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Crítica: Matthias Goerne interpreta a Schubert en el Ciclo de Lied del CNDM

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Autor: Óscar del Saz
3 de mayo de 2018

Un viaje de invierno de primera clase

   Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 30-IV-2018. Madrid. Teatro de la Zarzuela. XXIV Ciclo de Lied. Centro Nacional de Difusión Musical. Franz Schubert (1797-1828), Winterreise, op. 89, D 911 (1827). Matthias Goerne (barítono), Markus Hinteräuser (piano).

   No deja de asombrar que un artista como Matthias Goerne (1967), presuntamente “encasillado” en el repertorio liederístico tenga en su haber la flexibilidad, la estabilidad emocional y la fortaleza vocal para abordar tan distintos repertorios que, además, registra en su ya más que amplia discografía. Por lo que explicaremos, consideramos que el ciclo de canciones Winterreise es una obra que tiene totalmente interiorizada, y que puede aparcar en cualquier momento para acometer todos los otros proyectos que tiene apuntados en su nutrida agenda. Desde la última vez que cantara este ciclo (el 1 de marzo en Hamburgo), ha cantado en días alternos en muy diferentes ciudades alemanas, Tel Aviv, Paris, Madrid,…, con repertorio también muy variado. Hacia adelante, podemos destacar en mayo la vuelta a Madrid para abordar El canto del Cisne; en junio, La Walkyria (Wotan) y la 9.ª de Beethoven, en Dallas; también El castillo de Barbazul en Praga y el War Requiem en Berlín; y en julio y agosto, La flauta mágica (Sarastro) en Salzburgo,... Y no volverá a retomar Winterreise hasta agosto en Noruega.

   El ciclo de canciones denominado Winterreise, inicialmente pensado por Schubert para la voz de tenor, se ha transportado con éxito para poder ser cantado por una voz de cualquier rango (Schubert desde un principio aceptó la idoneidad de una voz más grave, sin duda más apta para expresar las sombras emocionales del texto), intentando conservar siempre el esquema tonal del todo el ciclo. Winterreise es una obra de poderoso magnetismo, tan popular como profunda, que ha obsesionado a tantos y tantos musicólogos, músicos y aficionados. Quizá ello es lo que justifica su innegable longevidad en los escenarios. Si en él están contenidos todas las angustias, las soledades, las inquietudes, los cambios y los miedos del propio compositor, también lo están los de cualquier ser humano.

   Contando sólo con 26 años, y cuatro más tarde de la composición de Die schone Müllerin (La bella molinera) Schubert, ya muy enfermo de sífilis, adoptó 12 poemas del mismo autor de aquella, Wilhelm Müller (1794-1827). En los versos del poeta reposan las más profundas y negativas experiencias vitales, al haber perdido a su madre y hermanos a una edad temprana. Al año siguiente, Schubert agregó otras 12 canciones a la colección (cambiando el orden de las primeras doce), llevando el ciclo a su sombría conclusión: una identificación total de los discursos vitales de ambos autores que agotarían sus vidas, prematuramente, poco tiempo después.

   La versión que Goerne desgrana –hay material musical de sobra para hacerlo– aprovecha al límite el largo ciclo de 24 canciones para no plegarse sólo al dramatismo o sólo al lirismo más relajado, sino que recrea una atmósfera multiforme en lo sonoro, y multi-interpretativa en lo expresivo, captando las fluctuantes emociones del vagabundo. Versión absolutamente diferenciadora y de cuño propio, compendio de complejidades sonoras a petición de cada número, es decir, una aproximación que se identifica más con una dramatizada exposición, en perfectas gradaciones de grises que van del claro al oscuro, con algunos destellos de factura muy personal (ora de fuerza y volumen, ora de pasajes en dinámicas ascendentes hacia sonidos afalsetados y etéreos). El plus está, a nuestro juicio, en que ha forjado una versión totalmente naturalizada e interiorizada, alejada de interpretaciones más rudas, poco matizadas o plagadas de consonantes “escupidas” para destacar el texto de forma desmedida.

   Rematada por la belleza hipnótica de Der Leiermann, es como se resume la inteligente delineación que de la obra hace Goerne: encontrar al final la paz del camposanto (aquello de lo que habla en Das Wirtshaus [La posada]), habiendo proyectado un viaje en el tiempo hacia los orígenes del romanticismo, aunque bien distintas sean las etapas del viaje, como si pudiera evocarnos el rostro apesadumbrado y circunspecto del propio Schubert, o como si tuviera la facultad de hacernos balance de aquello que en la vida nos ha sido desfavorable pero que en la muerte encuentra su finalidad y su bálsamo definitivo.

   Resolutivo desde el Gute Nacht hasta el final, sin fisuras. No hubo canción que no estuviera dominada y recreada, y en la que no se recorrieran diversas sensaciones o estados de ánimo –a pesar de que al principio las toses del respetable irrumpían entre una y otra canción, cosa que –afortunadamente- al final fue menguando hasta desaparecer. De la gravísima Gefror’ne Tränen (Lágrimas heladas) a la atormentada Erstarrung (Entumecimiento), pasando por la declamada y violenta Rückblick (Mirada hacia atrás). En Frühlingstraum (Sueño primaveral) se alternan con maestría los grupos de versos que contrastan el tono agudo-grave con los que alternan dinámicas forte-piano. En el tramo final destacamos Der Wegweiser (El mojón), donde el hombre escapa del hombre intentando huir de caminos frecuentados con tal de no regresar jamás.

   Lo mismo ocurre con la importante función del pianista. Obviamente, el acompañamiento de Markus Hinterhäuser (1958) aporta multitud de sinergias para dotar al resultado de un factor multiplicativo. Nunca pierde la concentración, acariciando el teclado, con una digitación muy fluida y siempre pendiente del cantante, obteniendo una acústica conjunta perfectamente equilibrada con la del Teatro de la Zarzuela. El piano de Hinterhäuser, por tanto, no es sólo un mero acompañante de la voz, sino un alter ego cómplice que ha de crear una textura armónica muy sutil que colorea cada palabra del texto, además de aportar efectistas sonidos naturales u onomatopéyicos (como en Die Post [El correo], donde se imita el sonido del corno o trompa del postillón), o los efectos de Im Dorfe (En el pueblo), donde se reconocen los ladridos de los perros que refiere el texto.

   Como ya comentamos en la crítica de Die schone Müllerin del pasado 26 de febrero, el principal valor añadido de Goerne radica en cómo es capaz de expresar explotando todas las posibilidades de su voz –con una muy buena nitidez en la articulación–, con un metalenguaje que enriquece el relato a través de la riquísima paleta de sonidos expresivos que puede llegar a emitir y que alcanzan al escuchante en lo más profundo de su alma. El público, como no podía ser de otra forma, salió complacidísimo de haber acompañado al binomio Goerne-Hinteräuser en este inolvidable Viaje de invierno, conscientes de que volveremos a disfrutarles en menos de una semana para degustar su Schwanengesang.

Fotografía: Marco Borggreve.

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