de su obra, su atracción por lo español (no olvidemos que Ravel nace en Ciboure, País vasco-francés), con lo que honra también a su madre Marie Delouart, de origen hispano. Asimismo, el gran músico exhibe su fascinante capacidad como orquestador con la que sublima la tradición orquestal francesa en cuanto a pintura sonora, paleta tímbrica y evocación musical de impresiones visuales. La presencia de esa España exótica que tanta influencia ejerció, desde la mitad del Siglo XIX, en los circulos culturales parisinos (incluidos los musicales, por supuesto) y elementos de la comedia buffa italiana, le permite a Ravel exponer con «demasiada claridad y desenfado» (la obra tuvo problemas para estrenarse)  una mujer insatisfecha, el marido cornudo y los dos amantes que resultan también un fiasco, de modo que resulta triunfador el rudo, pero fuerte y viril, arriero, que sí es capaz de satisfacer a Concepción, pues como bien dice la moraleja final de Bocaccio, entre todos los amantes, el único eficaz es el que, como el mozo de mulas, llega en el momento preciso.

   Por su parte, Francis Poulenc aporta chispeante humor, diversión, desenfado y fina ironía a la posguerra en Europa con su Opéra-Bouffe Los pechos de Tirésias,  estrenada 1947 y basada en un texto teatral del poeta surrealista Guillaume Apollinaire. El aparente alegato pro fecundidad «Haced hijos, franceses que apenas hacíais» esconde una divertida y extravagante trama sobre la liberación de la mujer, así como la identidad sexual y el travestismo que deriva de la ópera dieciochesca. La música de Poulenc reúne una atractivísima mezcolanza de estilos, no exenta de parodias de la ópera tradicional y con influencias del cabaret, jazz, opereta, music hall y el mundo de la danza, todo ello con el primoroso tapiz tímbrico que proporciona otro talentosísimo orquestador en una obra que comienza con un prólogo tributario del que abre la ópera Pagliacci de Ruggiero Leoncavallo.

   Para profundizar sobre las cuestiones relativas a las dos obras de este programa doble resultan imprescindibles los magníficos artículos del programa de mano editado por Opera de Oviedo a cargo de María Sanhuesa Fonseca y Francesc Cortés, así como “las claves para la audición” de ambas obras rubricadas por la Catedrática María Encina Cortizo, todo un referente en la musicología española.

   A Emilio Sagi, recientemente homenajeado –con justicia- por la ópera ovetense a los 40 años de carrera, le estimula más la ópera de Poulenc que la de Ravel. La puesta en escena de esta última, que cuenta con unidad de lugar, espacio y tiempo, es resuelta con oficio por el director de escena asturiano que, apoyado en una atractiva escenografía, que evoca el caos del negocio del relojero Torquemada en Toledo, narra la historia con fluidez, elegancia y claridad, pero sin mayores ideas y sin profundizar en el tratamiento de los personajes ni en la carga irónica y mordaz del libreto de Franc-Nohain. Los cinco cantantes intervinientes encarnaron con profesionalidad y compromiso sus papeles, pero faltó algo de chispa, de capacidad de expresar todas las aristas y trasfondo de historia y personajes. De tal modo que la Concepción de Maite Beaumont, cantada con su buen gusto y musicalidad habitual mediante un timbre muy claro, netamente sopranil y justo de presencia sonora, adoleció de falta de sensualidad y sutil erotismo, elemento fundamental en esta mujer insatisfecha, casada con un hombre mayor, gris y tedioso y que, plena de desbordante deseo, busca la verdadera pasión. Sorprendentemente, a priori, lo logrará con el tosco mozo de mulas, Ramiro, sencillo y directo, fornido y viril, que tuvo como ajustado intérprete al barítono francés Régis Mengus, de timbre claro como corresponde a un Baryton-Martin, canto correcto y dominio de estilo y prosodia francesa, aunque le faltó ironía a su personificación. El arriero simple, pero robusto y activo, triunfa ante los decepcionantes amantes de Concepción. En primer lugar, el relamido estudiante Gonzalve, poeta cargante y afectado que se dedica a recitar con amaneramiento rebuscados poemas, pero no a ir «al grano» carnal como anhela Concepción. El tenor madrileño Joel Prieto cantó con compostura su parte, pero en lo intepretativo resultó un tanto plano, faltándole incidir un poco más en el carácter redicho y petulante de Gonzalve. Don Iñigo Gómez, banquero rico y orondo, también fracasa en sus inquietudes amorosas, «Amor, amor niño travieso» le fuerza a este escarceo sentimental, con lo bien que estaría en su casa «con las pantuflas puestas». Abordó este personaje el bajo Felipe Bou, mejor, desde luego, en lo interpretativo que en lo vocal. Irreprochable la encarnación del aburrido esposo, el relojero Torquemada, por parte de Francisco Vas, que, sin embargo, muestra un timbre cada vez más reducido y filiforme.  Anodina, mortecina, sin vida, la dirección musical de Maximiano Valdés.

   Ni progresión teatral, ni detalle alguno, ni rastro de la fascinante orquestación de Ravel, su paleta de colores y riqueza tímbrica.

   Como subrayaba más arriba, la eclosión surrealista y disparatado mosaico en el que emerge exultante el entusiasmo y alegría de vivir de Los pechos de Tirésias parece atraer más el interés de Emilio Sagi y resulta un vehículo más adecuado para su fantasía y creatividad. En una progresión colorista, del gris inicial hasta un rosa que se va imponiendo poco a poco, el espectador aprecia la disparatada progresión de escenas en un escenario a dos niveles cada vez más poblado y en el que la acción y el dinamismo no decaen hasta culminar en la explosión final con ensueño Drag y luces de Boîte en sala incluidas.

   Poulenc eligió a la soprano Denise Duval (París, 1921-2016), cantante procedente del Folies Bergère y que fue fundamental en la producción teatral del compositor francés, para protagonizar Les Mamelles de Tirésias. Los aires de cabaret de algunos pasajes de la partitura no pueden soslayar el virtuosismo de la escritura de la soprano protagonista, Thérèse, cuyos pechos estallan en plena nota sobreaguda y se transforma en hombre, que retorna en el segundo acto como adivina (lo que encardina con el parodiado adivino Tirésias de la mitología griega). El papel fue abordado con determinación por la soprano Sabina Puértolas, que en lo interpretativo impuso la seguridad y empaque con que pisa el escenario y una apreciable desenvoltura apoyada en una excelente figura. En el apartado vocal, el buen gusto de sus modos canoros compensaron, en cierto modo, un timbre que no termina de liberarse, una coloratura sólo correcta y unos sobreagudos un punto esforzados. Régis Mengus volvíó a exhibir su timbre claro y gris, de modesta sonoridad, así como su cuidado canto francés, aunque no muy variado, en el papel del marido de Thérèse, que se convierte en mujer y engendra, nada menos, que 40.049 niños. Profesional y comprometido en lo interpretativo, David Menéndez, aunque su registro agudo cada vez suena más problemático. Ajustados Franciso Vas, Pablo García-López y David Oller. Impecable el coro, ataviado con mascarilla, tanto en lo vocal como en su desempeño escénico.

   De nuevo el lunar se situó en el foso comandado por Maximiano Valdés con una labor plúmbea, sin chispa alguna, ayuna de los adecuados contrastes entre los momentos de filigrana camerística, los de expansión más «operística» y la ligereza y pulso rítmico de los pasajes jazzísticos y de cabaret. Una pena, porque con una batuta más inspirada la buena labor de artistas y dirección de escena hubiera lucido mucho más. De todos modos, un aplauso a la temporada de ópera ovetense por la programación de estos dos títulos, porque ha significado mi primer viaje operístico fuera de la provincia de Madrid desde el mes de marzo y por la observancia rigurosa de todos los elementos de seguridad, porque, aunque sigamos viviendo una pesadilla, hay que intentar convivir con ella y acercarnos lo más posible a la normalidad.

Foto: Iván Martínez

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